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«Y que San Juan no nos queme en su hoguera

cuando descubra quién la saltó».

VETUSTA MORLA

Nuestra primera risa fue un 23 de junio. La recuerdo perfectamente. Era la primera vez que quedaba con la Chica de los tirabuzones y, tomando una cerveza en la Alameda, los dos pasamos un rato tan agradable que, al acabar la cita, teníamos agujetas en las mejillas. Sería muy pretencioso decir que se trató de amor a primera risa, pero ambos supimos que algo estaba empezando a fraguarse.

Los detalles más simples son los que nos hacen más felices. Habrá parejas que recuerden su primer beso, la primera vez que se acostaron, la fecha en que empezaron a salir. Sin embargo, nunca hubiera existido todo eso sin lo más importante: esa primera risa. No sé la cantidad de tonterías que dije, cuántos sinsentidos inventé solo para que se le quedara grabado en la memoria aquel 23 de junio. Dicen que esa noche suele ser la más mágica del año, la gente salta las olas del mar cuando las campanas dan las doce y piden un deseo al hacerlo. Lo que no dicen es que puedes ahorrarte toda esa superstición con una simple risa delante de la persona adecuada.

Si me hacen reír, me hacen vivir. La risa me hace ser un niño con zapatos que brillan en la oscuridad. No conozco amores sin risa ni risas sin sueños. Y en aquel instante mi sueño era contarle las piezas dentales en cada carcajada, porque, lejos de la belleza visual que transmitía, la Chica de los tirabuzones era guapa por la naturaleza de su risa, por cómo sorbía la cerveza a largos tragos y por cómo quiso estirar la quedada hasta las tantas, sintiéndose libre y feliz de hacerlo. No tardamos muchos más días en besarnos ni tampoco otros tantos en hacer el amor, pero la fecha de su primera risa es lo que más recuerdo. Se podría decir que yo también me encontré con un mar y salté las siete olas en la noche mágica de San Juan.

También es irónico que esté llorando recordando su primera risa. Pero de esa historia ya hablaremos otro día.

Lo que aprendí del Mar

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