Читать книгу Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro - Marina Alexandrova - Страница 3

Parte I. España
Capítulo 1

Оглавление

España, Madrid, año 1513

En la casa grande de Doña Encarnación de la Fuente reinaba un alboroto. Todos los sirvientes se dedicaban a la limpieza y preparaban un agasajo. Aquel día todos estaban esperando la llegada de María Soledad, hija mayor de Doña Encarnación, que acababa de terminar sus estudios en el monasterio de carmelitas, en la ciudad de León.

El esposo de Doña Encarnación, Juan Manuel Echevería Méndez, había fallecido hacía unos años, despuès de una enfermedad grave, dejando a la viuda con cuatro hijos. Su hijo mayor, Juan Roberto – todos le llamaban simplemente “Roberto” – ya había cumplido veinte años. El muchaho estaba en el servicio en la corte real.

María Soledad era la segunda hija de los esposos. Ella había ingresado en el monasterio a los nueve años, y en aquel momento ya tenia catorce. Su hermana menor que se llamaba Isabel, estaba estudiando en el mismo monasterio, y el hijo menor, Jorge Miguel, aún tenía siete años.

Doña Encarnación amaba a su esposo y por eso sufría mucho tras su fallecimiento. Su familia era considerada una muy unida y buena familia, y la mujer ni siquiera pensaba en volver a casarse, optó por quedarse fiel a su difunto esposo, dedicándose a la educación de sus hijos.

El esposo de doña Encarnación no era un hombre rico, pero sus padres habían dado el consentimiento para su matrimonio, al conocer que este procedía de un abolengo antiguo y noble, y percatarse además de que quería mucho a su novia. Después del enlace, los esposos habían vivido en amor y compañía durante muchos años.

Doña Encarnación heredó de su padres un gran legado. Su madre aún estaba viva y de vez en cuando visitaba a su hija y sus nietos.

Doña Encarnación se encontraba muy agitada mientras se preparaba para recibir a su hija. Antes de este día la visitó varias veces en el monasterio, y por fin María Soledad estaba a punto de volver a la casa de sus padres. Ya era tiempo para buscarle un novio decente, pero la madre de la chica aún no quería apurarse con eso.

Doña Encarnación se puso su vestido preferido beige de seda. Era una mujer bastante corpulenta, llena de carne y algo mandona por su carácter. Su difunto esposo, contrariamente, siempre había sido un hombre delgado y de muy poco genio.

Roberto, el hijo mayor de los esposos, tenía el carácter de su madre. María Soledad, en apariencia, estaba muy padecida a su padre, pero tenía un carácter distinto y muy especial.

Pronto se dejó oír el ruido de los cascos de caballos, y la dueña de la casa vio un coche que estaba acercándose a la entrada. Hacía unos días había mandado a su hijo mayor, caballero de Su Majestad, al cochero y a una sirvienta a León, a por su hija, y por fin todos volvían con María Soledad. El camino por donde habían ido, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey – a diferencia de otros por donde campaban por sus respetos bandoleros e hidalgos mendigos – por eso Doña Encarnación estaba tranquila.

– Ya han llegado, están aquí! – gritó la criada, acercándose corriendo a la puerta. Doña Encarnación, acompañada por su hijo menor, salió a la calle. Desde el coche se bajaron sus hijos: Roberto con María Soledad, con aspecto de chica muy frágil, vestida aún con la ropa del monasterio, morena, de pelo suave, piel de una blancura deslumbrante y grandes ojos pardos. Su hermano era un hombre de estatura media, muy fuerte, moreno, de pelo denso y bastante simpático.

– Hola mi querida madre, hermanito, ¡no saben cuánto les echaba de menos a todos! – exclamó la chica, y enseguida se encontró en los brazos fuertes de Doña Encarnación que hasta se echó a llorar de alegría.

– Hola, Marisol, mi hijita querida, ¡que bien que hayas vuelto, ahora ya siempre vivirás con nosotros! – dijo, besando a la chica. Marisol abrazó a su madre y hermano menor.

Después todos entraron en la casa muy alegres, cruzándose palabras y hablando sin parar. Y los rodearon los sirvientes que también estaban muy felices por la llegada de la señorita.

– Luisa, lleva el equipaje de Marisol a su habitación y prepárale la bañera, pues tiene que lavarse despuès del camino, – mandó Doña Encarnación a la criada.

– La bañera ya ha sido preparada, – contestó esta cogiendo las cosas de Marisol.

Doña Encarnación acompañó a su hija hasta su habitación.

– Cámbiate de ropa y lávate, mi niña, – le dijo cariñosamente, – descansa un poco, te estamos esperando en el comedor.

Al cabo de una media hora, Marisol, después de tomar el baño y cambiarse de ropa, poniéndose un vestido azul que le iba mucho, fue al comedor oscuro donde ya había comenzado la comida. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco, y sobre ella se encontraban platos tradicionales madrileños: asado de cordero, pollo al horno, cocido, pescado, hortalizas, pan y el vino joven. Para la comida habían sido invitadas la abuela de Marisol, Doña María Isabel, y sus tías maternas.

– Bueno, Marisol, cuéntanos tu vida en el monasterio – le solicitaban los huéspedes a la chica, disfrutando de la comida.

Pero la chica no tenía mucho que contar. Una disciplina severa, madrugones, oraciones, clases, tareas de casa, exámenes, comida escasa, monjas duras que la habían castigado por cualquier desliz. Así que la señorita sentía un gran alivio al saber que todo esto había terminado, y por fin podía disfrutar de una vida libre en la casa de su madre.

Sin embargo comentó que tenía ganas de cantar en un coro de iglesia. Era amante de la música, sabía tocar el laúd y ya había cantado en el coro del monasterio durante su tiempo de estudios.

Doña Encarnación consintió. Estaba muy alegre y se sentía orgullosa por su hija. Marisol había finalizado con éxito sus estudios y había sido una estudiante muy dócil y aplicada.

Su madre les quería dar una buena educación y enseñanza a todos sus hijos, y en aquel momento estaba muy feliz por los éxitos de sus hijos mayores, Roberto, caballero de Su Majestad, y Marisol, su hija preferida.

Sabor al amor prohibido. Crónicas del siglo de Oro

Подняться наверх