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El señor Fitz

Gigante. Ésa era la primera palabra que venía a la mente. El señor Fitsumanu medía por lo menos 1.98 metros, o tal vez más, y era tan ancho como una montaña. Sus manos eran como mazos con dedos. Cuando hablaba era como si el trueno hablara en inglés con acento samoano. “Díganme señor Fitz”, nos pedía, y a la edad de trece años, ¿quién era yo para discutir con él?

Si cambiáramos nuestra

actitud, no sólo veríamos la

vida de manera diferente,

sino que la vida misma sería

diferente.

KATHERINE MANSFIELD

Mi padre acababa de morir y con él desapareció el rumbo de mi vida, o eso pensé. El señor Fitz aconsejaba: “No pienses mucho en lo mal que te sientes, sólo reconoce lo que sientes y sigue adelante”. Mi padre hablaba muy poco inglés y sólo me hablaba en samoano. El señor Fitz, por más extraño que fuera su acento, poseía un extenso vocabulario. Parecía que siempre hablaba en términos filosóficos, lo cual me agradaba. Siempre me hacía pensar. En retrospectiva, creo que estaba buscando a alguien que llenara el hueco que había dejado la muerte de mi padre y el señor Fitz, en muchos sentidos, era como mi padre y por eso le tomé cariño.

El señor Fitz se acababa de mudar a Missouri, y se ofreció a darnos clases en la escuela dominical de mi iglesia. Cuando el señor Fitz entró en el salón, se hizo un silencio sepulcral. Noté que sólo tenía dos dedos en la enorme mano derecha. Eso no le impedía escribir con ella. Usaba el pulgar y el dedo meñique, no necesitaba más. Se dio cuenta de que me había quedado mirando su mano y dijo: “No me duele, no dejes que te duela a ti”. Debo haber puesto cara de completo horror o miedo, porque cuando me volví hacia el resto de la clase, mis compañeros estallaron en carcajadas. Me volví a ver al señor Fitz y me sonrió. Me dio vergüenza haber mirado fijamente su mano, pero su sonrisa me reconfortó y empecé a reír también.

Cuando el señor Fitz tenía veintitantos años trabajaba en Hawái en un astillero como cortador de acero. Su turno estaba por terminar y se distrajo pensando en el nuevo juego que él y sus amigos estaban aprendiendo: el golf. Dejó de prestar atención a la sierra, se le resbaló y le cercenó tres dedos. Se envolvió la mano de inmediato, recogió los dedos y corrió al hospital, pero los médicos no pudieron reimplantar los dedos porque los huesos y tejidos estaban muy dañados. El señor Fitz contaba esta historia con una sonrisa y luego levantaba la mano y decía: “No se preocupen. Por lo menos puedo seguir jugando golf”. Me quedaba asombrado, no sólo por la historia, sino por el hecho de que todavía jugara golf.

El señor Fitz y su esposa fueron amigos de la infancia de mi madre y mi padre en Samoa. Cuando vio mi nombre en la lista, me preguntó quién era mi padre. Le dije cómo se llamaba y que había muerto el mes anterior. Me levantó en brazos y empezó a llorar. Una avalancha de emociones que había tratado de ocultar a mi familia, amigos e incluso a mi madre, estallaron de pronto y empecé a sollozar de manera incontrolable. Soy el niño más pequeño de la familia y mi hermana menor y yo éramos los únicos hijos que aún vivíamos en casa. Mis hermanos mayores me decían: “Ahora tú tienes que ser el hombre de la casa. Más vale que dejes de llorar”. No había derramado una sola lágrima desde el funeral.

—No quiero ser el hombre de la casa. Quiero que me devuelvan a mi padre. Quiero decirle que lo amo —grité en ese momento.

—Un hombre puede extrañar el amor de su padre —dijo el señor Fitz al tiempo que me bajaba al suelo—. Llorar por otra oportunidad de profesar tu amor me dice que en verdad eres el hombre de la casa. No pienses mucho en lo mal que te sientes, sólo reconoce lo que sientes y sigue adelante.

En las siguientes semanas, mi familia y yo frecuentamos la casa del señor y la señora Fitz. Esto hizo muy feliz a mi madre. Se puso al corriente de los chismes y yo ayudé al señor Fitz a arreglar varias cosas de la casa, mientras escuchaba anécdotas de la niñez de mi padre. El señor Fitz siempre tenía algo que arreglar y, por alguna razón, yo siempre tenía que arreglarlo. Él sabía dónde estaba la escalera y yo podía subir por ella para limpiar las canaletas del techo. Al parecer, su sabiduría y mi juventud eran una combinación muy eficaz.

Un domingo, después de la iglesia, le pidió permiso a mi madre para llevarme como caddy a un torneo de golf el último día de clases. Lo oí y le supliqué a mi madre que me dejara ir. Ella accedió, y faltar a clases el último día parecía algo sin importancia. Era mi oportunidad de ver al gigante golpear la pelota con esos palos.

Al fin llegó el día y yo estaba listo para ver al señor Fitz balancear esos palos brillantes que daban la impresión de que saldrían volando de sus manazas. Nos estacionamos, sacó los palos del maletero, me los entregó y me enseñó a colgarme la bolsa al hombro. Era mucho más pesada de lo que esperaba.

Nos registramos y mientras nos dirigíamos al primer tee me di cuenta de que todos los hombres nos miraban. Al principio pensé que era por el tamaño del hombre que iba caminando a mi lado, pero luego vi a alguien que señalaba la mano del señor Fitz y hacía un ademán con la propia. El señor Fitz me miró y dijo: “No me duele, no dejes que te duela a ti”. Se me había olvidado lo de su mano. Un funcionario del torneo que se hallaba con el hombre que hacía los ademanes se acercó.

—Señor, ¿está seguro de haber venido al torneo indicado? —preguntó.

—Sí, señor —respondió el señor Fitz sin dudar.

El funcionario, sorprendido por la voz estridente del señor Fitz, retrocedió, le preguntó cómo se llamaba y nos informó que estábamos con el siguiente grupo y era nuestro turno.

Mientras observábamos a los otros jugadores iniciar el recorrido, noté que el señor Fitz sonreía. Después de cada golpe inicial, su sonrisa parecía hacerse más grande. Empecé a preocuparme. ¿Sería esa su forma de enfrentar el nerviosismo? Esos hombres estaban mandando las pelotas hasta el otro estado. Entonces llegó el turno del señor Fitz.

Los hombres ya habían empezado a congregarse detrás de nosotros. El señor Fitz tomó el palo de golf más grande de la bolsa y caminó hasta el tee. Colocó la pelota en su lugar, tomó el palo sólo con la mano izquierda y en un santiamén se oyó un latigazo, luego un ruido metálico, y la pelota salió despedida. Si esos hombres habían mandado las pelotas hasta el otro estado, el señor Fitz mandó la suya a Marte.

Se oyeron aplausos por todos lados. El señor Fitz rio.

—¿Alguien vio mi pelota? —preguntó a la multitud.

Me asombró la forma en que el señor Fitz jugaba golf con una mano y lo hacía parecer como si así fuera como se jugaba. Llegó en cuarto lugar y, a juzgar por la reacción de los otros golfistas, bien podría haber ganado. Para mí, fue el mejor.

—Debe de haber sido muy difícil perder los dedos. ¿Alguna vez pensó que nunca podría golpear la pelota tan bien como los demás? —le pregunté cuando íbamos camino a casa.

Meditó mi pregunta un momento y luego, en inglés casi perfecto, respondió:

—Perder algo que uno da por sentado que siempre estará ahí no es lo difícil. El reto radica en hacer lo mejor posible con lo que venga después —a los trece años, esas palabras se me quedaron grabadas para siempre en la mente.

El señor Fitz murió en agosto del año siguiente. Se ahogó cuando trataba de salvar a su sobrina de una corriente de resaca. Amé a ese hombre y la dirección que le dio a mi vida. En el corto tiempo que lo conocí, me di cuenta del efecto que tuvo en mi vida y hasta el día de hoy se lo agradezco. Cada vez que pienso en él, aún lo oigo decir: “No pienses mucho en lo mal que te sientes, sólo reconoce lo que sientes y sigue adelante”.

HIGHLAND E. MULU

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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