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Parte I. España
Capítulo 12

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Al día siguiente Marisol se fue a la parroquia que estaba en una aldea no lejos de la finca. Allí servía de cura el padre Alejandro con quien la chica confesaba de vez en cuando.

A la muchacha le gustaba mucho conversar con él. Padre Alejandro celebraba oficios hacía ya mucho tiempo, en aquella pequeña parroquia al borde del pueblo, y que frecuentaban los hacendados desde las fincas vecinas y los campesinos de la aldea. Ya era un hombre de avanzada edad, y los parroquianos le querían por su sabiduría y amabilidad. Siempre encontraba palabras para dar consuelo a los que lo necesitaban en difíciles momentos de la vida. Marisol le recordaba aún desde su niñez. Por haber perdido a su padre hacía unos años, le faltaban los consejos de un hombre, por eso siempre que lo necesitaba, con mucho gusto se comunicaba con el cura que también la quería como si fuera su hija.

– Necesito confesar y hablar con usted sobre muchas cosas, padre – le dijo Marisol al cura al saludarlo, cuando se vieron en la iglesia; al oír esto el Padre Alejandro invitó a la muchacha a sentarse en el banco junto a sí mismo.

– He cometido muchos errores durante los últimos meses – empezó Marisol su charla – y me siento culpable. Por mi causa, casi murió un caballero quedando herido grave, y además coqueteé en el baile con otro hombre aunque me parecía muy antipático.

– ¿Cuándo has logrado hacer de mala gana todo esto, hija mía? – le preguntó el cura cariñosamente – ¿no crees quizás, que estás engrandeciendo tu culpa y te auto flagelas tontamente?, ¡yo ya te conozco bien! – sonrió.

Marisol le relató muy detalladamente todo le que le había pasado en los últimos meses, mientras el padre Alejandro la estaba escuchando muy atentamente frunciendo el ceño.

– Es una historia muy ingrata, hija mía – le dijo al callarse un poco – Por una parte, como si no tuvieras la culpa, no querías que a tu antiguo novio le hicieran daño. Hasta tu hermano se negó a vengarle. Sin embargo, pasó lo que pasó. Quizás, el Señor le castigó por otras razones desconocidas para nosotros.

– Por otra parte – continuaba el cura – ya te has dado cuenta de que aquel hombre no había sido predestinado para ti, entonces, intentaste apropiártelo utilizando los celos; esto es un pecado, hija mía. No importa lo que te hubiera prometido y que no lo cumpliera, simplemente Dios lo apartó de ti. No obstante, en tus adentros, tuviste ganas de vengarle ¿no?

Marisol bajó su cabeza.

– Pues bien, Marisol, a veces la envidia y el deseo de vengar hieren antes que la espada; tienes que arrepentirte y pedir perdón, hija mía. Y también, porque intentaste involucrar a otra persona en tu venganza. Según lo que me has contado no me parece un hombre decente. De esta manera, al coquetear con él, abriste una caja de Pandora, esto es muy peligroso, porque no se sabe qué pueda cometer tu pariente. Deben tener cuidado, tanto tú como toda la familia.

Los dos se quedaron callados un rato.

– Otro cura, en mi lugar, te recomendaría que te retirases al convento – continuó el padre Alejandro. – Sin embargo, según te conozco, tú no has sido creada para llevar una vida de monja. Quizás los años de estudios que pasaste en el monasterio de las carmelitas, te fatigaron bastante.

– Pues, que hago, padre? – le preguntó Marisol.

– Tienes que frecuentar el templo, pedir perdón al Señor y arrepentirte por lo que has hecho o pensabas hacer. Dios te perdonará. Respecto al amor, … creo que el amor de tu vida aún no ha aparecido y que lo encontrarás más adelante.

Marisol meneó su cabeza y respiró dolorosamente. Padre Alejandro la miró interrogativamente. La muchacha le contó también, como hacía unos años había conocido a un cantante del coro de la iglesia que debía hacerse cura, y como se había enamorado de él.

– ¡Ahora lo comprendo! – exclamó el padre – Sólo me queda compadecerte, hija mía. Es un gran disgusto enamorarse de un hombre que no pueda casarse, ya que debe servir a Dios. El Señor te ha hecho pasar por una prueba muy grave; intentabas a olvidar a aquel muchacho por medio de otro. Lamentablemente, muchas personas actúan de la misma manera, pero no es justo, hija mía – suspiró el padre – como ves, no ha salido nada bueno de todo esto.

Marisol lo miró penosamente.

– Pues entonces ¿qué hago padre, con todo esto? – volvió a preguntarle – No se puede amar a este hombre ya que está predestinado a Dios; por otra parte, tampoco podía amar a otro hombre ya que había sido predestinado para otra mujer. Entonces ¿quién está predestinado para mí?

– Aún eres joven hija mía, ya encontrarás a tu prometido.

– Y ¿si de repente resultara que, otra vez, aparece otro hombre, no estará predestinado para mí?

– Al prometido no le pasarás de largo – contestó el padre Alejandro, de una forma evasiva.

La muchacha se quedó sorprendida, al oír esta afirmación. ¿Qué podría significar? ¿qué quería decirle el padre Alejandro?

– Padre ¿por qué es así el mundo, que si uno sirve a Dios, no puede amar a nadie, no puede tener una familia? – le escrutaba Marisol. Se acordó de Rodrigo y le dio un vuelco el corazón.

– Tocas un tema muy espinoso, hija mía – le contestó el cura. – El hombre que sirve a Dios, no debe amar sólo a una persona, sino a todos, pero en otro sentido, distinto de lo que comprendes tú.

– Ten cuidado, Marisol – añadió, suspirando. – Conmigo puedes hablar de cualquier cosa, soy cura y estoy vinculado por el arcano de confesión, pero no te olvides que en nuestro país, el poder supremo en realidad no pertenece al rey, ni siquiera a la iglesia católica, sino al Tribunal de la Inquisición que se somete al Papa. Muchas personas inmorales e indecorosas se aprovechan de esto para liberarse, por medio de la Inquisición, de sus adversarios, o para hacer daño a alguien por cualquier motivo.

Cualquier persona que te envidie tendrá ganas de perjudicarte y redactará una denuncia contra ti; eso será suficiente para someterte a torturas y enviarte al fuego. Ten mucho cuidado en lo que digas, hija mía, nunca confíes en personas desconocidas.

Marisol se encogió, al oír estas palabras.

– ¿Acaso todo es tan desesperado? – le preguntó con voz baja.

– Es difícil vivir en nuestro país – suspiró el cura. – Hasta nosotros, los clérigos, sirvientes de Dios, arriesgamos en cualquier momento encontrarnos en las manos de los espías del Papá. Si ahora alguien sorprendiera nuestra conversación, enseguida nos enviarían a los dos a la prisión de torturas a Córdoba.

– Sin embargo el mundo es, no sólo España y el Santo Imperio Romano – continuaba el padre – aunque por supuesto, hay países, donde la vida es mucho más dura que en Europa, como por ejemplo, en el Oriente, en los países musulmanes. Sin embargo hace más de veinte años Cristóbal Colón, buscando una nueva vía hacia la India, descubrió el Nuevo Mundo, un gran continente – América, como lo nombró un viajero italiano.

Estoy informado de que mucha gente ya se marchó allí, o tiene ganas de marcharse, para empezar una vida nueva en un país libre; aunque por supuesto, nuestro poder hará todo lo posible para someter esas tierras, convirtiéndolas en sus colonias.

Marisol estaba escuchando al padre Alejandro con mucha atención. Sabía muy bien lo que le acababa de relatar. En aquella época conversaban por todos lados sobre el viaje de Colón y su descubrimiento del Nuevo Mundo. Y mucha gente ya se había ido allí: algunos por orden del rey, otros buscando aventuras o para salvarse de los espías del Papa.

– Por supuesto, los misioneros de nuestra Iglesia Católica también se dirigieron a América; sin embargo, pienso que no será pronto cuando la mano de la Inquisición alcance esa tierra. Creo que muchas personas podrán empezar allí una vida nueva, libre y feliz.

– Gracias, a usted, padre Alejandro – pronunció Marisol – me ha tranquilizado un poco y me ha aclarado muchas cosas.

– Que te excusen tus pecados, que Dios te bendiga, hija mía – dijo el padre, haciendo la señal de la cruz encima de la cabeza de la muchacha.

Marisol salió del templo, sintiendo un gran alivio. Padre Alejandro sabía consolar, ahora la vida ya no le parecía tan desesperada como antes, el sol brillaba en el cielo azul, cantaban los aves, el aire fresco traía el olor de jardines florecidos, los bosques de eucaliptos y de los campos. La muchacha se sintió como si una luz empezara a brillar delante de ella, y se precipitara a su encuentro.

***

Entre tanto, la vida en la finca pasaba con plena tranquilidad y placidez. Las hermanas disfrutaban de los paseos por su hermoso jardín, recónditas escapadas hacia el río y algunos viajes a Córdoba. Los domingos toda la familia asistía a las misas en la parroquia, y los jueves Marisol solía tener charlas con el padre Alejandro.

A veces los visitaban sus vecinos, hacendados de otras fincas, de esta forma Marisol entabló amistad con Inés Gonzáles, muchacha de una familia muy rica de Valladolid, que venía a su dominio cerca de Córdoba cada verano.

Doña Encarnación también solía ir de visitas con sus hijos a las fincas de los vecinos, sin embargo ninguno de ellos tenía tal jardín con alberca y baños, como la familia Echevería de la Fuente, por eso algunos huéspedes no dejaron de visitarlos. Inés Gonzales venía a la casa de sus nuevas amigas casi cada día. Todos los chicos, acompañados por Doña Encarnación y Don José, con frecuencia salían a la ciudad, divirtiéndose y alegrándose de la vida.

Al parecer, Marisol se olvidó de todos sus pesares, pues ya no tenía tanta preocupación como antes, pero en su rostro apareció una arruga, su cara ya no era tan brillante y en sus ojos, a veces, se distinguía una tristeza.

Así imperceptiblemente pasó otro verano, y llegó el tiempo para volver a Madrid.

Isabel debía continuar sus estudios en el monasterio de las carmelitas.

Doña Encarnación echaba de menos a su hijo Roberto que, debido a su servicio, no había podido tomar tiempo para visitarlos en la finca este verano.

Marisol se daba cuenta que tenía ganas de volver a sus ensayos con el coro de la iglesia.

Antes de su partida, la muchacha se entrevistó de nuevo con el padre Alejandro.

– Me alegro de que hayas vuelto a la vida después de tus pesadumbres, Marisol – le dijo el cura cariñosamente – pareces alegre y tranquila, así que te sugiero, cuando vuelvas a Madrid, que hagas las paces con tu amiga y su hermano, tu antiguo novio; así obtendrás la paz en el alma.

Marisol suspiró.

– No sé si será posible, pero lo intentaré – le contestó con voz baja.

– ¿Qué piensas hacer en Madrid, hija mía? – continuó la conversación el padre.

– Seguiré cantando en el coro de la iglesia, y también ayudar a mi madre a gestionar la casa, luego …, pues no sé, – dijo pensativa.

Se quedaron callados un rato.

– Padre – de improviso dijo Marisol – de todas maneras, no puedo comprender una cosa, ¿acaso Dios dispuso que sus sirvientes, clérigos, no deben casarse y tener familia?, o lo inventaron las gentes?

El cura se quedó turulato; recordó que la muchacha ya le había hecho tal pregunta, pero nunca le había dado una respuesta inteligible.

– Escúchame, hija mía – empezó a contestarle – te diré una cosa. Claro que así nos enseñaron y convencían, pero de verdad, yo mismo no creo que precisamente según la voluntad de Dios, los clérigos deban quedarse solitarios. Conocí a unas personas que habían viajado por diferentes países. Me comentaban que allí los curas se casan, tienen hijos, y al mismo tiempo sirven a nuestro Señor.

– Sin embargo – padre Alejandro acercó su cara a la chica y bajó la voz – todo lo que te acabo de comunicar, debe quedarse entre nosotros dos, no pienses en decírselo a alguien en algún sitio, es mejor que te olvides de estas palabras mías por tu propio bien, hija mía. En nuestra Iglesia Católica es obligado a que sea así; si no estás de acuerdo con algo, eres un hereje y te esperarán todos los círculos del infierno.

Marisol suspiró.

– Lo comprendo, padre – dijo con voz baja – estaré callada, ¡es una pena que no podamos cambiar nada!

– Por el momento, sí – le contesto el cura, desconsolado – quizás un día nuestros descendientes sean más libres y felices.

Marisol se despidió del padre Alejandro y salió de la iglesia; no sabía aún que nunca le volvería a ver, y al día siguiente toda la familia abandonó su finca en Andalucía para partir a Madrid.

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro

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