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Cobijado en la maleza oigo las primeras sirenas. Está atardeciendo y nadie puede verme desde el exterior. De Nino ni rastro. Seguramente esté más acostumbrado que yo a estos asuntos turbios. Nunca he sido un angelito, pero la omisión de socorro taladra mi conciencia. No sé qué hacer. Tengo la mente bloqueada y el cuerpo dolorido. Me siento en el suelo. Al tocarme la nariz recupero la sensación de dolor que el miedo había anulado. La sangre corre por mis manos y me asusto. Reaccionar no es la solución. Necesito pensar.

—¿Está bien, joven?

Levanto la vista y veo la silueta de un hombrecillo calvo y cheposo.

—¿Está usted bien, joven?

—Sí, no se preocupe. Me he caído.

—¿Trabaja usted aquí?

—Oh, no, verá... soy comercial. Vine a vender un producto y me confundí de salida.

El hombre gana un par de pasos y se pone en cuclillas, a escasos dos metros de mí.

—Está usted sangrando, joven. Acompáñeme a la enfermería. Allí le curarán.

Acudir a un hospital podría delatarme, así que accedo a acompañar al viejo. Se muestra cortés, me ayuda a levantarme y me conduce por un camino flanqueado por pequeños cipreses. La estampa es tétrica, pero la presencia del anciano me inspira confianza.

—Así que comercial, ¿eh? Se está poniendo duro esto del trabajo. El neoliberalismo solo sirve para las épocas de bonanza. ¿Ahora qué? ¿Por qué no despedimos a todos los maestros y a los médicos?

—Son imprescindibles —acerté a decir nasalmente.

—No, joven, lo único imprescindible es el dinero. Si no hay dinero, porque este no se genera al ritmo que se gasta, no hay sueldos para todos los médicos, ¿no lo ve usted así?

—Sigue habiendo demanda —dije para aparentar naturalidad en la conversación.

—Pero no es comercial. Un paciente no compra un producto, busca sobrevivir. Por eso no tiene sentido decir que el Estado es un problema. ¿Entiende joven?

Las luces naranjas de los faroles pergeñan la forma al edificio de tres plantas. El viejo está empezando recordarme a la señora de esta mañana. Pero hablar con él sí puede reportarme beneficios. Me pide que me limpie los zapatos en el felpudo. Tiene razón; el barro de mis pies borra la w y la e de welcome.

Hola, John, dice una voz proveniente de una esquina. Una enfermera, sentada tras el mostrador, nos dedica una sonrisa. Hola, Linda, responde el anciano mientras se para. Yo sigo caminando en línea recta para evitar el escrutinio. Pero John me delata. He encontrado a este vendedor en el parque, se ha caído y está sangrando por la nariz, le dice a la enfermera. Pues pasad, Lilly aún está dentro.

Una luz blanca modela la silueta de Lilly, la doctora. Mis ojos hinchados han reducido su visión al formato cinemascope, suficiente para ver el giro de su cuello al oírnos entrar. La escena me recuerda una estampa de Kim Novak en Vértigo. No tengo claro si su cara está iluminada o es en sí misma un foco de luz. Una leve sonrisa y un gesto vacilón anteceden a la pregunta: ¿Qué ocurre, John? Este le explica lo mismo que a Linda y se dispone a abandonar la sala. Un placer, me dice.

—Así que vendedor, ¿eh?

—Sí —digo carraspeando.

—¿Y qué es lo que vende, cuchillos?

—No, ja, ja, vendo... mobiliario de oficina.

—Ya... No me consta que haya venido un vendedor en el día de hoy.

—Bueno... estuve en Administración.

—No es muy común que un vendedor tenga esos cortes en los dedos.

—Ja, ja, un accidente doméstico. Mi mujer tiene un hombro mal y no puede cortar jamón.

—Entonces es usted español, ¿no? Dudaba si era español o italiano.

—Sí, je, je, me gusta cortar jamón.

—Dicen que es un arte. Mi padre organiza eventos V.I.P. A veces contrata cortadores de jamón profesionales que vienen desde España.

—¿Cómo? ¿Desde España?

—Sí, por aquí no abundan —dice haciéndose la graciosa.

—¡No!, ¡no puede ser!

—Bueno, si no quiere creerme...

—Oiga, Lilly... se llama Lilly, ¿verdad?

—Doctora Lilly.

—Pues bien, doctora, escúcheme atentamente, esto es muy importante para mí: yo puedo cortar jamón como un profesional. ¡Qué coño! ¡Yo soy un profesional! Dígale a su padre que me contrate cada vez que necesite un cortador de jamón profesional. Quiero cambiar de trabajo. Me aburre esto de vender sillas... ¿Lo hará?

—Parece usted un poco raro. Es un tipo misterioso y no sé qué hace aquí con la nariz rota, pero su entusiasmo me inspira confianza. Parece saber más de jamón que de sillas de oficina.

—¿Lo hará?

—Está bien, déjeme su número y su nombre, señor...

—Álvarez, Francisco José Álvarez.

—Muy bien, señor Álvarez, eche la cabeza para atrás.

Ha atardecido por completo y parece que las sirenas han desaparecido junto con la luz. Todo está oscuro. Todo está en silencio. De Nino ni rastro. Mi campo de visión se ha reducido aún más. Noto la pesadez de mis párpados, la hinchazón de los pómulos, dos pelotas de tenis bajo los ojos. Lilly me ha vendado la nariz y tengo que respirar por la boca. Una minucia, un precio económico a cambio de la importancia de su ofrecimiento. He tenido un día horrible, lleno de acontecimientos negativos, de duras emociones. Uno de esos días que sirven para pararse, reflexionar, convocar elecciones y arreglar los problemas. Pero el día me ha ofrecido también una contraprestación, un ticket-regalo, la oportunidad de mi vida.

Antes de alcanzar la calle y dirigirme a la que aún es mi casa, hago una parada en los arbustos donde he escondido el bolso de la señora del Escarabajo. Cojo todo aquello que considero útil: ochenta libras, un paquete de Richmond y dos entradas para el teatro, y me largo.

¿Y si invito a mi casera al teatro? Además de que le encanta el arte dramático, las entradas son para un palco V.I.P. Y ese esnobismo de clase media española le gusta incluso más que el teatro.

No queda mucho para que empiece la función. La llamaré por teléfono. Aunque, pensándolo bien, es una idea inútil, a estas horas ya estará cenando con alguno de sus novios.

Me deshago de una de las entradas y abandono el recinto.

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