Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 23
ОглавлениеUna señal de Dios
Era 1985, tenía dieciocho años e iba a pasar todo el verano fuera de casa. Conseguí lo que consideraba mi primer trabajo verdadero: un puesto de recamarera en el hotel más grande del Glacier National Park. Tenía la intención de aprovechar todos mis días libres para hacer senderismo y explorar el parque. Una de las primeras personas que conocí fue un joven de diecinueve años, de cabello anaranjado y una pasión por el senderismo que casi igualaba su pasión por el Señor. Congeniamos de inmediato. Así lloviera o tronara, explorábamos los senderos del Many Glacier Valley siempre que teníamos tiempo libre juntos. Además de su increíble espíritu aventurero, también admiraba su madurez espiritual que nunca había encontrado en alguien de esa edad.
Si en lugar de una
gema, o incluso una flor,
proyectáramos el regalo de
un pensamiento amoroso en
el corazón de un amigo, eso
sería dar como los ángeles
lo hacen.
GEORGE MACDONALD
Diez de junio, tercer día libre (y, por lo tanto, tercer día de senderismo). El plan era ir “al lago Iceberg, desde luego” y después al lago y túnel Ptarmigan, si nos daba tiempo; casi veintiséis kilómetros en total si lo lográbamos. Durante el trayecto de los primeros cinco kilómetros de camino, una de las cosas de las que hablamos fue que sería increíble pararse en una saliente debajo de una cascada y ver el agua caer frente a uno. Y entonces aparecieron ante nosotros, precisamente al doblar la curva, las cascadas Ptarmigan, de sesenta y un metros de altura, con una saliente perfecta a unas dos terceras partes del camino hacia abajo.
Quedamos que él iría a “ver” mientras yo esperaba el informe en lo alto. Veinte minutos y varios bocadillos después, empecé a preguntarme por qué tardaba tanto en volver. Empecé a dar vueltas de un lado a otro sobre el tramo de cuatrocientos metros que daba vuelta en U alrededor del borde de las cascadas, pero el paraje estaba tan densamente poblado de árboles que casi no podía ver nada al fondo del cañón. Incluso bajé unos quince metros o un poco más desde el sendero al lugar donde lo vi desaparecer por última vez, pero el suelo estaba mojado y resbaloso por el rocío de las cascadas y no me atreví a ir más lejos. La tercera vez que volví sobre mis pasos por el sendero divisé al fin lo que había empezado a temer: un par de botas que sobresalían de una roca y conectaban con un cuerpo medio sumergido y la mata de cabello anaranjado flotando en la corriente.
Me di cuenta al instante de que estaba muerto. Luego de unos momentos de conmoción y llanto, recogí las mochilas y nuestras pertenencias y empecé a recorrer el sendero de regreso a la estación de guardabosques para informar del incidente. ¿Cómo empezar una historia así? Al parecer, los guardabosques resolvieron que yo tenía el temple suficiente para ser de utilidad en el lugar, porque me pidieron que volviera a subir por el sendero hacia las cascadas con cinco de ellos que llevaban el equipo de rescate y había un helicóptero a la espera. No fue sino hasta unas tres horas más tarde, cuando finalmente regresé al hotel, que rompí en llanto y me desplomé en los brazos de dos amigas que me esperaban deshechas en llanto, ya que la noticia me había precedido.
Desde la mañana siguiente recibí llamadas de varias personas de la iglesia de mi casa que querían decirme que rezaban por mí (por increíble que parezca, la noticia se transmitió por radio incluso antes de que yo tuviera oportunidad de llamar a casa). En el transcurso de las siguientes semanas fui objeto de algunos de los actos más grandes de amabilidad de mis compañeros de trabajo (palmaditas en la espalda, comidas especiales, el ofrecimiento de tomar tiempo libre, etcétera).
Pero la historia no termina aquí. Algo faltaba aún. Lo echaba mucho de menos, pero también tenía la plena certeza de que Dios lo había llamado a su seno y él estaba preparado. Finalmente decidí que necesitaba compartir esto con sus padres. Obtuve su dirección, incluí algunas fotografías que habíamos tomado de las cascadas y el “rescate” y escribí una extensa carta en la que les describí a su hijo como la persona increíblemente espiritual que conocí.
Pasaron varias semanas y recibí una carta de respuesta que me dejó helada. Su madre escribió que había discutido y luchado con Dios por la muerte de su amado hijo y que simplemente no podía aceptar la posibilidad de que ésa fuera realmente Su voluntad. Finalmente “tendió un vellón de lana” y pidió a Dios que le diera diez señales. La primera ocurrió al día siguiente cuando fueron a visitar la tumba: la sombra de una cruz apareció en el capó del automóvil. Continuó mencionando ocho señales más que ocurrieron en las siguientes semanas. La décima fue mi carta, que sirvió como respuesta a su pregunta más crucial. Desde entonces un sentimiento de aceptación y paz se había apoderado de toda la familia.
Todavía me asombra pensar en ello. Pedimos señales a Dios o interpretamos diversos acontecimientos como si Dios nos hablara por medio de señales, pero nunca se me había ocurrido la posibilidad de que Dios pudiera usarme a mí como señal para otra persona.
ANN SCHOTANUS BROWN