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MANUEL

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Una hora después la tienda del viejo Gato, el paraíso de las conservas rancias y el hedor a anciano que aguardaba la irrupción de la adolescencia dispuesta a adquirir alguno de los condones agazapados como serpientes en el polvoriento atardecer de las estanterías.

Fui el primero. La mochila con algo de comer, el sleeping bag y los cigarros me hundía los hombros; mamá con su ¿a dónde vas? cuando dejé la casa aún me taladraba los tímpanos. Estudié el escaparate de la tienda. Allí seguían las telarañas del año pasado, tejiendo fantasmas entre los adornos navideños del año antepasado; vi la cabeza de un maniquí que me hizo pensar en un huevo de avestruz, los alimentos enlatados que jamás se venderían por contener quizá sólo cucarachas, mi reflejo opacado y dividido inexplicablemente en cuatro por los lamparones de la vitrina.

Esteban y Carlos llegaron al cabo de unos minutos, las sonrisas de oreja a oreja, las manos en los bolsillos. Rito apareció treinta segundos después como de costumbre, como desde lejos para que supiéramos una vez más quién era el líder, a quién teníamos que esperar para encender el primer Camel y referir nuestra fuga de las garras paternas y decir Rito, eres el único que no trae nada, ni mochila ni sleeping. Lo oímos reír, murmurar con una mueca llena de dientes no es cierto, traigo mi navaja, es todo lo que se necesita, putos. Otra carcajada y Rito se burlaba de nosotros y nosotros felices por reírnos con él, sintiéndonos pendejos con tanto bulto a cuestas, orgullosos de ser los mejores amigos de Rito y de que Rito fuera nuestro mejor amigo aunque se carcajeara en nuestras narices y se sintiera nuestro padre y por cierto, Esteban, ¿no te pegaron? Cómo podíamos dejar de quererlo, el más grande fanfarrón de nuestro mundo reducido a unas cuantas casas y a catorce años de coníferas en torno del pedazo de tierra donde abrimos los ojos: Rito el ladrón de las bicicletas de cada verano, Rito el del fetiche de látex arrugado en un bolsillo de los pantalones, Rito el que decía vámonos a jugar en las tumbas. Y ahí íbamos todos, fieles como el perro naranja del carnicero aquella tarde en el baldío tan semejante a esta tarde: el sol igual de mutilado por una nube aborregada, la tierra de las calles igual de suelta en nuestros pasos.

Eran las cinco cuarenta y cinco cuando nos internamos en la vereda silvestre que según Rito nos llevaría directamente al deshuesadero, un atajo que había descubierto meses atrás. Él iba a la cabeza de la fila india. Sin decir nada nosotros clavábamos nuestras huellas en sus huellas, confiados de que a pesar de tantos matorrales y espinas y gritos de pájaros localizaríamos el cementerio, seguros gracias a esa curiosa certidumbre que Rito nos infundía cuando iba adelante de nosotros, guiándonos como esa tarde con humo de cigarro en los ojos y en el viento las primeras canciones de rocanrol llegadas al pueblo. Elvis Presley y Bill Halley eran desentonados por nuestras voces; “Heartbreak Hotel” y “Rock Around the Clock” sonaban extrañas en esas cuatro gargantas inexpertas. El aire era tan azul que parecía desprenderse de los huecos entre los árboles, tan frío que podía ser exhalado por las pupilas de Rito mientras “Don’t Be Cruel” y “See You Later Alligator” se diluían en el bochornoso zumbido de los insectos.

Entre los arbustos saltaba el pelo de Rito, una melena rubia que un instante era visible y luego invisible, invisible y visible, ahora me ves, ahora no me ves. Carlos, Esteban y yo la seguíamos a risotadas nerviosas porque las espinas nos acariciaban por todos lados; los pinos nos arrojaban breña sobre los hombros como si se mofaran de nuestro cargamento de falsas comodidades. Envidiábamos a Rito, sin una gota de sudor en la frente y en los Levi’s una simple navaja, el amuleto que nos había obligado a ensangrentar un pacto de hermandad secreta y a asumirnos como los cuatro mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Porque todos éramos Rito y Rito era nosotros de alguna manera, un club de un solo miembro o un adolescente con cuatro facetas que cada tarde se refugiaba en un árbol desvencijado a fumar y discutir consigo mismo sobre rocanrol y películas de aventuras, las primas de la ciudad y las faldas con crinolina, la masturbación y las cicatrices del crecimiento paulatino, el miedo de ser hombre y permitir que la casa del árbol se pudriera con todo y las cervezas jamás empinadas.

Caminábamos tras nuestros propios cabellos, una señal rubia entre la vegetación donde acechaban arañas esmeralda y gusanos que se retorcían como títeres en el extremo de un hilo. El sol atravesaba las ramas de los pinos para divertirse con nuestras facciones, entretejía luz y sombra y diseñaba patas de bichos sobre los párpados, larvas de mosca junto a la nariz mientras cantábamos y Rito iba varios metros adelante de nosotros o nosotros varios metros adelante de Rito o viceversa o todo lo contrario, nadie adelante de nadie y todos juntos, uno para todos y todos para uno, voraces exploradores de esa jungla llamada pubertad.

La piel insomne

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