Читать книгу Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro - Marina Alexandrova - Страница 10

Parte I. España
Capítulo 8

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Faltaba sólo un día para el baile de la ciudad, y en la casa de la Fuente se realizaban preparaciones a toda marcha, para este acontecimiento. Marisol e Isabel estaban probándose nuevos vestidos y adornos.

Roberto, su hermano mayor, que había venido a casa para el fin de semana, también iba con todos. Los sirvientes estaban limpiando su capa y traje de ceremonia.

Marisol protestaba y se auto-regañaba probándose el vestido de corsé con rudas varillas en la espalda, arcos en las caderas y el duro collarín ondulado de algodón que le apretaba el pescuezo. Así era la moda en aquella época, y todas las damas nobles tenían que seguirla.

– ¿Quién inventó todas estas varillas y arcos? – decía la chica, muy molesta, – ¿acaso no se puede llevar la ropa, sin que tenga todas estas cosas?

– Así es costumbre, mi hija, – le decía Doña Encarnación tratando de tranquilizarla – pertenecemos a la alta sociedad y debemos cumplir sus requisitos.

– No me gusta nada esta sociedad, son todos tan falsos y envidiosos, todos fingen pretendiendo ser lo que realmente no son, pero por sus adentros quieren humillarte o hacerte daño y de esta manera destacarse y llamar la atención.

– Marisol ¡qué cosas dices! – exclamó Doña Encarnación asustada – ojalá nadie te oiga! Sé que eres lista, distinta de los demás, pero ¡ten cuidado! ¡No atraigas la atención hacia tu persona!, cumple por lo menos, las principales reglas de urbanidad. Los espías de la Inquisición se encuentran por todos lados buscando a quien más mandar al fuego, y además hay muchas personas envidiosas que en cuanto puedan, aprovechan tus palabras para calumniarte ¡no sabes cuánto me preocupo por ti, Marisol!

– Está bien mamá, intentaré parecer así como se debe, aguantar estas miradas y cortejos hipócritas ¡ojalá pronto se termine todo para que yo pueda retirarme a nuestra finca cerca de Córdoba! Allí me siento bien, – refunfuñaba Marisol – no hace falta llevar estos horribles vestidos de corsé, peinarse de la misma manera, igual que los demás, sonreír y adular a todos incluso cuando alguien te parezca antipático!.

– Ay mi hija, mi hija – le contestó Doña Encarnación suspirando – ¡ten cuidado, mi niña, te lo ruego!

– Pues estoy de acuerdo con Marisol – se metió en su conversación Isabel – ¡eso es justo lo que dice mi hermana!

– Vaya, ¡y tú también! – exclamó la madre de las chicas. – ¡Cállate por Dios!

La hermana menor de Marisol aún no había experimentado decepciones de amor; estaba muy contenta con el hecho de que se la hubieran llevado del monasterio para vivir las vacaciones. Y el baile le parecía una aventura divertida.

Al día siguiente, el coche que llevaba toda la familia Echevería de la Fuente – menos al hijo menor, quien se había quedado en casa con su abuela – llegó al Palacio del alcalde.

Aquí, cerca de la entrada, reinaba un bullicio increíble. A cada rato venían coches nuevos de donde se bajaba la gente, todos emperifollados aparatosamente, riéndose, charlando, saludando y dando reverencias a los demás.

El mismo alcalde recibía a sus huéspedes enfrente de su casa, al verlos saludó con alegría a toda la familia Echevería de la Fuente; estos entraron al palacio dirigiéndose a la sala principal, decorada con terciopelo azul, donde ya se había reunido mucha gente. Al lado, se encontraba otra sala, más pequeña, en donde sobre las mesas grandes para los invitados habían sido servidos varios aperitivos a los invitados, para su agasajo.

Roberto llevaba a su madre tomándola del brazo. Marisol e Isabel se mantenían juntas.

En la sala Doña Encarnación enseguida encontró a unas amigas, con quienes entabló una conversación. Roberto, que también descubrió por allí a muchas personas conocidas, desapareció por algún sitio. Y mientras tanto, Marisol e Isabel observaban a los visitantes.

En la parte opuesta de la sala, la chica vio a la familia Rodríguez: Don Luis, Elena y Enrique. Elena, vestida de rojo, estaba ocupada conversando con dos galantes caballeros, mientras su hermano, de traje muy elegante, se encontraba en compañía de la misma señorita rubia, a quien Marisol había visto una vez durante su paseo en el parque. Y parecía estar totalmente absorto con su amiga, sin notar a nadie alrededor de si.

Elena, entre tanto, captó la mirada de Marisol y le saludó con la cabeza, pero no se acercó a su amiga, sino que volvió a la charla animada con sus galanes.

“Vaya, nuestra amistad se encontró en otra ocasión!”, – pensó la chica pesadamente. Sin embargo, se distrajo hablando a su hermana sobre los allí presentes, a quienes conocía. La chica se sentía muy incómoda en su vestido de espolín gris, de corsé, peinada con raya recta, al igual que las demás damas y se daba cuenta que tenía muchas ganas de abandonar este lugar lo más pronto posible.

Entre tanto, apareció en la sala el anfitrión del festejo, anunciando el matrimonio de su hija y el inicio de baile, y entonces los músicos empezaron a tocar un menuete.

La primera pareja que salió al centro de la sala, eran los recién casados, Mercedes Alvares, hija del alcalde, y su esposo Fernando de la Cuesta. La muchacha era rubia, vestida de espolín blanco, y su esposo un joven muy galán, alto, esbelto y moreno.

Los caballeros empezaron a invitar a las damas, y pronto la sala se llenó con las parejas del baile. Entre ellos Marisol vio a su hermano que había invitado a la hija del juez, a Elena bailando con uno de sus galanes, y a Enrique con la misma chica.

Pero nadie invitó a bailar a Marisol e Isabel.

La hermana menor de la chica aún tenía trece años – era su primer baile; estaba mirando a todos con curiosidad entreteniéndose en la fiesta.

Sin embargo Marisol se puso sombría,”¿acaso estoy tan mal arreglada que nadie me presta un poquito de atención?” – pensó con tristeza.

Doña Encarnación dejó de charlar con sus amigas y se acercó a sus hijas. La mujer observó que Marisol no apartaba la vista de Enrique.

– La señorita con quien está bailando el menor, señor Rodriguez, es Laura María Ramírez, hija de uno de los nobles más ricos de Valladolid. El año pasado Enrique estaba allí por asuntos de su servicio militar y le hizo perder la cabeza ¡ella es un buen partido para un caballero empobrecido! La chica se enamoró de él hasta tal punto, que aceptó la invitación de visitar nuestra ciudad de provincia, ya que por aquí tiene parientes lejanos. Como ves, Enrique no se aparta de ella, y es ya tan evidente que incluso su madre ha llegado. Quizás, pronto se anuncie el noviazgo.

Marisol suspiró. Entre tanto terminó el baile, observó que las chicas volvían la vista, y de repente se encontró a su lado a su primo segundo, Jose María, que ya había pedido la mano de Marisol, este le hizo reverencia y la invitó a otro baile. Aunque a la chica le desagradaba enormemente su propuesta, sabía que sería indecoroso negarle, y por eso, tras suspirar, tuvo que aceptarla.

Terminado el baile, Marisol vio que Enrique acompañado de su dama se dirigieron a la sala vecina donde había entremeses. Entonces se sintió, de súbito, que una ola de celos se apoderaba de ella.

– Me gustaría tomar un bocado – le dijo la chica a José María que estaba a su lado. – ¿no quiere acompañarme?

El hombre se quedó sorprendido, pero no lo demostró.

– Con mucho gusto, señorita – le contestó y la cogió por el codo.

Salieron juntos a otra sala, por allí aún no había mucha gente, y la chica vio a Enrique en compañía de su amiga, al lado de una mesa, con una copa de vino y algo de entremeses en la mano. Los dos estaban charlando muy animadamente.

Marisol y Jose María se acercaron a otra mesa. Enrique, al fin, prestó entonces atención a la chica y la saludó con un movimiento de la cabeza. Luego miró con asombró al hombre que la acompañaba.

Marisol se animó. En aquel momento se dio cuenta de que le gustaría provocarle celos al muchacho. Se inclinó hacia José María, fingiendo que estaba prendida y encantada en una charla con él y que a Enrique no le importaría nada

– ¡Qué hermoso baile! – le dijo a su caballero con voz alta y bastante hipocresía, abanicándose.

– Me alegro de que le guste, señorita, – le contestó Jose María, y gracias por pedirme este favor de acompañarla. – Y de súbito le preguntó:

– ¿Se casará usted conmigo?

Marisol se quedó pasmada. Un silencio reinó alrededor de ellos. La chica notó que Enrique y su amiga, cesaron de hablar y se pusieron a mirarlos. Otros presentes también volvieron la vista hacia donde estaban situados.

Había que responder algo.

La chica entonces se dio un aire de coqueta y le contestó con viveza:

– Quizás ¡si usted se porta bien!

Marisol vio a la amiga de Enrique sonreír, y este se quedó hecho un lio por un rato, pero luego volvió en sí continuando su charla con Laura como si nada. Al cabo de un rato salieron, dirigiéndose a la sala de baile.

Mientras tanto, Jose María parecía contento.

– Haré todo lo posible para conquistar su confianza, – le dijo a la chica con reverencia.

Pero este hombre ya no le importaba más, así que Marisol de pronto, perdió todo su interés hacia él. Era obvio que su argucia no había resultado, pero, por otra parte ¿qué otra cosa había podido esperar? ¿intentaba acaso vengar a su novio antiguo?, por unos momentos creyó que crearía algo de interés hacia ella, mas sin embargo parecía que este se quedaba indiferente.

La chica se apresuró entonces a volver a la sala de baile, olvidándose de su caballero, este la persiguió, pero a Marisol en aquel momento sólo le daban ganas de liberarse de este hombre. Por suerte alguien le llamó, tuvo que dejarla, y la chica suspiró con alivio. Volvió junto a su madre y hermana. En la sala el aire le era ya muy pesado, así que por eso y por todo lo sucedido, Marisol se crispó.

Doña Encarnación miró a su hija con asombro. Entre tanto, empezó otro baile y dos jovenes de un grupo de caballeros que se encontraban cerca, invitaron a las dos hermanas a bailar. Marisol se alegró por que así podía distraerse un poco.

Al terminar el baile, el caballero de Marisol le hizo una reverencia y se apartó. La chica le dijo entonces a su madre que se ahogaba y que quería salir a la calle.

– ¿No quieres que Jose María te acompañe? – le pregutó su madre.

Pero Marisol movió la cabeza.

– Pues, ¡cualquiera menos él! – exclamó la chica.

Las chicas salieron, y ya en la calle les alcanzó Roberto.

– Hermana mía, que te pasa ¿estás bién? – la pregunto a Marisol, muy alarmado.

Notó que no mostraba ningún gesto, ninguna expresión.

– Quiero volver a casa, – dijo la muchacha con voz cansada – no me siento bien. Qué Mariano me lleve, luego le mandaré a por ustedes.

– ¿Estás segura que así será mejor, hermana? – le preguntó Roberto otra vez.

E hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, dirigiéndose al coche.

Roberto e Isabel la siguieron pues hasta que subiera al asiento.

– Cuando volvamos ya hablaremos de todo, – le dijo Roberto, cerrando la puerta del coche detrás de ella – no me gusta nada tu estado de ánimo.

Marisol les despidió con la mano y el coche se puso en marcha.

No se acordaba de como volvió a casa.

El portero la miró, sorprendido.

– ¿Usted está bien, señorita? – le pregunto con preocupación en la voz.

– No te preocupes, Hugo, no pasa nada – le contestó – me sentí sofocada en el baile, tengo ganas de acostarme en mi habitación, por favor ¡no me molesten!

El portero inclinó su cabeza con cortesía.

Marisol prosiguió hasta su habitación, se quitó su aborrecido vestido de corsé, vistiéndose con la suave bata de casa, se echó a la cama y se puso a sollozar. Luego se quedó profundamente dormida.

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro

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