Читать книгу Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero - Страница 14

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–Tienes que animarte un poco, Helena, verás cómo te alegras de esto –me dice mi traicionera cuñada.

–Vamos a estar estupendas de aquí al verano –añade Inés con una sonrisita confabuladora.

–¿De aquí al verano? ¡Pero si el verano acaba de terminar! ¿No podemos volver en junio? –pregunto yo.

–¡No seas boba! –casi me pega Carmela.

Señor, ya es tarde. Aquí estamos las tres discutiendo sobre el tema, por así denominarlo, en el aparcamiento del gimnasio Líneas, un nuevo gimnasio para mujeres repleto de una serie de máquinas ideales para el cuerpo femenino. Y digo yo, ¿serán tan fantásticas como para ponerte en forma con tan solo apuntarte al gimnasio?

Inés quería ir a uno mixto, pero Carmela le dijo que si Ángel se enteraba que iba en pantalones cortos y hacía determinados movimientos ante otro tío, se iba a montar gorda.

Yo, como siempre, neutral. Si es que soy así, como el queso de un sándwich. Es más, mi hija Selena, la mayor de mis dos pequeñas, ya me dice a sus catorce años de edad que, o me espabilo, o me espabilan.

–¡Mamá, que a los tontos se los comen por sopas!

–Y a los nerviosos le dan ataques al corazón, cariño.

Es muy probable que lleve razón y, en un par de años o tres, alguien me engulla junto a un trozo gigantesco de pan.

Mi hija mayor está en el Instituto, cursando el tercer curso de la ESO. ¿Qué tipo de educación seria denomina a un ciclo tan importante de la vida como ESO? Lo cierto y verdad es que los catorce no son una edad fácil. Ella es prudente, simpática, inteligente, muy guapa. Cabello rubio a media espalda, ojos marrones, complexión media, moderna. Amante de la ecología y casi herbívora. En este caso, las alitas de pollo me salvaron de que realmente lo fuese.

Por su parte, mi pequeña Maia tiene el pelo del color del chocolate, como el mío, y sus ojos también son marrones. Ninguna de mis hijas ha heredado los bellos ojos azules de su padre (qué le vamos a hacer, cosas de la genética).

Cuando Maia nació, nos dijeron a su padre y a mí que tenía un pequeño problema en una cadera. El tiempo nos diría si era algo temporal, o por el contrario, algo serio y permanente. Conforme comenzó a crecer y empezaron a hacerle pruebas médicas, comprobamos que no tenía nada de importancia, pero que su pierna derecha es ligeramente más corta que su pierna izquierda. Aproximadamente unos dos centímetros. Ello no le impide llevar a cabo su vida de una forma normal, pero sí es cierto que ella misma se limita a veces. No quiere participar en muchos deportes a pesar de que le gustan, porque no se ve a la altura de los demás y jamás utiliza faldas porque no quiere que nadie vea que lleva un alzador en una de sus botas ortopédicas.

Ella dice que no le importa, pero lo cierto es que los niños pueden ser muy crueles y a veces pueden coartar bastante. Lo único que me alivia en esta situación es la forma de ser de Maia. Es una niña muy madura para su edad. Habla con suavidad, y a veces, tiene argumentos que los adultos no tienen.

Y hablando de problemas. Acabamos de entrar en uno muy grande. Aquí estamos las tres, en este maravilloso y rosa gimnasio donde nos recibe una encantadora joven embutida en unas ajustadas mallas negras, con un hermoso chaleco, poco mayor que un sujetador, en un bonito tono rosa bebé.

–Hola, ¿qué tal? ¿Puedo ayudaros? ¿Queréis visitar el gimnasio? –nos pregunta solícita.

–¡Nos encantaría! –responde una alegre Carmela–. Llamé hace dos días por teléfono y estuve hablando con Ana. Me dijo que podíamos venir y visitar las instalaciones y que alguien nos explicaría como funciona todo esto.

–Sí, la recuerdo. Yo soy Ana. Encantada de conoceros.

La muchacha, imagino que de forma inevitable, nos mira a las tres en una rápida inspección. Carmela viste una minifalda muy mona con un chaleco de punto caído. A sus cuarenta y siete años está en forma, motivo por el que estoy furiosa con ella, pues tiene un metabolismo envidiable. Come, bebe y no engorda. La envidia me corroe.

Inés, de cuarenta y tres, viste camisa y vaqueros muy ajustados. Mi amiga es de esas chicas que saben sacar lo mejor de sí mismas. Ella es delgadita por arriba y algo más gruesa de cintura para abajo, pero sabe qué ropa usar para que el conjunto sea favorecedor. Por supuesto, también viene perfectamente maquillada y peinada. Yo vengo con mi maravilloso, cálido, cómodo y amigable chándal, coleta y una buena capa de protector solar factor cincuenta.

–Tenemos varios programas en función de cuál sea vuestra idea para practicar deporte. Por un lado podemos ofreceros la llamada sala de máquinas, donde una serie de máquinas aeróbicas, como la bicicleta elíptica, la cinta de andar, o la bicicleta de spinning, hacen que podamos perder calorías con rapidez.

Me asomo a la correspondiente sala y observo con asombro que no está pintada de rosa. Qué bien. Sus paredes lucen un bonito tono marfil. Un gran ventanal conecta esta sala con el exterior. Maravilloso, pienso. Te pones a sudar como un cerdo, y todo el mundo puede verte. Genial. Sala de máquinas. Mi mente me ofrece mejores definiciones…”Potro de la tortura”, “Inquisición medieval”…

–Aquí al lado –nos dice Ana en tono profesional y amable–, tenemos la sala que da nombre a nuestro gimnasio: la sala Línea. Se compone de máquinas que ayudan a esculpir el cuerpo de la mujer y darnos mayor agilidad y flexibilidad. Son hidráulicas, por lo que no desarrollan la musculatura hasta un punto que pueda resultar antiestético y moldean a la vez que nos ayudan a quemar calorías.

Creo que me voy a desmayar. Por cierto, esta sala sí está pintada de un bonito tono rosa pastel, a juego con la camiseta–sujetador de la monitora.

–Además, el gimnasio cuenta con otros programas de actividades, como step, gap, pilates…

Mi mente ha dejado de escuchar todas esas palabras raras que me causan cansancio solo de oírlas. Pero claro, he de regresar al mundo y seguir escuchando.

–Y por supuesto –continúa Ana–, queremos que la clienta pueda relajarse y para ello, tenemos clases de relajación. Tenemos en proyecto una sala para poder dar masajes, sobre todo, para poder ayudar a las mujeres que padecen contracturas musculares.

Ajá, por fin encontré mi sala ideal. No pienso salir de esa sección del gimnasio ni bajo coacción.

–Fantástico. Esto es mucho mejor de lo que ya me esperaba –dice una muy animada y contenta Carmela.

–¿Estáis interesadas entonces? –pregunta Ana.

–¡Por supuesto! –vuelve a añadir mi traidora cuñada.

–Un momento, un momento. No hemos hablado del precio –señalo.

Necesito que cueste una cantidad bárbara para que así mis amigas desistan de su empeño y yo pueda volver a mis rutinas diarias.

–Tenemos una oferta especial. Si se inscriben en este mes en curso, la matrícula les sale gratis y el precio mensual al inscribirse las tres, será de 25 euros al mes.

Oh, oh. La ofertita dichosa acaba de fastidiarme.

–¡Genial! Es asequible y, en proporción a lo que ofrece, me parece irrechazable –dice Inés.

–Por supuesto, quiero que tengan en cuenta que hay servicios que van aparte. A veces, organizamos excursiones de senderismo y otras actividades al aire libre que no entran en el precio.

–Oh, vaya desilusión. Pensé que te referías a guapos monitores –dice una bromista Inés.

–No. Por supuesto todas las monitoras son mujeres –añade una seria Ana, que no ha cogido la broma, me temo.

–Bien. Chicas, ¿podemos hablarlo ante un helado o un café con un dulcecito? –pregunto yo.

–¡Ni hablar! ¡Aquí no hay nada que hablar! ¡Nos inscribimos las tres ahora mismo!

Me temo que la capitana Carmela ya ha tomado una decisión inamovible. Solo tengo ganas de resoplar, pero recuerdo el incidente de hace un rato en casa y, sí, mejor salir y hacer deporte, aunque ese deporte bien puede ser andar a paso rápido. De veras, todas estas máquinas me han puesto mal cuerpo.

Miro a Carmela y veo tal expresión en su cara que hasta me da miedo. Madre mía. Parece un teniente coronel de la armada a punto de impartir una orden de vital importancia. Pues sí que está decidida. Decidida y algo más. No sé lo que es, pero sí noto una obstinación muy especial. Tal vez sea una ama de casa tranquila, pero tengo un olfato especial para los “gatos encerrados”. Y aquí hay uno muy, muy gordo.

Brumas del pasado

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