Читать книгу LS6 - Mario Crespo - Страница 12
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Salgo a toda velocidad de la antigua residencia de estudiantes y pongo rumbo a la que todavía es mi casa. Me siento como un chiquillo que ha sufrido su primera novatada. Me siento imbécil, débil, vulnerable. No. No me apetece lo más mínimo acostarme con un tío. Y menos con él.
Camino en zigzag por la trasera de las colmenas de ladrillo naranja del barrio pakistaní y alcanzo el Headingley Stadium, uno de los recintos más célebres de Inglaterra. Un estadio doble donde trabajé de camarero. El edificio me da aire. Los deportes me dan buen rollo, me devuelven a la realidad, a lo estructurado de las clasificaciones, a los datos numéricos. En la casa ocupa me sentí asfixiado y ahora, empequeñecido ante la magnitud del graderío, me encuentro a gusto mientras camino.
Recién llegado a casa me dirijo a la nevera. Está vacía. Decido no comer y, aunque no tengo claro si mudarme a la casa ocupa, me pongo a hacer las maletas. Una duda sobre mi orientación sexual asola mi cabeza. Son imágenes veloces. Dos segundos llenos de fotos. Cuarenta y ocho fotogramas que se evaporan con la misma rapidez con la que entraron en mi mente. Dejo las maletas, me desplazo a la calle paralela y entro sin llamar en la oficina de mi casera. Nada más verla, embutida en esa falda, sufro una erección y esbozo una sonrisa. La sonrisa es la alegría de saber que aún me sobra testosterona. Está tremenda. Falda corta y botas altas. Se gira y no logro mirarla a los ojos. Su escote busca una respuesta. En ese momento sé que no me iré a vivir a la casa ocupa, que prefiero soplar nucas antes que morder almohadas, que estoy enamorado de esa británica con sangre española que me ha regalado un motivo por el que luchar. Desconozco si es un sentimiento real o una ilusión provocada por mis bajas defensas emocionales, pero se trata, en cualquier caso, de un objetivo más fácil que el de conseguir trabajo como cortador.
—Al final he decidido quedarme, Lisa.
—Aquí la que decide soy yo. Reitero lo que dije antes: tienes una semana para largarte.
Ahora sí que estoy seguro de que nunca me la tiraré. Tengo una semana para arreglar los desperfectos de mi habitación y recuperar la fianza íntegra. Una semana para encontrar un trabajito que me permita pagar las primeras mensualidades de un nuevo alojamiento legal. Una semana para vender algunos artículos a bajo coste, para empezar de nuevo, para cortar algo más que jamón. Pensar en todo esto me produce ansiedad, estrés, desazón. Lo mejor es tomarse el día de relax. Nino es la solución.
Conduce un Ford Focus rojo tuneado y es de aspecto hindú, pero su acento denota que ha nacido en Gran Bretaña. Es un indio de tercera generación que trafica con hierba, éxtasis y cocaína. Yo solo necesito un poco de hierba. Preferiría hachís, pero aquí es difícil encontrarlo. Tal vez por mi condición de español, por tener fácil acceso al costo, no me he acostumbrado aún a los globazos que provoca esta mierda de hierba transgénica adulterada con potenciadores de THC; es demasiado fuerte. Pero aún retumban en mis oídos las collejas del hooligan pelirrojo, la humillación de la mulata con pendientes de oro, la sensación de encierro que tuve en la casa ocupa y la expulsión de mi habitación. Estoy hundido. Me apetece fumar. Y necesito a Nino.
Me dice que tardará un par de horas. ¡Maldita sea! Me tumbo en el sofá, pongo la tele, comienzo a ver una película titulada This is England y me quedo dormido. En Inglaterra no es costumbre dormir siesta, pero la astenia primaveral se nota como en ninguna otra parte.
La llamada de Nino me despierta. Tardo unos segundos en orientarme y descuelgo. Me informa de que estará en el lugar de siempre en unos minutos. Llevo mucho rato dormido.
Nino llega a la puerta del estadio a las 17:58. Dos minutos antes de lo acordado. Ya digo que nació en Gran Bretaña. Monto en el coche y le doy las veinte libras pertinentes. La bolsa con la mercancía está bajo el freno de mano, como de costumbre. Yo mismo tengo que cogerla con disimulo mientras esperamos en el semáforo. El modus operandi es siempre igual. Una vuelta a la manzana y retorno al punto de salida. Pocas palabras entre nosotros, la mayor parte de las veces intercambiamos opiniones sobre la potencia del material o sobre futuras compras de estupefacientes.
El semáforo se pone en ámbar y luego en verde. Las señales de tráfico sajonas son más versátiles; también anticipan el verde. Noto el acelerón en cuestión de centésimas. El asiento Recaro absorbe mi cuerpo anulando su masa. Óxido nitroso. Cuando los demás conductores desembragan, el Focus rojo ya ha avanzado cien metros. Primera-segunda-tercera. La explosión de gasolina y aire se ha trasladado de los cilindros a mi cabeza. Volamos por Headingley Street bajo un ruido ensordecedor. Por alguna razón, Nino se comporta de manera extraña. Está rabioso, tenso, agresivo. Nunca lo había visto conducir de forma tan violenta. Cinco-mil-seiscientas-revoluciones-por-minuto-en-tercera. Tuerce a la derecha. Las ruedas chirrían. El coche se desliza y trompea, pero Nino consigue equilibrar la fuerza g y rectificar la trayectoria. Estoy tan acojonado que casi me meo encima. Aunque, por otro lado, siento que estoy vivo, que he salido de mi aburrimiento endémico, de mi monotonía. Estoy disfrutando la experiencia. Estoy gozando tanto que por un momento pienso: ¿y por qué no? ¿Por qué no morir?
La señora que maniobra marcha atrás debe de estar pensando lo mismo. Si Nino fuese a una velocidad moderada el frenazo debería ser suficiente. Pero Nino va de rally...
Veo el cuerpo volando. Es mi último recuerdo. Atraviesa el cristal como una bola lanzada por un cañón. Cuando comenzó aquel movimiento fatal no llevaba el cinturón puesto. El impacto es espectacular. No ha habido tiempo de reacción, salimos demasiado rápido de la curva. El Focus rojo está literalmente insertado en el Escarabajo amarillo. El morro metido en el asiento trasero. Una enculada en toda regla. Supongo que perdí el conocimiento unos segundos. Despierto y noto que alguien me intenta sacar del coche. Don’t move him!, se oye al fondo. Estoy sangrando por la nariz. Pero no me duele nada. Miro a mi izquierda y veo a Nino fuera del vehículo. Lo veo a través del cristal mientras me hace un gesto con la mano para que vaya con él. Las mismas personas de antes me ayudan a salir del amasijo de hierro rojo en que se ha convertido el Focus del camello de moda. Se trata de una pareja que ha presenciado el choque. Les insto a que se preocupen de la señora del otro coche y me dirijo hacia la posición de Nino, que cojea ostensiblemente y sangra por la cabeza. Entonces veo la señal de prohibido circular a más de 30 millas por hora.
—Tenemos que irnos —me dice—. ¡Desaparece de aquí! Estoy cargado de mierda y llevo un arma. ¡Mueve el culo! —me grita fuera de sí.
El miedo llega a mí. No quiero problemas con la policía. Ya tengo suficientes. Nino salta la valla de una residencia de la tercera edad y se pierde en sus inmensos jardines. Tiene cojones, el tío. A simple vista parecía más malherido que yo. Los dos chicos le toman el pulso a la señora del Escarabajo. ¡Está muerta!, dice el chaval. Ella se va a buscar refuerzos y él saca su móvil para llamar a la ambulancia. Vuelvo sobre mis pasos y aprovecho el momento de confusión para abrir la puerta del copiloto del Volkswagen y hacer una inspección. Cojo el bolso del asiento y lo saco del auto. El chico me mira desconcertado, pero focaliza toda su energía en contestar a las preguntas que le hacen los de emergencias. Está nervioso y comienza a andar en dirección a la calle principal. Yo aprovecho para saltar la valla de la residencia y perderme en el bosque.