Читать книгу Saltar al buen vivir - Mario Massaccesi - Страница 36
¿Y SI NOS ELEGIMOS?
ОглавлениеLa libertad es la posibilidad que tenemos, todo el tiempo, de elegir aun cuando nos parezca que la vida o el destino lo hacen por nosotros. Somos libres cuando elegimos más allá de las circunstancias del mundo exterior. Al elegir ponemos en juego nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros principios, nuestras emociones. Es un gran regalo que podemos hacernos a nosotros/as mismos/as, y compartirlo con quienes forman parte de nuestra vida.
¿Todo podemos elegir? ¡Claro que no! Hay varias cosas que si nos las pusieran sobre una mesa no las elegiríamos. No elegimos morir –salvo excepciones–, pero es algo inevitable que viene en el combo de la vida. No elegimos conscientemente enfermarnos, pero sabemos muy bien que es una posibilidad y, como señalamos en el capítulo “Saltar a la salud”, a veces consecuencia de la vida que llevamos. No elegimos que nos abandonen cuando estamos muy enamorados/as, pero la otra persona puede desenamorarse.
Somos parte de un sistema gigantesco donde nos movemos y, a la vez, otros millones se mueven alrededor nuestro. En ese devenir sistémico estamos inmersos. Somos únicos y, al mismo tiempo, parte de un todo. No elegimos todo lo que nos pasa, pero la gran y buena noticia es que podemos elegir qué hacer a partir de eso que no hemos elegido. Allí se pone en marcha nuestro salto a la libertad interior.
—¿Qué situación sientes que no has elegido en tu vida?
—¿Cómo ha impactado en ti?
—¿Qué consecuencias te ha traído?
—¿Qué sí puedes elegir hoy desde tu libertad interior?
—¿Qué te permitiría hacerlo?
—¿Para lograr qué?
—¿Estás dispuesto/a?
Saltar a la libertad es ser honestos con nosotros/as. Sin honestidad no hay libertad. La honestidad es la coherencia entre quien estoy siendo y lo que hago. Esa correspondencia ser + acción nos hace consecuentes con nosotros/as mismos/as, sin fisuras ni incongruencias. Al hacerlo estamos en paz, aunque el resultado no sea el esperado. Una frase muy común que solemos decir cuando somos libres de verdad es que “dormimos con la conciencia tranquila”, y esto ocurre porque en nuestra mente es donde residen los juicios que rigen nuestra vida. Allí aparecen las sentencias y los castigos a los que nos sometemos habitualmente. Cuando dormimos con la conciencia tranquila es porque no hay reproches para hacernos, hemos sido coherentes.
No hay cárcel más feroz que estar encerrado/a en uno/a mismo/a y ser prisionero/a de las circunstancias. En ese caso nuestra libertad no depende ni de un carcelero, ni del juez, ni de la Corte Suprema. La llave que abre ese candado que nos cierra a lo que verdaderamente somos, pensamos y sentimos nos pertenece. Somos dueños de esa llave maestra que está disponible para que, desde la confianza, podamos abrir los cerrojos que nos devuelvan a nuestra libertad.
Como ya lo contamos en nuestro libro anterior, la experiencia de hacer conversatorios con mujeres presas en las cárceles nos dejó una reflexión que siempre compartimos en voz alta. En los penales la falta de libertad es evidente por los portones, las rejas, los alambres de púa, los candados y la falta de luz que denota el encierro. Sin embargo, fuera de esos muros hay millones de personas que nunca cometieron un delito ni estuvieron detenidas, pero tienen la libertad de adorno.
Saltar a la libertad es dejar de resistir lo que las circunstancias nos traen y aceptarlas como tales. Si puedo modificarlas, empieza una tarea hacia adelante para lograr ese cambio en el que creo o necesito. Muchas veces la libertad tiene su mayor impedimento en las razones o justificaciones que vamos acumulando para no ejercerla y, encima, ponemos la culpa afuera. Hacemos responsables a los demás de nuestra falta de decisión para ser libres.
En nuestros talleres escuchamos, a menudo, personas que vienen con un “certificado de imposibilidad” muy bien fundamentado: señoras que no se animan a emprender y emanciparse económicamente porque sus maridos se van a enojar, hijos que no se atreven a estudiar en otro lado porque temen dejar a sus padres solos, parejas que dejaron de amarse hace mucho tiempo pero no se separan por los/as hijos/as, jóvenes que no estudian lo que quieren porque tienen que respetar tradiciones familiares, personas que sienten que viven en el cuerpo equivocado y no se animan a la libertad de elegir su propio género.
Te contamos la historia de Sofía. Ella estalló de bronca y en llanto cuando vio que su exmarido se mostraba en redes sociales con su nueva pareja más joven que ella, en un yate, con un look totalmente renovado y rejuvenecido. Estuvieron juntos 20 años, criaron tres hijos y hasta compartieron el mismo estudio de abogados. Santiago decidió abandonar la casa y se fue a vivir solo. Sofía nunca esperó esta decisión porque estaba convencida de que su matrimonio era para toda la vida.
– ¿Qué te enoja de todo lo que estás viviendo?, le preguntamos.
– Entiendo que ya no me ame, pero hace con ella todo lo que no hizo conmigo. Jamás tuvimos un fin de semana para nosotros, nunca estuvimos sin los chicos. Siempre fue trabajar, trabajar y trabajar.
El taller pasó de la tensión a la risa cuando Sofía contó que Santiago había bajado unos 12 kilos, usaba pantalones chupines y, también, se había hecho la depilación definitiva en la espalda. Muy fuerte todo, según sus propias palabras.
– ¿Para qué sigues viendo cada detalle de lo que muestra en redes sociales? ¿Cuál es el beneficio de hacerlo?
– Me destruye y sé muy bien que la única que pierde soy yo. Además, sigue siendo un excelente padre, cumple con la cuota alimentaria, nos dejó la casa, aporta más de lo que le corresponde.
Sofía entendió que debía realizar el duelo para poder asimilar todo lo que estaba viviendo. Necesitaba aceptarlo, transitarlo y empezar a buscar nuevos propósitos en su vida. Dos años después reapareció en un taller y no la reconocimos. Se había renovado ella, estaba feliz, en pareja con otro hombre y con planes de casamiento.
– Dejarlo hacer y fijarme en mí fue lo que me permitió entender que tenía mucho para seguir eligiendo. Al aceptar y soltar a Santiago, me liberé yo.
Para saltar a nuestra libertad, es preciso aceptar la libertad de los otros.
Aceptar las circunstancias y dejar de pelearnos con ellas implica también que, a veces, no podemos modificarlas. Los que mejor se adaptan son aquellos/as que no se pelean con lo que les está pasando o ya les pasó porque a partir de la aceptación ya no pretenden cambiar lo que no se puede y diseñan acciones hacia adelante. Al hacerlo no cambiaron lo ocurrido (porque no se puede), cambiaron ellos/as mismos/as.
Dejamos de sufrir cuando le encontramos un propósito al dolor. El dolor sigue estando, pero el sufrimiento baja y me habilita a encontrar nuevos espacios de felicidad.
—¿Qué es lo que no puedes modificar desde tu libertad?
—Si no puedes modificarlo, ¿qué quieres hacer contigo?
—¿Qué necesitas lograr?
—¿Cómo quieres hacerlo?
—¿Cómo te vas a dar cuenta de que lo estás logrando?
Saltar a la libertad es hacerse responsable de la vida que hemos elegido y, por lo tanto, de las consecuencias que nuestras acciones generan en nuestro paso a paso por el mundo. La responsabilidad es la habilidad para responder frente a lo que nos sucede usando todos los recursos que están a nuestra disposición y todos los valores que nos constituyen.
—¿Cuáles son tus valores fundamentales hoy?
—¿Podrías enumerarlos?
—¿En qué porcentaje vives de acuerdo a ellos?
Los valores que guían nuestras acciones no son estancos ni deben convertirse en fósiles, porque nos exponen al peligro de ser anacrónicos. Algunos son permanentes como el respeto por la vida, el cuidado de nuestra salud, la solidaridad con los otros, el compartir lo que somos y lo que tenemos... pueden guiarnos para siempre. Otros van mutando con el tiempo y pueden convertirse en piedras de nuestra evolución. Tenemos derecho a cambiar de idea, y eso nos hace libres. Darnos ese espacio para considerar nuestros valores, repactarlos, buscar otros nuevos o mantenerlos es fundamental en el salto hacia la libertad.
La historia de Elena es un ejemplo. La conocimos con protocolos y distancia social un sábado por la tarde. Ella viajó especialmente desde Lincoln, provincia de Buenos Aires, hasta Capital Federal. Nos encontramos con una mujer de 67 años, casada con Miguel hace 40 años, mamá de 3 hijos, abuela de 7 nietos. Ni bien se sentó en el sillón empezó a hablar…
– Nunca fui feliz en mi matrimonio y nadie lo sabe. Me casé con Miguel porque, siendo única hija, mis padres me obligaron y, en ese momento, no pude decir que no. Pero ya estoy grande, me siento en una prisión. Ya no tengo ganas de vivir en una farsa y fingiendo lo que nunca sentí. Es un peso muy grande.
– ¿Cómo es ese peso?
– Una bolsa de piedras en mi espalda y dolor en el pecho. Hasta siento asco estar a su lado, y, encima, Miguel se da cuenta y me pregunta todo el tiempo qué me pasa. Todo lo hice por mis hijos, por el matrimonio…
La escuchamos detenidamente y preguntamos.
– Ya no tienes 27 años… ¿Para qué sigues haciéndolo?
– Por eso estoy aquí. Leí el libro de ustedes y necesito ser una mujer libre.
– ¿Qué crees que puedes hacer entonces? ¿Con qué cuentas para hacerlo?
– Tengo dos jubilaciones por mi trabajo como docente. Debería hablar con Miguel y decirle la verdad, necesitaría hablar con mis hijos y contarles cómo me siento…
– ¿Qué lograrías haciéndolo?
– Dejar de mentirme. Dejar de fingir lo que no es. Poder mirar a mis hijos y no sentirme falsa.
Cinco meses después recibimos un llamado de Elena para pedir otro encuentro presencial. Apareció una mujer sin el corsé de la frustración y eso se notaba en sus ojos. Miguel le había preguntado por qué no lo habló antes porque hubiera sido menos doloroso para ambos, y sus hijos, aunque tensos, le pidieron que se animara a ser libre y feliz porque la amaban. Hoy ella vive en un departamento sola, pero cerca de Miguel. Prometieron separarse, pero sin perder el vínculo, y lo más importante: inesperadamente el encierro pandémico le permitió conocer a un señor de un campo vecino que le está abriendo las puertas al amor que nunca tuvo.
– ¿Qué sientes ahora?
– Que tenía un poder que no conocía, que no me animaba. Y a la vez dejé a Miguel en libertad de acción porque se lo merece.
Vivir atrapados en lo que no sentimos es una pérdida de tiempo para nosotros/as y para quienes nos rodean. No gana nadie. Nada se puede edificar con solidez desde lo que no es o desde lo que no se siente. Es como un castillo de naipes. Miguel lo sabía todo porque tenía más de una evidencia, pero necesitó de la honestidad de Elena para poder comprobarlo. La negación confunde. La sinceridad nos humaniza. Vivir encerrados en lo que no sentimos tiene un efecto devastador para quien lo hace porque es desperdiciar ese derecho que nos constituye: la libertad. Elegir no es perjudicar a nadie, es ser honesto con todos.