Читать книгу Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro - Marina Alexandrova - Страница 9

Parte I. España
Capítulo 7

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Entre tanto pasó el invierno, ya empezaron a brotar las hojas en los árboles y aparecieron las primeras flores.

Marisol se daba cuenta de que de nuevo quería irse a su finca de Andalucía, sin embargo estaba esperando a que llegara Enrique; entonces Elena le comunicó a su amiga, que el muchacho cumpliría con sus servicios al rey a finales del mes de Mayo.

Marisol empezó a prepararse para este evento y se probaba nuevos vestidos y adornos pasando muchas horas ante el espejo.

Doña Encarnación se alegraba de que su hija volviera a demostrar un interés hacia la vida.

La chica se puso a soñar con una cita con el hermano de Elena, imaginándose que guapo, galante y elegante estaría el muchacho al volver del servicio militar y como se presentaría ante Doña Encarnación, para pedir su mano, que posteriormente se celebraría una bendición nupcial en una de las grandes iglesias de Madrid y una boda pomposa en su casa, y que luego los cónyuges jóvenes se irían de viaje de boda…

Llegó el mes de Mayo y la chica vivía saboreando lo que más adelante sería un grato acontecimiento, así que de esta manera casi se olvidó de Rodrigo. La imagen de Enrique que la chica dibujaba en sus fantasías, soñando con sus citas, e imaginando en detalle como se realizaría todo, todo esto, era algo que ocupaba totalmente su corazón y su mente.

Pronto llegó la noticia de que un grupo de caballeros acababan de venir a Madrid, tras cumplir el servicio militar. Al saberlo Marisol, se dispuso enseguida a ir a la casa de su amiga para ver a Enrique, pero Doña Encarnación le explicó que sería una conducta inapropiada de su parte, pues tenía que ser, que el mismo muchacho debía venir a la casa de su novia, eso era lo correcto.

Entre tanto, pasó un día y otro, luego una semana, pero nadie apareció en la casa de la familia Echevería de la Fuente para pedir la mano de la chica.

Marisol se consolaba a si misma pensando que Enrique, probablemente, tenía que poner sus asuntos en orden después del servicio, y prepararse para aquel evento tan importante. Sin embargo pasaron otras dos semanas, y nada, ninguna noticia de la casa de Rodríguez. Y Elena también, lo mismo, como si se hubiera olvidado de la existencia de su amiga.

Así que la chica se encontraba preocupada y se sentía muy inquieta, llena de incertidumbre. Vagos presentimientos se colaron en su alma. Ya había cumplido dieciseis años, pero el cumpleaños se celebró de forma muy modesta entre los familiares.

Doña Encarnación volvió a preocuparse por su hija; ya se daba cuenta que el muchacho en realidad era “un calavera”, un joven “de esos” los llamados “alegres de cascos”, esos a quienes les gustaba enamorar a las mujeres, dándoles promesas que no estaban dispuestos a cumplir.

Por no dar él señales de vida, Marisol se puso deprimida y apenas salía de la casa. Y por esta razón, Doña Encarnación poco menos que a la fuerza la hacía pasear al aire libre.

A finales del mes volvió del monasterio Isabel, hermana menor de Marisol, para pasar con la familia las vacaciones de verano, y este evento distrajo un poco a Marisol. Las dos hermanas empezaron a salir juntas en su coche, para pasear por las calles y parques de Madrid.

Una vez, durante el paseo, Marisol, de súbito, vio a Enrique a través de la ventana de su coche. El muchacho estaba sentado en un coche abierto acompañado de una señorita, una muchacha rubia de piel muy blanca. Parecía que el joven estaba totalmente absorto conversando con aquella chica, sin notar a nadie en su entorno. La pareja se reía y bromeaba, incluso besándose de vez en cuando.

Marisol se sintió mal. Al volver a casa relató a su madre todo aquello, y al contarle todo lo que había visto en el encuentro del parque, Doña Encarnación se frunció, se enfadó, y se sintió molesta.

– Yo presentía que este hombre te engañaría, pobre hija mía – le dijo suspirando – si realmente hubiera querido casarse contigo, te habría escrito cartas o te habría dado a saber de él, de alguna otra manera, pero no había hecho nada de eso. Te habías creado una ilusión en la que creíste, Marisol.

Como la joven estaba muy apenada y no podía tranquilizarse de ninguna manera, decidió que al día siguiente iría a visitar la casa de Elena para aclarar todo.

Por la mañana tenía el ensayo del coro en la Catedral.

Se puso uno de sus mejores vestidos y se peinó muy cuidadosamente. Terminado el ensayo, pidió al cochero que la llevara a la casa de la familia Rodríguez. No le había hecho saber nada a su madre de esta visita.

Marisol se acercó en el coche a la entrada de la casa, se bajó y pidió que avisaran a la señorita Rodríguez de su visita, pero el conserje le dijo que Elena no estaba en casa, que había salido muy temprano con unas amigas a algún sitio.

Quería preguntarle al conserje, si estaba el joven señor Rodríguez, pero en aquel momento, éste de súbito apareció delante de la chica, saliendo detrás de la puerta. Se veía que tenía prisa.

Enrique se quedó desconcertado al verla; era evidente que no esperaba este encuentro.

– Hola Enrique! – le saludó la chica con una alegría fingida – he venido para visitar a tu hermana ¡pero me alegra de mucho verte!

– Hola Marisol – le contestó el muchacho, evitando mirar su ojos – también me alegro de nuestro encuentro.

Marisol le observaba con una mirada interrogadora, pero era obvio que Enrique no estaba dispuesto a continuar la conversación.

– Perdóneme, tengo mucha prisa – farfulló – no tengo tiempo – y con estas palabras se montó de un salto en su caballo que le estaba esperando cerca de la entrada, y desapareció de la vista tras doblar la esquina.

Marisol se sintió como si le hubieran dado una bofetada; callada, se subió al coche y volvió a casa.

Al verla llegar, Doña Encarnación se alarmó por notar como estaba, en tal estado de ánimo.

– Mamá, acabo de ver a Enrique – le dijo la chica a su madre en voz baja, pero no se puso alegre por verme, ni siquiera tuvo ganas de hablar conmigo y apenas si me saludó.

Doña Encarnación suspiró dolorosamente.

– Bueno, quizás así sea mejor, hija mía, ya ves que no tiene ningún sentimiento hacia ti. Te has liberado de tus ilusiones. Enrique es un joven calavera. Ten en cuenta, que su familia no es rica, así que quizá sólo por eso él tuviera un interés hacia ti, o tal vez le hizo perder la cabeza una señorita liviana. Intentaré saber algo de ella, conocer algo, lo que sea, ya veré. Su hermana es igual, le gusta estar en el centro de atención de todos y enamorar a los demás de ella.

Doña Encarnación se quedó callada un rato.

– Lo que sientes, es penoso y doloroso, pero se te pasará, mi hijita – dijo cariñosamente a la chica – ahora te das cuenta quien es realmente Enrique Rodríguez Guanatosig. No es tu pareja, olvídate, ni siquiera vale lo que vale tu meñique, aún eres joven, estoy segura que ya encontrarás a un buen hombre de quien te enamorarás, con quien te casarás y tendrás una buena familia.

Marisol entonces se acordó, de que ya había oído de su madre estas palabras hace dos años, cuando estaba enamorada del cantante del coro de iglesia. Se puso a sollozar, y Doña Encarnación la abrazó intentando consolarla.

– Mamá ¿me permites que me vaya a Andalucía, a nuestra finca? – le preguntó la chica, al cesar de llorar – allí me sentiré mejor.

– Claro que sí, mi hijita – le contestó la madre – pero quiero recordarte que pronto se celebrará un baile en la casa de nuestro alcalde que se organiza por motivo de la boda de su hija. Las mejores familias de Madrid han sido invitadas, así pues, tenemos que asistir. Quizás, en este baile encuentres a un hombre decente de quien te enamores.

– Está bien, mamá – le dijo Marisol con voz baja. – pero luego me iré inmediatamente ¿vale?

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro

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