Читать книгу Karma al instante - Марисса Мейер - Страница 19
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ОглавлениеPrince suena en los parlantes, pero nadie está cantando. Mi cabeza se siente como si hubiera sido golpeada por una camioneta. Las palpitaciones dentro de mi cerebro están en perfecta coordinación con la batería de Raspberry Berret, una canción sobre una mujer que tiene una boina color frambuesa que consiguió en una casa de ropa usada.
Necesito tres intentos para abrir los ojos. Cuando lo logro, me acosan las publicidades neón de tequila y una pantalla reproduciendo uno de esos videos extraños de karaoke de los ochenta que no tiene nada que ver con la canción. Me encojo de dolor y vuelvo a cerrar los ojos. Ari quiere llamar una ambulancia. Carlos también está hablando, seguro y tranquilo, pero no puedo entender qué está diciendo.
–Está bien, Pru –dice otra voz, más grave. Una voz que suena muy parecido a… ¿Quint?
Pero Quint nunca me llamó “Pru”.
Una mano se desliza detrás de mi cabeza. Siento dedos en mi cabello. Mis ojos luchan para volver a abrirse y, esta vez, la luz es menos intensa.
Quint Erickson está arrodillado junto a mí, me observa con una expresión que es extrañamente intensa, en especial con esas cejas oscuras encorvadas sobre su mirada. Es tan diferente de su sonrisa tonta habitual que me genera una dolorosa risa.
–¿Prudence? –parpadea–. ¿Estás bien?
Las palpitaciones en mi cabeza empeoran, dejo de reírme.
–Bien. Estoy bien. Es solo que… esta canción…
Quint mira el monitor como si se hubiera olvidado por completo que había música sonando.
–No tiene sentido –continúo–. Nunca encontré una boina frambuesa en una casa de segunda mano. ¿Tú sí?
Aprieto los dientes por la segunda ola de palpitaciones en la cabeza. Probablemente debería dejar de hablar.
–Podrías tener una conmoción cerebral –Quint está todavía más serio.
–No –gruño–. Tal vez, ay.
Me ayuda a sentarme.
Ari está a mi otro lado. Trish Roxby también está cerca, se muerde una uña. Al lado de ella, hay una camarera con un vaso de agua que seguramente es para mí. Hasta la amiga de Quint, Morgan, abandonó su teléfono al fin y me mira casi como si le importara.
–Estoy bien –digo sin arrastrar las palabras. Por lo menos, creo que no lo hago. Me da confianza y las repito con más énfasis–. Estoy bien.
Ari levanta dos dedos delante de mi rostro.
–¿Cuántos dedos ves?
–Doce –respondo seca mientras la miro con el ceño fruncido. El dolor punzante de mi cabeza empieza a ceder y entonces me doy cuenta de que Quint sigue sosteniéndome, sus dedos están enredados en mi cabello.
Una sensación de alarma cubre mi cuerpo y empujo su brazo.
–Estoy bien –Quint luce sorprendido, pero no particularmente herido.
–Tu amigo tiene razón –dice Carlos–. Podrías tener una conmoción cerebral. Deberíamos…
–No es mi amigo –lo interrumpo. Es un reflejo. Ya empecé, así que continúo con un dedo en alto–. Además, he visto la manera en que maneja los resultados de laboratorio. Discúlpenme si no tengo mucha confianza en el diagnóstico del doctor Erickson.
–Bueno, suena como ella –dice Ari.
Me estiro para tomar el borde de la mesa y la uso para incorporarme. Apenas me pongo de pie, me siento mareada. Me estabilizo en la mesa y cierro los ojos con fuerza.
Llevo mi mano libre a mi cabeza. Hay un golpe, pero por lo menos no estoy sangrando.
–Prudence –dice Quint, sigue estando demasiado cerca–. Esto podría ser serio.
Giro para mirarlo tan rápido que algunas estrellas aparecen y desaparecen en mi visión e interrumpen mi respuesta apresurada.
–Ah, ¿ahora decides tomarte algo seriamente? –digo mientras las estrellas empiezan a disiparse.
–¿Por qué me molesto?
Retrocede un paso, desanimado y luego frota su nariz.
–¿Por qué te molestas? No necesito tu ayuda.
Su expresión se endurece y alza sus manos rindiéndose.
–Claramente.
Pero, en vez de marcharse, se estira para tomar algo detrás de mí. De repente está tan cerca que presiono mi cadera contra la mesa con una ráfaga de pánico. Quint toma la pila de servilletas que esos idiotas rechazaron y se voltea sin prestarme atención, sin siquiera notar mi reacción. Lanza las servilletas sobre la bebida derramada en el suelo y comienza a limpiar. Empuja las húmedas con la punta de sus tenis.
–¿Pru? –Ari toca mi codo–. En serio, ¿deberíamos llamar a una ambulancia? O podría llevarte al hospital.
–Por favor, no –suspiro–. No estoy desbarajustada o algo así. Me duele un poquito la cabeza, pero eso es todo. Solo necesito un paracetamol.
–Si puede utilizar palabras como “desbarajustada” correctamente, es probable que esté bien –dice Trish y puedo notar que está tratando de colaborar–. Tienes sed, ¿cariño?
Extiende el vaso de agua hacia mí, pero sacudo la cabeza.
–No, gracias, pero creo que iré a casa. –Giro hacia Ari–. Mi bicicleta está afuera, pero…
–Te llevaré en el auto –replica sin dejarme terminar. Se hunde en nuestra cabina y toma nuestras cosas.
–Gracias –murmuro. Siento que debería decir algo, hacer algo. Carlos y Trish, Quint y Morgan siguen todos allí, observándome. Bueno, Quint está lanzando las servilletas húmedas en un cesto de basura y evita mirarme a los ojos, pero los demás tienen la mirada clavada en mí, expectantes. ¿Se supone que debo abrazarlos o algo?
Carlos me salva, apoya una mano sobre mi hombro.
–¿Me llamarías mañana o pasarías por el restaurante después de la escuela o algo? Quiero saber que estás bien, ¿sí?
–Sí, por supuesto –digo–. Mmm… el karaoke… –miro a Trish detrás de él–, de hecho, es una buena idea. Espero que lo sigan haciendo.
–Todos los martes a las seis –replica Trish–. Por lo menos, ese es el plan.
Sigo a Ari hacia la puerta trasera. Hago un esfuerzo consciente para no mirar a Quint, pero siento su presencia allí de todos modos. El retorcijón en mi estómago se siente culpable. Solo estaba intentando ayudarme, probablemente no debería haberle respondido así.
Pero tuvo todo el año para ayudar; es demasiado tarde.
Ari empuja la puerta y estamos en el estacionamiento con suelo de grava detrás de Encanto. El sol acaba de ponerse y el océano trae una brisa refrescante, llena de sal y familiaridad. Me siento revivida instantáneamente, a pesar del dolor en mi cabeza.
Ari conduce un auto celeste turquesa de los sesenta; un auto bestial que sus padres le regalaron para su cumpleaños número dieciséis. Intenta no darle mucha importancia, pero su familia tiene dinero. Su mamá es una de las agentes inmobiliarias más exitosas del país y ha hecho una pequeña fortuna vendiéndoles casas de vacaciones elegantes a personas muy adineradas. Así que cuando Ari se enamora de algo completamente impráctico como un auto vintage, no es una gran sorpresa que uno aparezca en su garaje. Lo que podría ser suficiente para que algunos adolescentes se crean mejor que los demás, pero su abuela, que vive con ellos, parece tener bien controlado ese aspecto. Sería la primera persona en bajar a Ari del pedestal si alguna vez se comportara como una malcriada, aunque no creo que haya motivo de preocupación con Ari. Básicamente es la persona más amable y generosa que conozco.
Intento ayudar a Ari a cargar mi bicicleta en la parte trasera de su auto, pero me urge a que entre en el auto y me quede tranquila. El dolor de cabeza volvió a empeorar, así que no discuto. Me dejo caer en el asiento del copiloto y me reclino contra el respaldo.
A veces pienso que Ari intenta vivir su vida intencionalmente como si estuviera en un documental de época. Viste casi todas prendas vintage, como el jardinero amarillo-mostaza que tiene ahora, conduce un auto vintage y hasta toca una guitarra vintage. Aunque conoce mucha más música contemporánea que yo, su verdadera pasión son los cantautores en auge de los setenta.
Una vez que aseguró mi bicicleta, Ari ocupa el asiento del conductor. Abrocho mi cinturón de seguridad mientras mi amiga realiza con cuidado el procedimiento orquestado de revisar sus espejos, aunque no es posible que se hubieran movido desde que estacionó hace unas horas.
Todavía está acostumbrándose a conducir con cambios, y solo ahoga el motor una vez antes de entrar en la autopista principal. Es una gran mejora desde que recibió el auto por primera vez y apagaba el motor unas cincuenta veces seguidas antes de poder avanzar.
–¿Segura de que estás bien? ¿Podría llevarte al hospital? ¿Llamar a tus padres o a Jude?
–No, solo quiero ir a casa.
–Estaba tan preocupada, Pru. –Se muerde el labio–. Te desmayaste de verdad.
–Solo por un segundo, ¿no?
–Sí, pero…
Apoyo mi mano sobre la de ella y digo con seriedad:
–Estoy bien, lo prometo.
Su rostro cede antes que sus palabras. Después de un segundo, asiente. Suspiro y miro por la ventana. Pasamos por tiendas de helados y boutiques que son tan familiares como mi propia habitación. No me había dado cuenta de que era tan tarde. El sol acaba de caer detrás del horizonte y la calle principal es como el set de una película. Las palmeras están rodeadas de pequeñas luces blancas, los negocios pintados de colores pastel brillan bajo los anticuados faroles de la calle. En una semana, este pueblo estará repleto de turistas de vacaciones que traerán algo parecido a una vida nocturna con ellos. Pero, por ahora, la calle se siente casi abandonada.
Salimos del centro hacia los suburbios. Las primeras calles tienen mansiones; la mayoría son segundos hogares para las personas que casi pueden pagar propiedades con vistas a la playa. Pero pronto atravesamos un vecindario común. Una mezcolanza de estilo misión y colonial francés. Techos de tejas, paredes de estuco, ventanas pintadas vivazmente y canteros rebalsados de petunias y geranios.
–No te enojes –dice Ari e inmediatamente me molesta la predicción de que me enojaré–, pero creo que Quint parecía un buen chico.
Me relajo, me doy cuenta de que, por algún motivo, estaba esperando un insulto. Pero Ari es demasiado dulce para criticar a alguien. Incluso, evidentemente, a Quint Erickson.
–Todos –resoplo– creen que Quint es un buen chico hasta que tienen que trabajar con él. –Hago una pausa y pienso–. No es una mala persona. No es un idiota o un bravucón ni nada como eso. Pero es solo tan… tan…
Flexiono mis dedos, buscando la palabra correcta.
–¿Lindo?
Le lanzo una mirada fría.
–Puedes conseguir alguien mejor.
–Yo no estoy interesada –se ríe.
Algo en la manera en que lo dice parece insinuar que no estuviera diciendo algo. Ella no está interesada, pero…
Las palabras quedan suspendidas en el aire. ¿Está sugiriendo que yo lo estoy?
Asqueroso.
Cruzo mis brazos firmemente sobre mi pecho.
–Pensaba decir inepto. Y egoísta. Llega tarde a clase todo el tiempo, como si lo que estuviera haciendo fuera mucho más importante que lo que estudiamos. Como si su tiempo fuera más valioso y entonces está bien que llegue diez minutos tarde, interrumpa al señor Chavez y que todos tengamos que hacer una pausa mientras él se acomoda y hace una broma tonta al respecto como… –Utilizo una voz más grave para imitarlo–. “Ah, hombre, ese tráfico de Fortuna, ¿no?”. Cuando todos sabemos que no hay tráfico en Fortuna.
–Bueno, no es puntual. Hay cosas peores.
–No lo entiendes –suspiro–. Nadie lo entiende. Tenerlo como compañero de laboratorio ha sido doloroso de verdad.
Ari se queda sin aliento de repente. El auto cambia de dirección. Me aferro a mi cinturón de seguridad y giro mi cabeza mientras los focos delanteros encandilan el parabrisas trasero. No sé cuándo el auto deportivo apareció detrás de nosotras, pero están peligrosamente cerca del parachoques. Me inclino para mirar por el espejo lateral.
–¡Había una señal de alto allí atrás! –grita Ari.
El auto deportivo empieza a acercarse y retroceder, su motor suma revoluciones.
–¿Qué quiere? –grita Ari ya está en el límite de la histeria.
Aunque tiene su licencia, todavía le falta confianza detrás del volante. Pero algo me dice que tener un auto errático en tu cola alteraría hasta los conductores más experimentados.
–Creo que quiere superarnos.
–¡No estamos en una autopista!
Estamos en una calle residencial angosta, todavía más limitada por las filas de vehículos estacionados en ambos lados. El límite de velocidad es solo cuarenta kilómetros por hora, que estoy segura de que Ari respeta a la perfección. Sospecho que eso solo irrita más al conductor detrás de nosotras.
Es ruidoso y muy grosero.
–¿Cuál es su problema? –grito.
–Me detendré –dice Ari–. Tal vez… Tal vez una mujer esté dando a luz en el asiento trasero o algo así.
La miro sin poder creerlo. Ari puede excusar comportamiento inexcusable.
–El hospital está para ese lado –replico y señalo hacia la dirección opuesta con el pulgar.
Ari se acerca a la acera. Encuentra un lugar entre dos autos estacionados y hace su mejor esfuerzo para calcular el ángulo; no es una tarea fácil por el largo de su auto. De todos modos, deja suficiente espacio para que pase el otro vehículo.
El motor acelera otra vez y el auto deportivo pasa a toda velocidad. Logro ver a una mujer en el asiento del pasajero con un cigarrillo encendido. Le hace un gesto obsceno a Ari cuando pasa a toda velocidad.
Me cubre una ola de furia.
Aprieto los puños, las uñas se hunden en mi palma. Imagino que los golpea un rayo de justicia kármica. Que les estalla una llanta y los hace salir de la calle, chocar con un poste de teléfono y…
¡BANG!
Ari y yo gritamos. Por un segundo, pienso que fue un disparo. Pero luego, vemos el auto, casi una calle más adelante, dando vueltas fuera de control.
Estalló un neumático.
Llevo una mano a mi boca. Se siente como mirar un video en cámara lenta. El auto gira ciento ochenta grados y milagrosamente no golpea a los demás vehículos estacionados en los costados de la calle. Sube a la acera y solo se detiene cuando el parachoques se incrusta en –no un poste de teléfono– una palmera gigante. El capó se arruga como una lata de aluminio.
Por un momento, Ari y yo nos quedamos congeladas y miramos el accidente boquiabiertas. Luego Ari lucha por desabrochar su cinturón y abrir su puerta a toda velocidad. Corre hacia el accidente antes de que pueda pensar en moverme, y cuando lo hago, es para relajar mis puños.
Siento un cosquilleo en los dedos, están al borde de estar entumecidos. Los miro, mi piel se tiñe de naranja por la luz de la calle.
Coincidencia.
Solo una extraña coincidencia.
De alguna manera, encuentro la manera de buscar mi teléfono y llamar a la policía. Para cuando termino de darles la información, mi mano dejó de temblar y Ari está viniendo hacia mí.
–Todos están bien –dice sin aliento–. Las bolsas de aire se activaron.
–Llamé a la policía, estarán aquí pronto.
Asiente.
–¿Tú estás bien? –le pregunto a mi amiga.
–Eso creo –Ari se hunde en su asiento–. Solo me dio un susto terrible.
–A mí también.
Me estiro y tomo su mano.
Cuando me mira, su expresión es dolorosa.
–Es horrible, pero cuando sucedió… Ese primer segundo después de que chocaron, mi primer pensamiento fue que…
No termina la oración.
–Se lo merecían –finalizo por ella.
Su rostro luce culpable.
–Ari, estaban siendo groseros. Y conducían erráticamente. Odio decirlo, pero es verdad, se lo merecían.
–No lo dices en serio.
En vez de responder –porque estoy bastante segura de que sí lo digo en serio–, retiro mi mano de la de ella.
–Solo me alegra que nadie esté herido –digo–. Incluyéndonos.
Estiro mi mano hacia mi cabeza, el golpe parece estar disminuyendo.
–No creo que mi cabeza pueda soportar otra colisión esta noche.