Читать книгу Karma al instante - Марисса Мейер - Страница 25

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El resto del día escolar es tranquilo. Es claro que los profesores ansían tanto como nosotros que empiecen las vacaciones y la mayoría cumple sin ganas con estas últimas horas obligatorias. En la clase de Inglés, pasamos toda la hora mirando una telenovela cursi. En Historia, jugamos lo que el señor Gruener llama juegos de mesa “semieducacionales” como Risk, Batalla Naval y Catan. En Lengua, la señorita Whitefield nos lee algunas citas groseras shakesperianas. Hay muchos insultos y humor sexual, que tiene que traducir para nosotros del español antiguo. Para cuando termina la clase, mis compañeros están estallados de risa y se gritan entre ellos cosas como “¡forúnculo labrado!” y “¡pálido infeliz!”.

En realidad, es un día muy divertido. Hasta logro olvidarme del fiasco de Biología por un rato.

Cuando salimos de nuestra última clase, la señora Dunn nos despide con bolsitas repletas de gominolas de ositos y galletas con forma de pez como si fuéramos niños de seis años en camino a un picnic. Supongo que es nuestro premio por molestarnos en venir el último día.

¡Sayonara! ¡Goodbye! ¡Adieu! –saluda mientras nos entrega el presente en la puerta–. ¡Tomen buenas decisiones!

Encuentro a Jude esperando en las escaleras del frente de la escuela. Los estudiantes se mueven sin rumbo por todos lados, electrificados por su repentina libertad. Semanas enteras delante de nosotros, llenas de potencial. Playas soleadas, días tranquilos y maratones de Netflix, fiestas en piscinas y paseos por la rambla.

Jude, quien tuvo a la señora Dunn más temprano, disfruta su bolsita con galletas. Me siento al lado de él y automáticamente le regalo mis golosinas, ninguna me resulta ni un poquito atractiva. Nos sentamos en un silencio agradable. Es una de las cosas que más me gusta de tener un mellizo. Jude y yo podemos estar sentados por horas, sin intercambiar ni una sola palabra y cuando me pongo de pie siento que acabamos de tener una conversación profunda. No compartimos charlas triviales, no necesitamos entretenernos. Podemos simplemente estar.

–¿Te sientes mejor? –pregunta. Y como es la primera vez que lo veo desde la clase de Biología, sé instantáneamente de qué está hablando.

–Ni siquiera un poco –respondo.

–Eso pensé –asiente. Termina sus snacks, hace un bollito con la bolsa de plástico y la lanza en el cesto de basura más cercano. Se queda corto por lo menos por un metro. Gruñendo, camina hasta su proyectil y lo levanta.

Escucho acercarse el auto de Ari antes de verlo. Unos segundos después la veo entrar en el estacionamiento, nunca supera el límite de 10 kilómetros por hora indicado en los carteles. Se detiene en el pie de las escaleras y baja la ventanilla, tiene un matasuegras en la boca, lo hace sonar una vez y el papel con cintas plateadas emite un trueno celebratorio y chillón.

–¡Son libres!

–¡Libres de los líderes supremos! –responde Jude–. ¡Ya no seremos sus esclavos!

Nos subimos al auto, Jude y sus largas piernas adelante y yo en el asiento trasero. Hemos planeado esta tarde por semanas determinados a empezar bien el verano. Mientras salimos del estacionamiento, juro olvidarme de Quint y de nuestra horrible presentación por el resto del día. Supongo que puedo tener una tarde de diversión antes de ocupar mi mente en resolver este problema. Pensaré en algo mañana.

Ari nos lleva directamente a la rambla, donde podemos atragantarnos con helados de Salty Cow, una tienda de helados lujosa conocida por mezclar sabores extraños como “menta de lavanda” y “semillas de amapola y cúrcuma”. Pero cuando llegamos, hay una fila hasta la puerta y la mirada impaciente en el rostro de varias personas me hace pensar que no ha avanzado en un rato.

Intercambio miradas con Ari y Jude.

–Iré a ver qué está sucediendo –les digo mientras ellos se ubican en la fila. Entro a presión por la puerta–. Lo lamento, no estoy colándome, solo quiero saber qué está sucediendo.

Un hombre parado con tres niños pequeños parece que está a punto de explotar.

Eso está sucediendo –señala con enojo hacia la cajera.

Una mujer está discutiendo… no, gritándole a la pobre chica detrás del mostrador que luce apenas más grande que yo. La chica está al borde de las lágrimas, pero la mujer es incesante.

¿Cuán incompetente puedes ser? ¡No es muy complicado! ¡Hice este pedido hace un mes!

–Lo lamento –suplica la chica con el rostro rojo–. No tomé el pedido. No sé qué sucedió. No hay ningún registro…

No es la única al borde de las lágrimas. Una niña pequeña con dos coletas está parada al lado de la vitrina con las manos sobre el vidrio, su mirada se posa en sus padres y luego en la mujer enojada.

–¿Por qué tarda tanto? –gimotea.

–¡Quiero hablar con tu supervisor! –grita la mujer.

–No está aquí –explica la chica detrás del mostrador–. No hay nada que pueda hacer, ¡lo lamento!

No sé por qué la mujer está tan furiosa y no estoy segura de que importe. Como bien dijo, solo es helado y claramente la pobre cajera está haciendo su mejor esfuerzo. La mujer podría ser educada, por lo menos. Sin mencionar que está evitando que estos pobres niños –y yo– podamos disfrutar de nuestro helado.

Inhalo profundo y me preparo para enfrentar a la mujer. Tal vez, podemos ser razonables, llamar al supervisor y que él venga a lidiar con esto.

Aprieto mis puños.

Doy dos pasos hacia adelante.

–¿Qué está sucediendo aquí? –brama una voz severa.

Me detengo. La gente en la fila se mueve para dejar pasar a un oficial de policía.

O… ¿podría dejar que él lidie con esto?

La mujer abre la boca, claramente está a punto de ponerse a gritar otra vez, pero es interrumpida por todos los clientes que están esperando. La presencia del oficial los alienta y, de repente, todos están dispuestos a hablar a favor de la cajera.

Esta mujer está siendo una molestia. Está siendo grosera y ridícula. ¡Tiene que marcharse!

Por su parte, la mujer parece genuinamente sorprendida cuando nadie la defiende, en especial aquellos en los primeros lugares de la fila, quienes han escuchado toda su historia.

–Lo lamento, señora, pero parece que debería escoltarla fuera del establecimiento –dice el oficial.

Luce mortificada. Y sorprendida. Y sigue enfadada. Gruñe mientras toma una tarjeta de negocios del mostrador y mira con desdén a la chica detrás de la caja que está limpiando las lágrimas de sus mejillas.

–Hablaré con tu supervisor de esto –dice antes de marcharse ofendida de la tienda al mismo tiempo que suena un rugido gigante de aprobación.

Vuelvo a mi lugar con Jude y Ari y sacudo mis manos. Siento una extraña sensación de aguijones en mis dedos otra vez por algún motivo. Les explico lo que sucedió y pronto la fila empieza a avanzar otra vez.

Después de terminar nuestro helado, pagamos de más para alquilar un carrito a pedales y pasamos una hora paseando por la rambla, bajo su toldo amarillo. Ari toma demasiadas fotos de nosotros haciendo caras y de Jude gritándole que deje de pavonear y empiece a mover las piernas.

Nos cruzamos con un grupo de turistas que está ocupando todo el ancho del camino y avanza a paso de tortuga. Bajamos la velocidad para no chocarnos con ellos. Ari hace sonar la pequeña campanilla de bicicleta.

Uno de los turistas mira hacia atrás, nos ve y luego regresa a su conversación y nos ignora completamente.

–¡Disculpen! –dice Jude–. ¿Podemos pasar?

No responden. Ari vuelve a sonar la campanilla otra vez. Y otra vez. Siguen sin salir del camino. ¿Qué les pasa? ¿Creen que son los dueños de la rambla o algo así? ¡Muévanse!

Mis nudillos empalidecen detrás del volante.

–¡Cuidado! ¡No puedo parar! ¡Salgan de mi camino! –Alguien grita avanzando a toda velocidad hacia nosotros desde la dirección opuesta.

Los turistas gritan sorprendidos y se separan mientras cinco adolescentes en patinetas casi los atropellan. Una de las mujeres pierde una sandalia que termina aplastada debajo de una de las patinetas. Un hombre se lanza hacia atrás tan rápido que pierde el equilibrio, cae por el borde de la rambla y aterriza en la arena. Comienzan a gritarles a los delincuentes adolescentes desconsiderados mientras Jude, Ari y yo nos miramos y encogemos los hombros.

Pedaleamos más rápido y superamos a los turistas antes de que puedan reagruparse.

Después de devolver el carrito, pedimos una canasta gigante de patatas fritas con ajo del puesto de patatas y pescado y nos sentamos en la acera, espantamos a las gaviotas ambiciosas pateando un poco de arena en su dirección. Cuando una de ellas se acerca tanto que hace que Ari empiece a chillar y se esconda debajo de una mesa de picnic, Jude lanza algunas de las patatas quemadas del fondo de la canasta hacia un costado para que las aves se peleen por ellas.

Un segundo después, uno de los empleados del puesto que lo vio, empieza a gritarle porque “¡hasta un idiota sabe que no hay que alimentar a la vida silvestre!”.

El rostro de Jude se llena de culpa, no lidia bien con reprimendas.

Tan pronto el empleado se voltea, sacudo mi puño hacia su espalda. Estoy bajando la mano cuando una gaviota desciende y toma el sombrero de papel de la cabeza del empleado. El hombre grita y se inclina sorprendido mientras el ave se marcha.

Observo a la gaviota y al gorro desaparecer en el atardecer.

Okey.

¿Me parece a mí o…?

Bajo la mirada hacia mi mano.

No. Eso es ridículo.

Cuando el sol empieza a hundirse en el horizonte, finalmente llegamos a la bahía donde celebran la fiesta de la fogata todos los años; una extensión de costa a un kilómetro y medio al norte del centro. No sé hace cuánto tiempo se realiza esta tradición, cuántos alumnos de último año se han empapado completamente vestidos en las olas, cuántas sesiones de besos hubo en los rincones rocosos a los que la gente va a, bueno, besarse. Supuestamente. No lo sé de primera mano, pero he oído las historias.

No somos los primeros en llegar, pero llegamos temprano. Un par de estudiantes del último año están descargando conservadoras de la parte trasera de una camioneta. Un chico que reconozco de la clase de Matemáticas está preparando la fogata. Los primeros en llegar ya están eligiendo sus lugares, desparraman mantas y toallas sobre la playa, sacan pelotas de vóley y latas de cerveza de grandes bolsas tejidas.

Elegimos un lugar no muy lejos de la fogata, extendemos la manta que trajo Ari y acomodamos unas sillas playeras bajas. En minutos, algunos de nuestros compañeros llaman a Jude para conversar.

–Ya sé la respuesta –dice Ari mirándome–, pero solo para asegurarme. ¿Quieres meterte al agua?

Arrugo la nariz ante la idea.

–Eso pensé.

Se pone de pie y me sorprende cuando se quita su vestido de verano estampado y revela un traje de baño rosado. Claramente lo tuvo puesto todo el día y me sorprende un poco no haberlo notado.

–Espera, ¿irás a nadar? –pregunto.

–A nadar no –dice–, pero es una fiesta en la playa. Pensé que por lo menos debería mojarme los pies. ¿Segura de que no quieres venir conmigo?

–Segura. Gracias.

–Okey. ¿Cuidas mi guitarra?

No espera a que responda porque por supuesto que lo haré. Ari avanza hacia la costa. No saluda a nadie y noto que algunas personas la miran con curiosidad, se preguntan si deberían reconocerla. Jude dijo que Ari no dudó cuando la invitó a venir, aunque no conoce a nadie. Me pregunto si está esperando conocer a miembros de la juventud de Fortuna Beach mientras está aquí, hacer algunos nuevos amigos. Probablemente, debería presentarle algunas personas cuando regrese, pero…

Miro alrededor con el ceño fruncido. Siendo honesta, tampoco conozco a muchas personas. Son casi todos estudiantes mayores. Y los pocos compañeros de mi año que reconozco, como Maya y esa gente, no son precisamente mis amigos. Sin embargo, Jude conoce a muchas personas. Aunque es un poco nerd y mira temporadas viejas de Star Trek y tiene una estantería repleta de muñecos funco de El Señor de los Anillos a la gente le cae bien Jude. Tiene su propio tipo de encanto. Tiene una presencia tranquilizante y agradable.

Es una razón más por la que nadie cree que somos familia. Entonces, si Ari está interesada en hacer amigos, él está más preparado para ayudarla. Me estiro, tomo la funda de la guitarra de Ari y la acerco más a mi lado.

–¿No te meterás en el agua, Prudente? –Levanto la mirada y veo a Jackson Stult mirándome con una sonrisita socarrona. Ahora que tiene mi atención, se ríe y se golpea la cabeza de manera exagerada–. Olvídalo, fue una pregunta estúpida. Quiero decir, básicamente eres alérgica a la diversión, ¿no?

–Nop, solo soy alérgica a los idiotas –digo antes de añadir en tono inexpresivo–: Achu.

El chico se ríe por lo bajo y me saluda con la mano como si esta hubiera sido una interacción agradable antes de seguir su camino y unirse a sus amigos igualmente detestables.

Sus palabras arden, aunque sé que no deberían. Después de todo, esto es todo lo que sé sobre Jackson Stult: uno, le importan más sus jeans de diseñador y sus camisas de marca que cualquier otra persona que conozco y dos, hará cualquier cosa por una carcajada, incluso si es a costa de otra persona. Y suele ser a costa de alguien.

Me ofendería más si le cayera bien.

Pero de todas formas.

De todas formas.

El ardor está allí.

Pero si el plan de Jackson era arruinar mi noche, me rehúso a permitirlo. Me acuesto sobre la manta y miro hacia las nubes anaranjadas que sobrevuelan sobre mi cabeza. Intento sumergirme en las buenas cosas de este momento. Risas en la playa. El movimiento estable de las olas. El sabor a sal y el aroma a humo mientras preparan el fuego. Estoy demasiado lejos para sentir el calor de las llamas, pero la manta y la arena están cálidas tras haber recibido los rayos del sol toda la tarde.

Estoy relajada.

Estoy satisfecha.

No pensaré en proyectos escolares.

No pensaré en bravucones sin carácter.

Ni siquiera pensaré en Quint Erickson.

Suelto una exhalación larga y lenta. Leí en algún lugar que meditar regularmente puede ayudar a perfeccionar tu concentración y, con el tiempo, mejorar tu eficiencia y productividad. He estado intentando practicar meditación desde entonces. Parece sencillo. Inhala. Exhala. Concéntrate en tu respiración.

Pero siempre hay pensamientos que invaden la serenidad. Siempre hay distracciones.

Como en este momento y el chillido aterrorizado que atraviesa la playa repentinamente.

Me apoyo sobre mis codos. Jackson está cargando a Serena McGinney hacia el agua riéndose, su cabeza está inclinada hacia atrás casi como un maniático mientras Serena lo golpea y lucha contra él.

Con el ceño fruncido, me siento erguida por completo. Todos saben que Serena le teme al agua. Fue de público conocimiento cuando se negó a participar en las clases de natación obligatorias hace unos años, hasta trajo una nota de sus padres excusándola de todas las actividades en la piscina. No tiene una simple aversión, como yo; te tiene fobia.

Sus gritos se intensifican cuando Jackson se acerca al borde del agua. La carga como si fuera una damisela, y hasta ahora, Serena había luchado con sus brazos y piernas intentando liberarse. Pero su actitud ha cambiado y se aferra al cuello de Jackson y grita:

No te atrevas, ¡no te atrevas!

Entrecierro los ojos. Escucho a uno de sus amigos alentarlo.

–¡Déjala caer! ¡Hazlo!

Trago. No creo que lo haga, pero no lo sé con seguridad.

–Por favor, ¡apenas me mojo los talones! –dice Jackson. Apela a su audiencia, es claro que a Serena no le resulta divertido. Está completamente pálida y, aunque debe estar odiando a Jackson en este momento, sus brazos siguen aferrados al cuello del chico como una enredadera.

–Jackson Stult, ¡idiota! ¡Bájame!

–¿Qué te baje? –dice–. ¿Estás segura?

Sus amigos ahora lo alientan. Un cántico enfermo; hazlo, hazlo, hazlo.

Me pongo de pie y acomodo mis manos alrededor de mi boca.

–¡Déjala tranquila, Jackson!

Sus ojos encuentran los míos y sé que fue un error. Ahora es un desafío. ¿Lo hará o no?

Planto mis manos en mis caderas e intento informarle por ósmosis que, si tiene algo de dignidad en su cuerpo, la dejará en paz.

Vuelve a reírse, es un sonido casi cruel. Luego, con un movimiento fluido, libera las piernas de Serena y usa sus manos para desprender las manos de la chica de su cuello. Ella sigue intentando envolver sus rodillas alrededor de él, Jackson la lanza tan lejos como puede hacia las olas.

El grito perfora mis oídos. Los amigos de Jackson festejan.

No es muy profundo, pero cuando aterriza de espaldas, el agua casi llega a su cuello. Se pone de pie como puede y sale disparada hacia la playa; su vestido está cubierto de arena y se pega a sus muslos.

–¡Infeliz! –chilla y empuja a Jackson en el estómago cuando pasa por al lado de él a toda velocidad.

Jackson apenas se mueve, solo se estira y limpia la mancha de arena que Serena dejó en su camisa.

–Ey, esto solo se lava en seco –su voz está cargada de diversión.

Serena se marcha enfadada, intenta separar la falda mojada de sus caderas. Cuando pasa junto a mí, veo lágrimas de cólera en sus ojos.

Aprieto los dientes cuando vuelvo a mirar a Jackson. Sus brazos están alzados victoriosamente. No muy lejos, con el agua a las rodillas, Ari lo observa con clara confusión.

–Ey –dice Sonia Calizo indignada, pero lo suficientemente fuerte para que casi toda la playa pueda oírla–, casi se ahogó cuando era niña.

–No se ahogaría, Dios –Jackson la mira con desdén–. Apenas hay medio metro de profundidad.

–¿No viste lo asustada que estaba? –interviene Ari. Me sorprende. No es típico de Ari confrontar a la gente, mucho menos a un total desconocido. Pero también tiene un fuerte sentido de justicia, así que tal vez, no debería sorprenderme en absoluto.

Como sea, Jackson la ignora, su rostro sigue alardeando, hay una ausencia total de arrepentimiento.

Exhalo y, mientras Jackson da un paso hacia la orilla, imagino que se tropieza y cae de frente a la arena. Imagino que sus prendas lindas y costosas se cubren de agua salada y porquerías.

Aprieto mis puños.

Jackson da otro paso y contengo la respiración, esperando.

No pasa nada. No se tropieza. No cae.

Mis hombros se desploman. Me siento tonta por creer, incluso por un segundo, que las coincidencias de las últimas veinticuatro horas podrían haber sido causadas por mí. ¿Cómo? ¿Una especie de castigo cósmico investido en mí por el universo?

Sí, seguro.

De todos modos, la decepción me cubre como una ola.

Como… como esa ola.

La risa de los amigos de Jackson también se detiene cuando la divisan. Una ola, una de las más grandes que haya visto, se erige detrás de Jackson y lo encuadra debajo de su corona espumosa.

Al ver la expresión de sus amigos, Jackson se da vuelta. Es demasiado tarde. La ola lo golpea y lo voltea. No se detiene allí. El agua avanza sobre la playa y moja las piernas de sus amigos y cubre sus toallas y sillas; se lleva sus latas de cerveza cuando retrocede.

La ola sigue avanzando derecho a mí.

Me quedo boquiabierta. Ni siquiera se me ocurrió moverme cuando observé la ola impactar contra Jackson. La espuma retrocede. Los últimos vestigios del poder de la ola comienzan a desacelerar; agua a toda velocidad se transforma en un paso lento.

Al final de la ola, espuma blanca se detiene a unos centímetros de mis pies y de la guitarra de Ari. Hace una pausa, parece vacilar por un breve momento antes de regresar al mar.

Sigo su curso con la mirada, estupefacta. Cuando levanto la cabeza, encuentro los ojos de Ari. Luce tan impactada como yo; tal vez todavía más. Porque lo más extraño no fue que el agua se me acercó tanto y, sin embargo, no me tocó. Lo más extraño fue que Ari estaba parada muy cerca de Jackson, pero la ola pasó por al lado de ella.

De hecho, a pesar de su enorme tamaño, la ola solo impactó contra Jackson y sus amigos.

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