Читать книгу Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero - Страница 15

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–En serio, Carmela. Yo no quiero apuntarme. Estoy gordita, lo sé. Pero, ¿qué quieres? Tengo casi cuarenta y soy pre-menopáusica. Está justificado de sobra –casi le suplico a mi cuñada.

–Pero vamos a ver, Helena, ¿qué más te da? ¡Tienes tiempo de sobra! Y por el dinero no será, digo yo. Que las dos sabemos que puedes permitirte pagar 25€ al mes. Te gastas mucho más en clases de inglés o deportes para tus hijas. ¡Y Fernando también va a un gimnasio!

–Lo sé, pero es que él quiere ir. Mírame, Carmela. Inés y tú os estáis tomando una infusión y yo una copa de helado. ¿Para qué quiero ir yo a un gimnasio?

–Para empezar, querida cuñada, porque te lo pido yo como un favor. Si vamos las tres juntas será más divertido. Además, te importa tu peso o, de lo contrario, no te pondrías ropa tan holgada. Eso solo puede ser para “tapar”.

–O para ir cómoda –contesto molesta.

Mientras Carmela y yo discutimos, Inés permanece en un silencio absoluto. Se limita a mover su cabeza de una a otra sin más.

–¿Inés? ¿Qué opinas tú? –le pregunto.

–Creo que nos vendrá bien. Pero…

–¡Ajá! –grito victoriosa–. ¡Hay un pero!

–Ya sabéis que quiero quedarme embarazada y no sé si el deporte puede ser bueno.

–Bueno, no. Mejor –le contesta Carmela.

–¿Estás segura?

–¡Claro que sí! Te ayudará a fortalecer partes de tu cuerpo necesarias. Además, en el momento que quieras puedes dejarlo o pasar a ejercicios más suaves.

–Supongo que es cierto.

Maldición. Inés sonríe y sé que Carmela ha salido victoriosa de esta batalla. Ambas me miran expectantes.

–No puedo creer que seas tan facilona, Inés. Está bien. Nos apuntaremos –cedo al fin.

Carmela lanza un grito de júbilo que hace que varias personas se giren hacia nosotras.

–No te arrepentirás, Helena. Ya verás.

–Ya me estoy arrepintiendo –mascullo rebañando con una fuerza innecesaria mi copa de helado.

Desde que tengo uso de memoria esto ha sido así. Carmela es mi amiga, además de mi cuñada. Siempre es fuerte y toma decisiones sin dudar. Inés es una especie de punto medio, mientras que yo soy la que siempre cede. Levantar la voz, llevar la contraria, o poder dar mi opinión sin estar segura de no quedar en ridículo, me hacen callar muchas veces.

–¡Gracias, Helena!

Sí, sí, gracias, pero la he cagado. ¿Quién quiere hacer deporte y sudar? Miro mi copa de helado. Ya está vacía y de pronto, sin saber por qué, siento deseos de llorar. Imagino que de pura frustración. También siento deseos de pedir otra copa de helado extra.

Pero mi mente se distrae. Una música suave, melodiosa, comienza a escucharse en cierta forma… lejana, pero a la vez, como si con suavidad me envolviese. Es como la melodía que me pareció escuchar en casa antes de salir. Sin darme cuenta, empiezo a mecerme con ella. Es hermosa y me hace sentir muy bien. Cierro los ojos por un momento, solo un instante, y me parece sentir una tibieza en mi hombro, como si alguien me rozase, así que abro los ojos de inmediato. Asombrada observo que Inés y Carmela siguen hablando sin parar y la música ya no se escucha.

–¿Qué ha pasado con la música?

–¿Qué música? ¿Ves, cuñada? ¡Necesitas deporte! Ya escuchas en el silencio –me dice sonriendo.

Pero yo he escuchado una música suave.

–Ahora solo nos queda marcharnos a casa a ponernos guapas. ¡Esta noche retrocedemos en el tiempo hasta el mercado medieval!

–Esto…, chicas…, tengo algo que deciros.

–¿No irás a echarte atrás, verdad? –me pregunta Inés.

–No. Pero tal vez vaya acompañada con mis hijas. Fernando tiene una reunión de negocios muy importante y puede regresar tarde.

–Eso no es problema. Iremos todas. Cinco buscadoras de secretos.

–Ay, Carmela. Tú y tu imaginación desbordante.

–La vida hay que tomarla así, como una aventura. De lo contrario, un día puedes levantarte sintiéndote apartada de todo.

Ha intentado que su tono sea normal, pero a mí no me engaña. Esa actitud no es propia de ella.

–¿A las ocho entonces? –pregunta Inés.

–A las ocho menos cuarto te recojo en tu casa y pasamos por Helena y las niñas. ¿Es buena hora, Helena?

–Sí. Para esa hora ya habrán terminado los deberes y eso.

–Hasta luego entonces, chicas. ¡Estoy impaciente por que empecemos a ponernos en forma! –vuelve a insistir Carmela.

–Sí, yo también –le contesto irónica.

A pesar de que Carmela ha intentado animarse en el último instante, sé que algo no va bien. Supongo que habré de esperar para conocer la respuesta.

De repente soy consciente de la hora. He de recoger a mis hijas del colegio y del instituto. Miro mi reloj de pulsera y veo que ya son las dos. Tengo menos de quince minutos para llegar al primer punto de encuentro, y a veces el tráfico se vuelve imposible.

–Chicas, tengo que irme.

–¿Te dará tiempo a todo? ¿Quieres que recoja yo a alguna de las chicas? –me pregunta Inés.

–No, gracias, pero tengo que irme ya.

–Vale, nos vemos luego.

Inés se sube a su pequeño Nissan Micra de color marfil. Es tan amable y cariñosa que no entiendo cómo la madre naturaleza no la ha bendecido ya con lo que más desea en este mundo: ser madre.

Ella y Marcos llevan ya casi quince años de matrimonio y siguen sin tener descendencia. Mi amiga intenta aparentar normalidad, pero yo sé que está agobiada, cada vez más. Tanto ella como Marcos son profesores, y concretamente Inés, ejerce en la actualidad como profesora del primer ciclo de preescolar. Chicos de tres años. Con sus caritas sonrientes, sus comentarios graciosos y sus mentes de ángel.

Carmela y yo subimos al coche. Voy a dejar a mi cuñada en el taller. Al parecer, Ángel le está haciendo una puesta a punto a su coche. Ello me da la oportunidad perfecta.

–Carmela, me gustaría que fueras sincera conmigo. ¿Qué te pasa?

–¿A mí? Nada.

–Carmela… –insisto.

–No me pasa nada, Helena. ¿Por qué piensas que ocurre algo? ¿Por lo del gimnasio?

–Por tus ojos. Por tus frases a medias, por tu insistencia casi enfermiza con lo de inscribirnos en el gimnasio, y porque te estás comiendo las uñas camino del taller.

–¡Joder, Helena! ¿Por qué eres tan condenadamente intuitiva?

–Mamá naturaleza, que me dio esta percepción –bromeo–. Cuéntame.

–No es nada relevante. Es solo que últimamente Ángel está raro. Le noto preocupado, nervioso, ausente. Cuando le pregunto qué le ocurre me dice que nada, pero sé que oculta algo. Pensé que podía ser algo relacionado con el trabajo, pero… él insiste en que todo va bien.

–¿Desde cuándo le notas así?

–Desde hace casi cinco meses.

–Y los chicos, ¿han notado algo?

–Si lo han hecho, no me han dicho nada. Ya sabes que yo no tengo esa comunicación que tú tienes con las chicas.

–¿Yo? Se llevan genial con Fernando. Yo soy más bien la mamá quita problemas.

–Eso no es cierto y lo sabes. Te quieren con locura.

–Y me vuelven loca en igual proporción. Pero no me cambies de tema, listilla. ¿Qué más has notado?

–Está muy distante.

De pronto calla y noto que duda si continuar con su revelación o no. Veo cómo se estruja las manos y se muerde el labio. Mi inamovible amiga Carmela, ¿nerviosa? Ahora sí que estoy segura que ocurre algo importante.

–El otro día salí de la ducha con un conjunto de encaje morado transparente, muy, muy sugerente y él ni lo notó.

–Por favor, Carmela. ¿Después de tantos años? Estaría cansado o no se daría cuenta de que era nuevo.

–Créeme, Helena. Él siempre se da cuenta de esas cosas. Te lo aseguro.

Ante esta confesión no sé qué decir. Tampoco es tan raro que tu marido no se fije en la lencería nueva. Fernando nunca lo hace. Pero es normal, la rutina del día a día, el trabajo, las niñas…

–No creo que estés así por un conjunto de lencería.

Ella sigue hablando como si no hubiese escuchado mi comentario. Su vista parece fijarse en un punto concreto en el horizonte.

–Antes hacíamos mucho el amor –me dice de repente mirándome de forma fija.

–Carmela, tesoro, lleváis veintisiete años casados. Es normal que la cosa haya caído un poco, no le des más importancia.

–No soy tonta, Helena. Hace ya bastante tiempo que pasamos de follar como conejos a hacerlo diez o doce veces por semana y después a tres o cuatro. Lo normal.

Ay, madre. ¿Se estará burlando de mí? ¿Después de veintisiete años juntos me está hablando de hacer el amor tres o cuatro veces a la semana?

–Ahora, solo una vez a la semana. Con suerte, a veces dos. El ritmo ha bajado, ¿no crees?

–Pero, ¡es normal con el tiempo! Quiero decir, yo veo cómo os miráis y él te quiere.

–Lo sé. Pero también sé que me oculta algo.

De pronto empieza a sonreír y me doy cuenta de que su mente está a años luz.

–Cuando Ángel y yo nos conocimos, yo ya había tenido un novio antes. ¿Recuerdas? Andrés se llamaba. Tuve mala suerte con él. Era algo violento.

–Jamás me contaste nada de eso.

–Quedó en el pasado. Ángel me conoció un día que yo corría con un ojo poniéndose morado por la calle. No dijo nada. Nos conocíamos del instituto, pero nunca habíamos tenido contacto. Se quitó su chaqueta, me la colocó por encima y me llevó a casa. Al día siguiente, mi ex novio desde la noche anterior, no asistió a clases. Al cabo de tres días se presentó con el rostro lleno de moratones. Alegó que había tenido un accidente, pero yo había visto los nudillos de Ángel.

–Eso sí lo recuerdo. Te pregunté qué le había pasado a Andrés y me dijiste que ni lo sabías ni te importaba.

Es curioso. Había olvidado todo aquello. Ya estamos llegando al taller y no quiero detener esta conversación, pero tampoco puedo entretenerme mucho o llegaré tarde a recoger a mi hija. Carmela no se da cuenta y sigue con su historia. Parece que he abierto la caja de Pandora.

–Empecé a salir con Ángel y descubrí lo que es enamorarse y el verdadero deseo. La pasión en mayúsculas. ¿Sabes lo que es temblar como una gelatina solo de pensar en él? O mejor aún, mojarse las bragas solo de ver cómo me comía con los ojos…

–Tampoco hace falta entrar en detalles... hay algunos detalles que prefiero no saberlos.

Mi cuñada sonríe.

–Ay, Helena, tú como siempre. Si no fuese por tus dos hijas, hay veces que pensaría que eres virgen. Hasta te has puesto colorada –me dice tiernamente.

–No es eso, es que es algo muy íntimo.

–Con Ángel todo era intenso. Y muy frecuente. Ambos disfrutamos del sexo. Y lo seguimos haciendo. Sí es cierto que con el tiempo la frecuencia disminuye, pero la calidad… nos conocemos mejor y eso se nota.

–Sí, en eso te doy la razón.

Mejor le sigo la corriente, porque si mi cuñada supiese la frecuencia con la que Fernando y yo hacemos el amor… o tal vez deba decírselo. Así se quedará más tranquila.

–Hasta haciendo el amor está diferente.

El taller ya aparece ante nuestros ojos. Me gustaría entrar y saludar a Fernando, pero he venido muy despacio todo el camino para darle tiempo a Carmela a hablar y se me ha hecho muy tarde.

–Carmela, sé que tu marido está loco por ti. Te contará lo que le pasa, ya lo verás.

–Eso espero, Helena. Porque yo ya tengo una ligera sospecha.

–¿Sospecha? Explícate –le pregunto mientras aparco frente a la puerta del taller y veo a Ángel a través de la gran puerta corredera.

Él también me ha visto a mí y levanta una gran mano cubierta de grasa al aire a modo de saludo. Una gran mano, sí. Mi cuñado es un tío “grande”. Debe medir un metro noventa y algo y no está delgado. Hace un amago de sonrisa, pero no le sale bien. Ahora soy yo la que, después de la conversación, me quedo un poco pasmada. Además, al contrario que otras veces, no ha salido fuera del taller. Como si eludiese mi mirada.

Miro a Carmela y me doy cuenta de que su mirada, fija en él, se humedece y me mira a mí. Le tiembla un poco la voz al hablar.

–Helena, creo que Ángel tiene una amante.

Brumas del pasado

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