Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 22
ОглавлениеMi hija, Rose
Me senté junto a mi querida hija Rose, que estaba acostada con los ojos cerrados y tenía una expresión de paz en el rostro. La tomé de la mano, le acaricié el cabello y le dije cuánto la amaba. Después de un rato, hubo una ligera conmoción en el cuarto y se oyeron voces que hablaban en ruso, un idioma que estaba aprendiendo, pero que aún no entendía bien. Entonces alguien dijo en inglés: “Es hora de irnos. Necesitan cremar los cuerpos”.
Quizá no sean estrellas, sino
agujeros en el Cielo por
donde el amor de nuestros
difuntos fluye y nos baña con
su luz para avisarnos que
son felices.
ANÓNIMO
Retrocedí horrorizada. ¿Cómo podía alguien hablar de llevarse a mi amada hija y quemarla? El sólo pensarlo me resultaba absolutamente estremecedor. Pero entonces oí otra voz entre mis pensamientos: “Ellos ya no están aquí”. Era la voz del suegro de Rose y de inmediato entendí que se refería al cielo y nos recordaba que nuestros seres amados, Rose, su esposo Piper y su hijo Sean, ya no ocupaban los tres cuerpos que yacían lado a lado en esos ataúdes, sino que habían partido de este mundo para ir a un lugar mejor.
—¿Están en un lugar donde puedan sentarse? —había preguntado amablemente mi suegra a mi esposo Ken por teléfono hacia poco menos de una semana. Luego procedió a darnos la terrible noticia que nuestra hija de veintiséis años había muerto, junto con su esposo de la misma edad y su hijo de tres años. Iban en el automóvil por una carretera cubierta de hielo cerca de una ciudad remota en Siberia; regresaban a casa después de haber ido a hacer snowboarding en las montañas cuando el automóvil patinó, se salió de control y se estrelló contra un autobús.
La noticia era tan increíble e inesperada que fue muy difícil asimilarla; era como si alguien nos estuviera diciendo que el cielo era verde o que el pasto era morado. Simplemente nos dejamos caer en una banca fuera de la librería donde estábamos haciendo algunas compras cuando entró la llamada y nos esforzamos por recuperar, de algún modo, el equilibrio en un mundo que giraba a ritmo vertiginoso. Ken y yo habíamos tomado unas cortas vacaciones y por esa razón, la noticia de la muerte de nuestros seres queridos se les comunicó primero a los padres de mi esposo, ya que eran las únicas personas con las que la embajada de Estados Unidos en Rusia logró establecer contacto en ese momento.
Había sido un año difícil para nosotros, y todos nos habían aconsejado que nos tomáramos unos días para descansar. Fuimos en automóvil de nuestra casa en Boston hasta un pequeño pueblo en la zona rural de Pennsylvania a pasar unos días disfrutando de la tranquilidad del campo. Cuatro meses antes, otra de nuestras hijas, Lillie, sufrió un accidente automovilístico en Boston una madrugada cuando un conductor ebrio que iba a exceso de velocidad salió de una calle secundaria y se estrelló contra el auto que ella conducía; el impacto causó la muerte de uno de los pasajeros e hirió a otros cuatro, entre ellos, a Lillie, que fue la que sufrió las heridas más graves, pero milagrosamente sobrevivió a una delicada operación del cerebro y por fin se estaba recuperando tras una convalecencia muy difícil.
Ahí estábamos de nuevo, enfrentando otra tragedia. Esas palabras: “Ellos ya no están aquí”, traspasaron mi conciencia y, en ese momento, ni siquiera estaba segura de seguir creyendo en el cielo. En ese instante, fue como si todo lo que creía se borrara de un plumazo, como cuando una computadora falla de pronto, o como cuando una película se detiene abruptamente en medio de la acción y sólo se ven puntos enroscados y estática.
Siempre había creído en Dios, con excepción de los años de juventud en los que rechacé las creencias de mi infancia y me declaré atea. Pero luego mi vida dio ciertos giros sorprendentes; aprendí a amar a Dios con todo mi corazón y pasé muchos años en América Latina y después en Siberia viviendo como misionera con mi esposo y mis seis hijos. No podía imaginar no creer en el cielo después de haber vivido en situaciones peligrosas y haber dependido de Dios para todo y, sobre todo, después de haber sido testigo de muchos milagros a través de los años. Sin embargo, ahí estaba, profundamente preocupada por Rose y su familia, sabiendo que su futuro, su felicidad y bienestar dependían de que hubiera un más allá. De repente, todo aquello de lo que estaba tan segura parecía haber desaparecido.
En ese momento se me ocurrió que mi fe en Dios siempre había estado relacionada con la Biblia, por lo que traté de pensar en un versículo bíblico sobre el cielo. Pensé en el versículo 16, capítulo 3 del evangelio de san Juan que dice: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que crea en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna”. Medité un momento en este versículo y me pregunté: “¿De verdad creo en eso o son sólo palabras bonitas?”. Entonces tuve otro pensamiento: “Puedes elegir. Puedes escoger entre creer o no creer. Depende de ti”. Así, en ese momento respondí: “Decido creer” y de inmediato sentí que una paz serena me rodeaba y me daba sustento, algo que hasta la fecha siempre ha permanecido conmigo.
Después de que dejamos ese lugar, todos salimos a la calle y dimos varias vueltas por la cuadra. Todo era muy frío y monótono. Todos estábamos aturdidos. De hecho, estábamos esperando a que cremaran los cuerpos y tratábamos de movernos para mantenernos calientes mientras esperábamos. Era imposible que lleváramos los cuerpos de regreso a Estados Unidos para darles sepultura, por lo que habíamos optado por cremarlos en Rusia y llevar las cenizas de vuelta con nosotros.
Finalmente nos llevaron en varios vehículos al lugar donde había ocurrido el accidente. La carretera estaba muy sola y desierta. Muy pocos vehículos pasaron por ahí mientras estuvimos ahí. Era difícil creer que un autobús hubiera estado ahí en el preciso momento en que el automóvil derrapó fuera de control. Vimos los restos del choque al lado del camino, dispersos por la nieve. En lo alto de una colina que se veía al fondo, alguien había colocado una guirnalda de flores en memoria de nuestros hijos.
Traté de imaginar lo que Rose y su familia sintieron al estrellarse en medio de la nada y abandonar este mundo en un rincón tan desolado de la Tierra. De pronto, mientras miraba la guirnalda de flores, vi que el sol se estaba poniendo detrás de ella; su luz la iluminaba directamente y los rayos se entrecruzaban a su alrededor. Tomé mi cámara para captar ese bello paisaje. El hermano de Piper lo vio en el mismo momento que yo y también sacó su cámara para tomar la fotografía. Lo entendí como una hermosa promesa: que incluso en medio de la nada, el amor y la luz de Dios los habían rodeado y los habían sostenido durante la tragedia para conducirlos después a un mejor lugar.
Esa noche viajamos por tren de Novokuznetsk a Novosibirsk, donde Rose, Piper y el pequeño Sean habían vivido como misioneros y trabajadores de ayuda humanitaria. Me quedé en el corredor del tren viendo por la ventana los abedules y la nieve en la oscuridad y elevé mis pensamientos a Dios. Sentí que Él me respondía, me tranquilizaba y me decía que no debía preocuparme más por Rose, Piper y Sean porque eran felices y habían emprendido una nueva vida, sino que más bien debía centrar la atención en nuestros otros hijos y ayudarles a salir adelante en los duros días que vendrían.
En Novosibirsk realizamos el funeral y fue muy conmovedor ver a muchos rusos queridos que expresaron su amor y aprecio por Rose, Piper y Sean, que habían vivido entre ellos en los últimos años y que habían amado y ayudado a tantos. No pude evitar pensar que, pese a su corta vida, Rose y Piper habían vivido con plenitud. Aunque sólo habían vivido veintiséis años en este mundo, ¿quién era yo para decidir cuánto tiempo debía durar una vida?
Agradezco mucho haber tenido a Rose, a Piper y a Sean y los maravillosos momentos que compartimos cuando estuvieron con nosotros. A menudo siento la presencia de Rose muy cerca de mí. Y el cielo ya no es un lugar abstracto para mí. Me parece mucho más real ahora y espero ir ahí algún día cuando me llegue la hora de partir de este mundo. Mientras tanto, amo la vida y quiero vivir cada día amando a las personas que me rodean, a mis hijos y nietos y a Dios.
LARAINE PAQUETTE