Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 29
ОглавлениеSoy enfermera
Tenía poco más de dos años de trabajar en la unidad de cuidados intensivos cuando la conocí. Hope llegó a nosotros porque tenía insuficiencia respiratoria a causa del cáncer de mama en etapa terminal que sufría. Tenía treinta y nueve años y había librado esta batalla de manera intermitente desde hacía años. Parecía que todos sabían que no iba a ganar la guerra, es decir, excepto ella. Tenía una hija adolescente en casa y también una pequeña de ocho años. Era madre soltera desde hacía años, pero era afortunada en el sentido que tenía una de las mejores redes de apoyo familiar que había visto desde que trabajaba en la unidad. Hacía mucho tiempo que sus padres se la habían llevado a ella y a sus hijas a su casa para ayudarla a criarlas y atender a su hija que tenía que someterse con frecuencia a operaciones y tratamientos.
No podemos decidir la
dirección en la que sopla
el viento, pero podemos
ajustar las velas.
ANÓNIMO
Al principio, Hope no fue una paciente fácil de tratar. Tenía ventilación mecánica no invasiva, que era una experiencia tremenda hasta para el más animoso de los pacientes, y tenía mucho dolor las veinticuatro horas del día. Tenía periodos de oxigenación muy baja, que producían confusión y agresividad. Esto hacía difícil que algunas personas se llevaran bien con ella. Además, tenía una dinámica complicada con el padre de su hija menor, que ponía a las enfermeras en medio del problema. Era una situación muy espinosa que estresaba mucho a la familia y al personal, y la protegíamos lo mejor que podíamos. También equilibrábamos las labores para que las mismas enfermeras no tuvieran que cuidarla todo el tiempo.
Estuvo con nosotros varias semanas; a veces mejoraba lo suficiente para trasladarla al piso médico-quirúrgico algunos días. Inevitablemente, siempre volvía con nosotros. Aunque no estaba preparada para darse por vencida y dejar de luchar, nos hacía saber con frecuencia que si iba a morir, desde luego no lo haría en el hospital. Las enfermeras y los médicos que la atendían fueron realistas cuando le hablaron de sus probabilidades, lo mismo que sus padres. Pese a todo, siempre que Hope quisiera luchar, estábamos ahí para ayudarla.
Estuve a su cuidado a menudo y en sus momentos de lucidez expresaba su pesar y, sorprendentemente, hablaba de la culpa que sentía por haber pasado la mayor parte de la vida de su hija menor luchando contra el cáncer en lugar de dedicarse a ser su madre. Durante estas charlas me di cuenta de que Hope estaba en realidad mucho más cerca de rendirse de lo que nos había hecho creer. La confianza fue creciendo entre nosotras y en una ocasión me reveló el secreto de su motivación inquebrantable. Se aferraba a la vida cada día porque quería con desesperación durar hasta el noveno cumpleaños de su hija, para el que faltaba sólo una semana. No quería que su hija menor fuera con frecuencia a la unidad de cuidados intensivos; detestaba que su bebé la viera ahí, conectada a sondas intravenosas y máquinas, incapaz de levantarse siquiera para cuidarla. Sin embargo, le emocionaba pensar que la pequeña iría a verla en su cumpleaños. De repente dejó de hablar del tema y apartó la mirada, llorosa. Le pasé una caja de pañuelos desechables y esperé a que continuara. No quiso decir más, sólo movía la cabeza, hasta que al fin susurró: “No puedo ir a su fiesta de cumpleaños”.
Al ver a esa mujer, esa madre que estaba viviendo sus últimos días en el hospital, lejos de su familia y amigos, que por fin dejaba ver algunas grietas en su fachada fuerte, fue más de lo que pude soportar. No podía quitarle el cáncer y no podía hacer que se sintiera bien para ir a casa. Sin embargo, podía ser su voz, su defensora y actuar como su conexión con el exterior.
Fui a trabajar el día del cumpleaños de su hija. Me senté a su lado a primera hora de la mañana y le pregunté si le gustaría ofrecerle una pequeña fiesta a su hija, ahí en su habitación. No respondió nada por un momento y los ojos se le llenaron de lágrimas. Estoy segura de que a mí también. Luego asintió con la cabeza y dijo en voz muy baja: “Bueno”. Mi esposo llevó unos pastelillos. Conseguimos unos globos de colores y los atamos a las sillas. Fui a la tienda de regalos y compré un perro de peluche (el animal favorito de su hija) para que Hope se lo diera. Llevé todo a su habitación, incluso una tarjeta de cumpleaños para que le escribiera un mensaje personal a su hija, y envolvimos juntas el perrito.
Cuando su hija llegó más tarde ese mismo día, el rostro se iluminó de alegría cuando se dio cuenta de que tenía una fiesta sorpresa. Todos cantamos “Feliz cumpleaños” y luego salimos para dejar a la familia a solas un momento. No sé qué me afectó más: Hope y su familia, o las otras enfermeras y yo cuando comprendimos que estábamos viendo la última celebración de cumpleaños entre madre e hija. El corazón se me partió por ellas cuando pensé en mi propia hija, acurrucada en casa con su padre. Hubo muchas lágrimas ese día, tanto de alegría como de dolor.
Hope murió unas semanas más tarde, en paz, en nuestra unidad médico-quirúrgica. Su familia estuvo con ella al final y me la encontré en el pasillo inmediatamente después de que ella murió. Intercambié abrazos con todos, incluso con la pequeña, y les di el pésame. Se veían tranquilos, sabían que su amada hija y madre estaba descansando al fin. Los vi alejarse y esperé que en el futuro, cuando pensaran en los últimos días de Hope, no sólo recordaran su lucha y la tristeza. Esperaba que también recordaran esos momentos de verdadera felicidad en los que pudo hacer de lado su enfermedad y amar a su familia, mimar a su hija y celebrar la vida que dejaba atrás.
Me encanta ser enfermera. Muchas personas buscan su propósito durante años y el mío fue claro desde que tengo uso de razón. Esta situación me afectó muchísimo y hasta la fecha me siento feliz por haber sido parte de la vida de Hope. Ya no trabajo en la unidad de cuidados intensivos, sino en la sala de labor y parto, que me lleva a completar el círculo. En lugar de asistir a los que viven sus últimos momentos, doy la bienvenida a nuestro mundo a la nueva vida. Pongo mucho corazón en lo que hago, y estoy segura de que mis compañeras podrían confirmarlo. Cada paciente que cuido se marcha con una pequeña parte de mí y me parece bien que así sea. Hay suficiente de mí para seguir. Toda yo soy enfermera.
MELISSA FRYE