Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 27
ОглавлениеY un niño pequeño los guiará
El esposo de mi amiga Eileen murió de repente tras una breve enfermedad que nos tomó a todos por sorpresa. Dan tenía apenas 56 años y gozaba de buena salud, o por lo menos eso era lo que creíamos. ¿Cómo era posible que se hubiera ido?
Después del funeral, familiares y amigos se reunieron para compartir recuerdos y acompañar a la acongojada viuda. Eileen estaba haciendo su mejor esfuerzo por parecer fuerte y estoica. Siempre había sido la roca de la familia; era el tipo de mujer que podía manejar cualquier situación y hacer frente con elegancia y aplomo a cualquier cosa que la vida le presentara. Circulaba con gracia entre la multitud de dolientes, aceptando las condolencias, agradeciendo a las personas por haber ido, haciendo una pausa para sonreír al oír las historias que la gente contaba sobre algo tierno, gracioso o considerado que Dan había hecho.
Los corazones
apesadumbrados, como
las nubes de tormenta, se
alivian cuando sueltan un
poco de agua.
ANTOINE RIVAROL
Lo disimulaba bien, pero yo —y todos los demás— nos dábamos cuenta del estado precario y emocionalmente frágil en el que se hallaba, y todos andábamos de puntillas a su alrededor como si Eileen fuera una bomba de tiempo a punto de estallar y nos cuidábamos mucho de no decir o hacer nada que pudiera hacer añicos el control que tanto trabajo le había costado aparentar.
De pronto, a mitad de una anécdota chistosa que uno de los dolientes estaba contando sobre Dan, lo que todos temíamos que sucediera, sucedió. Eileen dejó de sonreír y los ojos se le llenaron de lágrimas. Miró su regazo, apretó las manos sobre los muslos y la barbilla le tembló visiblemente por el esfuerzo que hacía por no perder la compostura delante de todos. Pero todo fue en vano. Las lágrimas escurrieron en silencio por sus mejillas y los hombros empezaron a temblar cuando perdió la batalla con su dolor terrible y abrumador.
Todos nos quedamos paralizados. ¿Qué correspondía hacer? ¿Debíamos seguir charlando, fingir que no nos dábamos cuenta y darle la oportunidad de recobrar la compostura? ¿Debíamos decir algo? ¿Debíamos abrazarla? ¿Llevarle un pañuelo? ¿Ofrecerle algo de beber? ¿Debíamos dejarla en paz para que llorara en privado?
Aunque los adultos titubeábamos, temerosos de hacer algo incorrecto que empeorara la situación, Lauren, la nieta de ocho años de Eileen, se sentó al lado de ella y le estrechó las manos entre las suyas.
—No te preocupes, abue —dijo—, llora todo lo que quieras. Me voy a quedar aquí sentada junto a ti acariciándote la mano mientras lloras.
Fue un gesto muy sencillo y, sin embargo, era precisamente lo que había que hacer. Aunque los adultos, supuestamente más sabios, vacilábamos, abochornados e inseguros ante el dolor descarnado, la pequeña Lauren de ocho años reconoció sin ambages el dolor y el sufrimiento de Eileen y le ofreció el consuelo que necesitaba en ese momento.
Ese acto inocente y desinhibido fue una prueba rotunda de que la simple aceptación y comprensión suele ser la mejor respuesta ante el dolor de otro.
CANDACE SCHULER