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¿Cuál es el objetivo de una mujer de setenta años que está sola en el mundo? Esa era la pregunta comodín de Julianne Redgrave en su espacio cero.

Julianne llamaba espacio cero a los momentos pasivos en los que la mente comienza a pensar de manera autónoma. Situaciones en las que no apetece leer, ni ver la tele, ni pasear. Instantes tan sinceros como incómodos.

El ser humano define su camino en función de la libertad que es capaz alcanzar. Julianne había alcanzado muy poca en sus siete decenios de vida. La frustración se oponía a la libertad, a las variaciones de ruta, a la improvisación. La cobardía es la semilla que hace germinar los complejos. Resignarse no es una buena opción cuando no se asume la derrota. A Julianne le enseñaron lo que era una vida modelo. La mujer, como demiurgo, necesita mimos y cuidados, necesita sentirse protegida, necesita la seguridad de un hombre a cambio de unas dosis de satisfacción carnal y emocional. Eso es lo que le contaron. Y durante un tiempo se lo creyó. Perder la virginidad, tener un estatus, ver crecer a sus hijos. Eran otros tiempos. Julianne no podía recordar si fue feliz, pero sí sabía que el recuerdo de aquella época era la única felicidad a la que podía agarrarse. Luego llegó la vida, la de verdad, la que aparece un día y te espeta: hola, yo soy la vida y ya veré cómo te trato, pero sea como fuere tendrás que aguantarme. Y entonces se dio cuenta de la verdadera realidad, de que ya no podía volver atrás en un DeLorean, de que hay un momento preciso para hacer ciertas cosas, de que no se había adaptado a un tiempo que se estaba agotando. Y temblaba, y pensaba que no le importaría estar con su marido, otra vez.

Año 1983. Gran Bretaña está envuelta en una guerra con Argentina. Las Malvinas para unos, las Falklands para otros y las Fucklands para los más críticos. La Thatcher, la reconversión, las grandes huelgas, los disturbios, la emigración, el paro. Inglaterra vivía una de las épocas más turbulentas de su historia en medio de un proceso de metamorfosis cuyas consecuencias a largo plazo eran aún desconocidas. Julianne fue una de las primeras personas en conocerlas, y en sufrirlas. Su marido, un sargento del ejército británico, fue uno de los caídos en combate. El mayor de sus hijos, que tenía por entonces catorce años, se había rebelado contra la ley marcial de su padre convirtiéndose en un yob; un gamberro quinceañero dispuesto a enfrentarse al mundo. El pequeño, que tenía diez, apuntaba los primeros síntomas de una especie de autismo. Julianne estaba acostumbrada a gestionar los problemas de su casa, pero no sabía tomar decisiones. La situación le desbordó y cuatro años después de la muerte de su marido, sus hijos se fueron a vivir a Londres. El mayor para trabajar y el pequeño para estudiar. Nunca más volvieron a residir en Leeds.

La primavera llegó sin luz, pero Julianne se levantó con fuerza. Había descansado bien. Por la noche estuvo en su espacio cero, a solas con la reflexión. Y se durmió tranquila. No pensaba en sí misma, sino en toda la sociedad, en el sistema. Cuando uno llega a cierta edad, cuando se viene de vuelta, muchas cosas se dan por asumidas. Miras atrás y rememoras cómo afrontabas antes esos mismos problemas. Y te ríes. Te ríes de ti mismo, de la vida, de lo fugaz que es todo en el tiempo perdido. Las canas no han de ser una carga, se pueden asumir con dignidad, con estilo, con la misma coquetería que hace treinta años. Pero la degeneración no es tan fácil de aceptar. Julianne tenía cita en la peluquería a primera hora de la mañana. Una chica de ascendencia caboverdiana, Marisa, le cardaba el pelo como si fuera una estrella de Hollywood. Se sentía digna, segura, llena de autoestima. No sabía cuál era su objetivo en lo que le restaba de vida, pero sí sabía que quería vivirla, que no estaba dispuesta a perder más tiempo.

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