Читать книгу LS6 - Mario Crespo - Страница 10

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Entro en la oficina de empleo y me siento en uno de los pocos sitios libres de la sala de espera. Al lado de una anciana de pelo gris. Parece inquieta, nerviosa. Sé que de un momento a otro encontrará cualquier comentario banal o cualquier pregunta que inicie una conversación. Tamborilea con sus dedos uno de sus muslos mientras me mira de hito en hito. Se nota que le apetece hablar; tiene pinta de estar sola. Yo prefiero continuar en este estado de aislamiento hasta que me toque el turno.

—¿Usted sabe lo que es el sistema Speenhamland, joven? —me dice.

—No.

—Es difícil de pronunciar ¿verdad?

—Sí, bastante.

—Es un subsidio creado en 1795 para las personas que, aun trabajando, no llegan a un salario mínimo para poder vivir.

—Yo ni si quiera trabajo, señora.

—¿Sabe?, joven, el sistema Speenhamland, es el truco de este país. Si dan estas ayudas es porque les interesa que haya gente que las cobre, o sea, que haya muchos salarios bajos.

No sé cuánto tiempo podré soportar a la vieja, me está poniendo nervioso con sus ganas de arreglar el mundo. Me encanta la economía, leo periódicos color sepia y sueño con tener mi propio negocio, pero hoy no tengo ganas de hablar con desconocidos. El cartel luminoso indica por fin mi número. He tenido suerte, la última vez tuve que esperar más de media hora. Al llegar a la puerta coincido con una mulata que, con muy malos modos, me dice que es su turno. Chándal rosa, aros de oro macizo y zapatillas de muelles, a juego con la gorra, la delatan: se trata de una scally, una chav. Una choni, traducido al argot español.

—¿Todo bien, cariño? —dice un pelirrojo de casi dos metros que tiene un niño en brazos.

—Este idiota dice que tiene el mismo número que yo.

El pelirrojo deja al niño en la silla y alcanza nuestra altura con dos zancadas de metro y medio. Me pide por favor que le enseñe el número. 66, le digo mostrándoselo. La scally también tiene el 66. Me lo enseña mientras mira de reojo a su hijo. Noto un golpe en el cuello, se me nubla la vista y me veo obligado a agacharme. La mano del pelirrojo es enorme, la veo amenazante a centímetros de mi cara. Después me da otra colleja y me dice que aún me queda un rato. Tira el papel al suelo con desprecio y este cae en la posición adecuada. Es el 99.

Hay cinco puertas para treinta y tres números. Veinte minutos de espera. El único asiento vacío está al lado de la anciana, así que decido salir a fumar un cigarro. En la calle me encuentro con Jesús, un asturiano con quien trabajé en el restaurante. Vendía botes de spray a los raperos y se sacaba un dinerillo. Ahora solo se dedica a los negocios ilícitos. Me dice que si estoy desempleado puedo dejar mi habitación e irme a vivir con él a una casa ocupa. En Inglaterra la ocupación está permitida. Me ofrece un cigarro y me comenta que le llame más tarde, así podrá enseñarme el chambre. Fumamos en silencio y medito sobre el tema hasta que al cigarro no le queda más que el filtro. Finalmente resuelvo que no es una buena época para pagar los impuestos de un alojamiento legal. De modo que le pido a Jesús que no se vaya y llamo a mi casera para comunicarle que voy a dejar la habitación. Dice que tengo una semana para recoger mis cosas y recuperar la fianza. Es una persona que me genera sentimientos encontrados: la admiro y la detesto al mismo tiempo. Siempre me han gustado las maduritas, pero esta es demasiado guapa para mi nivel. Va mucho a España y conoce bien nuestra cultura. A esta hay que trabajársela. Por eso me gusta. Por eso me ignora.

Jesús está de acuerdo en recibirme en la casa ocupa dentro de una hora. Nos despedimos con un choque de palmas.

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