Читать книгу Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero - Страница 13
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ОглавлениеDe forma automática me pongo a recoger los distintos objetos que están por todas partes sin deber estar ahí. Se supone que he de darme prisa, ya que precisamente hoy vienen Carmela y mi amiga Inés, para no sé qué cosa de apuntarme a un gimnasio. ¡Con la de cosas que tengo yo que hacer cada día!
Recojo lo más rápido que puedo la cocina y vuelo a los dormitorios. Tanto mi madre como mi abuela me decían más de una vez…
“Si las camas están hechas y los platos fregados, parece que todo está terminado”.
De pronto recuerdo que se me ha olvidado algo importante y corro rauda al teléfono.
–Gutiérrez e hijos. Dígame.
Esa voz. ¡Ah, sí!
–¿Claudio?
–Hola, Helena. ¿Qué tal?
–Bien. ¿Te tienen atendiendo al teléfono? ¿Y Celeste?
–Ha salido a hacer un recado, y sí, tu marido es un negrero. Hace tiempo que no te veo por el taller, ¿estás bien?
Claudio siempre tan atento. Desde que entró a trabajar con Ángel y Fernando le he visto en un par de ocasiones. Quizás en la que más tiempo hablamos fue en la pasada comida de Navidad. Fernando tomó aquella comida como una oportunidad para hacer negocios y Claudio fue muy amable haciéndome compañía. Es un hombre muy educado, por cierto. Su mujer no pudo acompañarle aquella noche, así que, como a mí mi marido me tenía abandonada, hablamos bastante.
–Oh, sí, estoy bien. Gracias, Claudio. ¿Y Fernando? Necesitaría hablar con él.
–No ha llegado todavía. Supongo que estará a punto de llegar. ¿Quieres que le dé algún recado?
–No, gracias. Ya están abusando bastante de ti, le llamaré al móvil.
–Como quieras. A ver si nos visitas pronto y pones un poco de color en este lugar.
–¿Con la de administrativas guapas que hay por ahí? ¡Venga ya! –No sé cómo lo hace, pero cada vez que hablo con este hombre, termino riendo–. Pero gracias por el piropo.
–De nada –contesta él y sé que también sonríe.
–Hasta luego, entonces.
–Adiós.
Miro el reloj. ¿Dónde se habrá metido este hombre? Por la hora en la que se fue debería llevar ya bastante rato en el taller. No me gusta llamarlo a su móvil, por si está en alguna reunión con un cliente, pero hoy me voy a arriesgar.
–Dime, Helena –me contesta su voz.
–Perdona que te moleste, Fernando. Te he llamado al taller, pero Claudio me dijo que no habías llegado aún. Imagino que estás con algún cliente. Se me olvidó decirte que por favor no regreses hoy muy tarde. Recuerda que las chicas y yo hemos quedado para ir a visitar esa fiesta medieval en la que tanto interés tiene Carmela. No me perdonará si no llego a tiempo. Por fa… –le suplico con voz de pena, a ver si así se apiada y me hace caso.
–No puedo garantizarte nada, Helena. Sabes que tengo una reunión muy importante y no puedo saber a qué hora terminaremos. Además, también sabes que siempre ofrezco tomar algo a los posibles clientes.
Lo entiendo, pero… Está bien, no te preocupes –suspiro admitiendo mi derrota–. Si veo que no llegas a tiempo me llevaré a las niñas. Lo que pasa es que me hacía ilusión que por una vez fuésemos nosotras tres nada más. Inés y Carmela van solas.
–Inés no tiene hijos y los de Carmela son adultos. Tú tienes otras circunstancias. De todas formas, lo intentaré, pero no puedo prometerte nada. ¿De acuerdo?
–Claro que sí. Conduce con cuidado. Te quiero.
–Y yo.
Cuelgo el teléfono y me siento un poco tonta. Respiro hondo y me pongo en movimiento. Mi cuñada y mi amiga están a punto de llegar y yo aún estoy en pijama y bata. Soy un desastre.
Voy a tomar una ducha, aunque sea rápida. No me da tiempo a lavarme el pelo, lo llevo casi por la cintura y tarda mucho en secarse. Abro el cajón de mi mesita de noche y cojo mi ropa interior. Sencilla, cómoda, de algodón. Un chándal y unas zapatillas de deporte completarán mi atuendo. Vamos a un gimnasio, vistámonos para la ocasión.
Me recojo el pelo con una pinza sobre la cabeza y tomo esa ducha rápida. Me envuelvo en mi súper maravillosa y gigantesca toalla y comienzo a secarme con movimientos rápidos y enérgicos. Y entonces paro. Sin saber muy bien por qué, me detengo de repente y me dirijo a mi dormitorio donde hay un espejo de pie. Un espejo grande, de cuerpo entero. Y me observo desnuda en él.
Hace mucho tiempo que no me dedico a observarme a mí misma. Mi amiga Inés se pasa media vida mirándose en los espejos porque no le gusta ir despeinada o llevar mal el maquillaje. Dice que no hay nada peor que dejar de cuidarse a una misma y empezar a parecer desaliñada.
Me acerco algo más al espejo y me fijo bien en mi rostro. Casi siento miedo de mirar más abajo. Por ello, me concentro en mi cara. Mis ojos se ven hoy algo tristones. Mi pelo necesita un nuevo tinte. Tan solo hace tres semanas que lo teñí la última vez. Me encargo yo misma, aquí en casa. Es fácil, es de color castaño claro y existen infinidad de tintes de esa tonalidad. Pero lo cierto y verdad es que cada vez me dura menos el dichoso tinte de las narices.
Mi rostro se ve pálido. Las raíces blancas que comienzan a surgir traicioneras en la base de mi pelo, junto con la falta total y absoluta de maquillaje, hacen que parezca enferma. Para colmo de los colmos, estas dichosas manchas que han empezado a salirme en la cara. Tendré que comprarme algún protector solar de esos de pantalla total. Sonrío para mis adentros. Con quince años, esto eran pecas. Con treinta y nueve, son manchas solares.
Luego me retiro un poco del espejo para tomar algo más de conciencia sobre mi cuerpo. Mis brazos parecen ser más redondeados y me temo que al levantarlos cuelga de ellos algo que antes no estaba ahí. Claro que he ganado unos kilitos desde que nació mi pequeña Maia, que por cierto, ya tiene ocho años. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo.
Mis pechos no están nada mal, aunque quizás también estén un poco más bajos que antes. Pero lo que de veras llama mi atención es mi nuevo amigo grande, hermoso, redondeado, incitador a todas las dietas posibles, habidas y por haber, y de las que nunca jamás fui capaz de llevar a cabo. Mi gran amigo el michelín. Cada vez gana más terreno el condenado. Cuando empezó a salir, bromeaba diciéndole a Fernando que me lo estaba dejando crecer en honor a la conocida marca de neumáticos. Ahora ya se ha apoderado de mí el desagradecido.
No estoy gorda, pero tampoco estoy delgada. Mi cuerpo está raro. Distinto. Mis glúteos también parecen haber bajado. Y mi piel aparece muy rara en las piernas. Surquitos asquerosos, los llamaría yo. ¿Qué ocurre aquí? ¡Maldita ley de la gravedad!
Esta no soy yo. Es una señora mayor que se ha metido en mi espejo. Dejo de observarme y me dirijo de nuevo al cuarto de baño. De pronto me siento un poco mareada… un poco… no sé, no me encuentro bien.
La habitación empieza a inclinarse y, de pronto, todo está tumbado. ¿O soy yo la que está tumbada? Me pitan los oídos y veo unas manchas amarillentas y anaranjadas frente a mí. Cierro los ojos un momento y todo se calma. Huelo un suave perfume, escucho una suave melodía y siento como si debajo de mí hubiese hierba fresca en lugar de un terrazo frío.
“Mi adorada esposa, eres la mujer más hermosa del mundo, la más bella, mi amor, mi vida…”.
Abro los ojos con rapidez, asombrada y asustada. Ya no escucho música y siento de nuevo la dureza del suelo. También ha desaparecido el suave perfume. Esa voz… Me ha hecho sentirme diferente por un instante, fuerte, incluso hermosa. ¿Me habré golpeado la cabeza al caer sin darme cuenta? ¡De dónde ha salido esa voz! Una voz vibrante que me llamó esposa…, pero que no era la voz de Fernando.
Noto un agujero en la boca del estómago y me falta el aire. Me siento aturdida. He tenido que perder el conocimiento un instante aunque yo crea que no. No encuentro otra explicación.
El espejo me devuelve un rostro pálido y unas ojeras marcadas. Y justo al lado del espejo, el reloj me recuerda que estoy parada en el tiempo. ¡Tengo que vestirme! La más bella… y un pimiento, pienso enfadada mientras, aun temblando, cojo mi elegante, cómodo y amplio chándal azul.