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Parte I. España
Capítulo 3

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El domingo en la finca de la familia de la Fuente estaban esperando a los huéspedes. Doña Maria Isabel daba indicaciones a la cocinera respecto a los platos que tenía que preparar. Se suponía que el hermano de Elena no llegaría solo, sino que llevaría consigo a un amigo para presentárselo a su hermana.

Marisol se puso un vestido azul claro que le sentaba muy bien a su esbelta figura, y que matizaba su piel blanca y suave. El vestuario de Elena era de color beige claro. La chica era más fuerte y gruesa que Marisol, pero tenía una figura muy elegante y los contornos de su cimbreño cuerpo hacían suspirar a muchos caballeros jóvenes.

Marisol se encontraba muy agitada, pues era la primera vez en su vida que tenía por delante una cita con un muchacho que le había prestado atención, y pensaba que quizá a ella le cayera bien al volverlo a ver.

Los visitantes llegaron justo a la hora de la comida. Enrique en efecto trajo consigo a un amigo, se llamaba Ramón del Castillo y era hijo de uno de los terratenientes más ricos del país. El muchacho era alto y flaco, de pelo denso de color negro y de facciones agudas. Los dos muchachos tenían dieciseis años. Enrique y su amigo vinieron sin armadura de caballero, vestidos con chupas elegantes.

Al tenerlo cerca Marisol pudo observar mejor al hermano de Elena. Era bastante atractivo, tenía la cara morena, cubierta por el bronceado del sur y el muchacho era muy esbelto, de muy buena estatura, igual que su hermana.

Los jóvenes caballeros saludaron muy amablemente a Doña Maria Isabel y le hicieron regalos, dulces de Levante, preparados por los mejores pasteleros de Córdoba.

Enrique presentó a los dueños de la finca a su amigo, abrazó a su hermana, después hizo una reverencia a Marisol; la chica le contestó de la misma manera, bajó la mirada, y desde aquel momento el muchacho ya no apartaba la vista de ella.

El amigo de Enrique era un charlatán muy alegre, que bromeaba sin parar dando cumplidos a las damas. Elena apenas le prestó atención, pero por educación demostraba su amabilidad hacia él, según lo requerían las reglas de etiqueta.

La mesa para la comida fue hecha en el patio. Sirvieron cerdo al horno, platos de judías pintas, exquisitas empanadas que la cocinera de la finca sabía preparar como nadie, así que todos disfrutaron de su guiso. Había también frutas secas traídas desde las colonias, vino y dulces.

Doña María Isabel se puso a preguntar a los muchachos sobre su servicio militar, y estos con mucho gusto le relataron varias historias divertidas de su vida.

Al terminar la comida, la abuela continuó charlando con Ramón y Elena, y mientras Enrique se acercó hacia Marisol, se alejaron de los demás al fondo del patio y se sentaron en un banco bajo el granado.

– Usted es muy guapa, Marisol, – dijo Enrique, cogiendo la mano de la chica y besando sus dedos. – Usted me cae bien, noto que es algo diferente y me parece especial.

Marisol advirtió que la abuela, de vez en cuando, les echaba una mirada y apartó su mano de sus dedos.

– ¿Me permite usted visitarla a veces? – la preguntó el muchacho.

– Está bien, me alegraré de verle, y creo que mi abuela también.

– ¿Tiene usted novio? – le preguntó Enrique de súbito.

Entonces Marisol se quedó confundida, y le explicó que Elena y ella acababan de salir del monasterio donde habían estado encerradas durante unos años estudiando diferentes asignaturas, que acababan de llegar a la finca, y que aún no tuvieron tiempo para conocer a alguien más.

– ¿Entonces puedo ser yo su novio? – volvió a preguntarle el muchacho, de nuevo cogiéndola de la mano y mirando sus ojos.

Marisol se sintió incómoda, pues no esperaba oír estas palabras tan pronto, y además sentía que era muy joven, casi una niña.

Al ver su confusión, el muchacho le comentó:

– Me faltan dos años más para completar mi servicio a nuestro Rey, en cuanto lo acabe, me acercaré a Madrid, a su casa, para pedir su mano.

– De acuerdo, – le dijo Marisol muy bajito, pues aún no sabía si le gustaba o no en tal avatar. Le caía bien el muchacho ¡pero durante este tiempo podrían pasar muchas cosas!

Continuaron sentados en el banco un poco más. Marisol estuvo hablando a Enrique sobre sus estudios en el monasterio, sobre la severa disciplina que reinaba allí, y le relató cómo los alumnos de vez en cuando intentaban violarla, para conseguir sentir que tenían un poco de libertad.

Se reían. Y también Marisol le comunicó al muchacho que quería cantar en un coro de iglesia.

– Me parece bien, – dijo Enrique, – usted no estará así aburrida mientras yo esté cumpliendo el servicio a nuestro Rey.

El tiempo pasó casi sin notarse. El sol ya se encontraba inclinado al atardecer. Ramón entre tanto, hacía señas a su amigo de que ya era tiempo de volver.

– Ya es tarde, tenemos que irnos, – le dijo Enrique a la chica levantándose del banco.

Todos salieron de la casa. Los muchachos se despidieron de las dueñas de la finca agradeciendo su hospitalidad, y montaron sus caballos que ya habían sido preparados por los sirvientes por orden de Doña María Isabel. Y así, al poco rato, Marisol y Elena vieron a los jinetes desaparecer a lo lejos, mientras observaban el horizonte.

– Cuéntame amiga, ¿de qué has estado hablando tanto rato con mi hermano? – preguntó Elena, mientras las chicas se iban dirigiendo hacia la habitación de Marisol.

– De todo en el mundo, ha sido interesante conversar con él.

– Pero, ¿te cae bien Enrique?

– Sí, me gusta, pero sería necesario que le conociera mejor, – le contestó la chica de una forma evasiva. Me propuso ser mi novio y me prometió que iba a pedir mi mano cuando termine su servicio.

– ¡Vaya! – exclamó Elena. – ¡parece que ha puesto los ojos en ti en serio! ¡Ay, Quique, Quique! ¡Qué curioso! Ya ves, amiga, ¡quizás nos enlacemos contigo! Y nosotros, no sabes, ¡cuánto nos reímos hablando con Ramón! – dijo, cambiando de tema. – Es muy divertido, sin embargo no es un hombre con quien me casaría.

Después la abuela María Isabel llamó a Marisol para preguntarle por su charla con Enrique, y la chica a rasgos generales le rindió cuentas de su conversación, pero no contó sobre la intención del muchacho de ser su novio.

Y además Doña María Isabel no dejó de recordar a su nieta como debe portarse con los muchachos.

– ¡Estos caballeros de Su Majestad son tan pícaros! Son muy frívolos; ¡tantas señoritas se enamoran de ellos!.. debes portarte con dignidad, María Soledad, le decía, no confíes en sus primeras palabras, y así después no te decepcionarás; al hombre no se le reconoce por sus palabras, sino por sus hechos.

Despuès de la conversación con su abuela, Marisol se alejó al jardín colocándose bajo los eucaliptos, para estar un rato a solas consigo misma y poner en orden sus pensamientos.

La chica pensó que el muchacho aún no le había reconocido su amor; tampoco la había preguntado si le quería a él, y sin embargo ya la había propuesto ser su novio, y no sabía como debe suceder todo entre los enamorados. Pero a pesar de todo, le parecía que si tendría otras citas con él, ya se vería, todo se determinaría con el tiempo.

Entre tanto anocheció y la chica volvió a casa; al entrar a la habitación de su amiga, vio a Elena durmiendo profundamente.

“Quizás Ramón la haya fatigado con sus bromas”, pensó Marisol, y sonrió. Salió al baño, lavó sus manos y la cara, y al volver a su dormitorio, se echó a la cama de plumón blando y almohadas altas, y enseguida también se quedó dormida.

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro

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