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ORQUÍDEAS PARA TRES VOYEURS

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La extrema seducción colinda, probablemente, con el horror.

GEORGES BATAILLE

Cada atardecer otoñal a las seis en punto, mientras las sombras maduran en los patios del internado y los ladrillos irradian un fulgor sanguíneo, Ana, Teresa y Cecilia huyen de los juegos que se organizan en el bosque para espiar el estudio desierto donde se efectúa el rito de las flores negras. Han bautizado así el espectáculo que presencian tarde con tarde porque las flores son lo único que ellas entienden, al menos por ahora; además, rito es una palabra mágica recién aprendida en clase de historia, recién registrada en un cuaderno vuelto diario que podría ser legado a la dudosa posteridad de un desván.

Las tres abandonan el bosque sigilosamente, dejando atrás un grupo de uniformes sepia que se confunden con los árboles a medio desvestir. Los rayos de un sol casi líquido acompañan a las estudiantes que corren sobre un tapete de insectos y humus, los doce o trece años bailoteándoles en las caderas y en los pechos que han empezado a alzar las blusas: Ana la de la sonrisa llena de pecas y el pelo como cobre fundido; Teresa y su mirada sin nubes y los dientes más envidiados del internado; Cecilia con la piel de menta y la cabellera larga donde –según dice el maestro de literatura– a veces se enredan los pájaros, a veces un crepúsculo, a veces las sombras afiladas de las tres que avanzan en silencio para no llamar la atención de las demás ni alimentar los rumores de la escuela. (Pero, después de todo, qué importa si las otras imaginan lo peor: que las tres se encierran en los baños o en el dormitorio y se levantan las faldas para iniciar las caricias, el lento hurgar de las lenguas en las bocas que despliegan sus pétalos.)

Cada atardecer otoñal se deslizan por el bosque como si fueran imágenes extraídas de un sueño húmedo, tres bocetos de mujer que persiguen el fin de la inocencia con el aire a sus espaldas. Al llegar a la entrada del internado, una antigua verja de hierro oscuro, se detienen, normalizan la respiración y ríen por el triunfo de su nueva huida: otra vez nadie se ha dado cuenta. Tienen casi una hora para ellas solas antes de la misa diaria; el colegio está vacío –bueno, prácticamente vacío; si no hubiera nadie, no serviría de nada la fuga, a quiénes observarían en el estudio desierto– para que puedan recorrerlo y explorar sus rincones, sus escándalos ocultos, sus patios sembrados de breña y tumores solares. Irrumpen en el internado y por un instante las inhibe tanta quietud; la sonrisa se les cae de la boca cuando creen oír los mensajes que el viento graba en los ladrillos. Quedan petrificadas al centro del patio principal, Cecilia a punto de preguntar si no hay un profesor en los alrededores, Teresa con los ojos fijos en las amplias ventanas del segundo piso, Ana acomodándose las calcetas demasiado estrechas para sus pantorrillas.

Pero la sensación se esfuma rápidamente y ellas se miran y el colegio es otra vez el de siempre, el mismo edificio vetusto que las acoge desde hace un año y no el mausoleo carmesí que la imaginación de las tres erigió por un momento. Vuelven a encajarse la sonrisa de complicidad en el rostro y desfilan hacia las aulas de teoría, Teresa tras Cecilia tras Ana correteando las hojas que se columpian en el aire del atardecer; Ana tras Cecilia tras Teresa por el pasillo de mosaicos rojos donde se encuentra la mayoría de los salones –le dicen el pasillo rojo de mosaicos porque son los mosaicos los que hacen rojo al pasillo y no viceversa, absurda discusión que suele culminar en guerra de almohadas–, el pasillo enrojeciéndose velozmente de mosaicos y de sol que naufraga en las primeras brumas lunares.

Los pasos de Teresa se deforman hasta transformarse en consejos paternos para que nunca hagas algo de lo que te puedas arrepentir, si en el internado hay un lugar prohibido para las alumnas mantente alejada, toda escuela antigua tiene secretos que es mejor no averiguar. Los pasos de Ana intentan mitigar el cosquilleo que le brota en el bajo vientre y que ya puede llamarse excitación; y todo por culpa de Cecilia, ella fue quien descubrió la puerta tras el armario y le robó la ganzúa a un conserje aquella tarde de verano en que estuvo revisando exámenes con el maestro de literatura. Los pasos de Cecilia despiertan los ecos dormidos en los rincones y acaban con el letargo de las ratas, que comienzan a reptar en las profundidades de la construcción; en el ambiente se agolpa de pronto una tranquilidad inquieta, la paz de las aulas rota por el recuerdo de una lección de historia o geografía memorizada entre murmullos.

Al llegar al final del pasillo amosaicado de rojo se detienen ante la Puerta Prohibida –así, con mayúsculas, ya que a todas las alumnas del internado les gusta llamar prohibida a la puerta que da acceso al corredor donde se alinean los cubículos de los profesores– y titubean, aguzando el oído por si hubiera algún movimiento anormal. El reloj de la tarde se sacude las hojas adheridas a su péndulo. El silencio apunta su veleta hacia el corredor que desnuda su penumbra hueca y se alarga conforme Cecilia empuja la Puerta y trata de disimular un gesto perverso, quizás una sonrisa de anticipación que se le filtra por la comisura de la boca y sube a sus ojos, a esa mirada adulta atrapada bajo los párpados de una niña como diría el maestro de literatura, el amor platónico de Cecilia; o bueno –como dicen los rumores–, platónico hasta cierto grado. Ana piensa que el cosquilleo o más bien el humedecimiento que se propaga por su bajo vientre es el resumen de varios dedos que la acarician de adentro hacia fuera, poco a poco el roce de cien manos se sintetiza en esa suavidad como de musgo que le resbala por el abdomen, y todo por culpa de Teresa, ella fue la primera que espió el rito floral a través de la claraboya cuajada de polvo e insectos muertos, la última que dejó de contorsionar las caderas bajo el uniforme aquella ocasión en que las tres debutaron como testigos del espectáculo. Teresa cree que la Puerta Prohibida lanzará un grito, que la madera se lamentará sobre sus goznes mientras el Corredor Prohibido se extiende frente a ellas con un bostezo que tiene algo de llamada erótica, mucho de olor a polen. Y por un segundo, quizá más, quizá menos, las tres imaginan lo mismo: una lluvia de flores negras y rojas y blancas y en plena tempestad, de pie en el pasillo bajo el alud de pétalos y pistilos, se hacinan los profesores del colegio, todos desnudos y bañándose en esa catarata de flores, tocándose unos a otros en ese ciclón de flores, acariciándose con rabia en esa cópula de flores que pronto abandona la mente de las tres.

La primera que ingresa en el Corredor es Ana, la vista cautelosa al igual que sus pasos, el corazón a ritmo de cronómetro; la sigue Teresa, erizado el vello de los brazos, atentos los ojos a las sombras que no embonen en la modorra del pasillo; y por último Cecilia, que cierra la Puerta tan despacio como la abrió y echa a andar, consciente aun del sonido más remoto: ahora carcajadas, ahora gajos de una flauta (quizás el maestro de música), ahora arañazos tras la puerta de la sala de juntas (quizás una rata o una mano perdida). Los cubículos permanecen cerrados como cicatrices; hay árboles o esqueletos proyectados en la ventana al final del Corredor. El tiempo parece detener su rotación de esfera y el siguiente instante se paraliza entre las fauces del crepúsculo. Ana se detiene –así, como el tiempo– ante un armario prehistórico que debería guardar artículos de limpieza pero que en realidad está vacío: claro, si no cómo iban a moverlo los participantes del ritual; además Cecilia lo descubrió la tarde que estuvo con el maestro de literatura. Cecilia extrae de un bolsillo la ganzúa robada y comienza a lamerla porque hay que lubricarla: claro, si no cómo podría encajar en esa cerradura casi oxidada; además el sabor a metal viejo es tan agradable en el paladar, tan extrañamente masculino. Teresa se pasa una mano por el pelo para secarse el sudor, demasiado pegajosa la penumbra que surge de los intersticios del armario. Las tres se miran y por un momento sus miradas se revuelven, tres gatos azules que retozan y juegan con un estambre invisible.

Pero el momento se difumina, los gatos oculares interrumpen su retozo y Cecilia da varios empellones al armario con la llave todavía en la boca, lamiéndola y babeándola para que se introduzca sin dificultad. Teresa y Ana comprueban que el pasillo está despejado, libre de siluetas sospechosas, antes de empujar con todas sus fuerzas. El armario se mueve centímetro a centímetro y sus patas se desesperan, el silencio se desespera y sacude sus alas y quizá por eso hay un aleteo de sombras en el Corredor. El armario parece respirar y su respiración llena la atmósfera de polvo y Cecilia piensa en juegos de palabras, en discusiones que no llevan a ningún lado: el armario sí llena la atmósfera de polvo aunque la atmósfera no sea de polvo y el armario sea el que llene de polvo la atmósfera; o tal vez la atmósfera sí es de polvo y se deshace conforme el armario revela una puerta con toscos altorrelieves, hombres y mujeres en inusitadas posturas eróticas que remiten a animales primitivos, a reptiles engarzados en una lucha sin tregua. Cuando la penumbra recupera su inmovilidad, Cecilia se saca la llave de la boca y la inserta pausadamente, casi con cariño, en la cerradura que aguarda con las piernas abiertas y el sexo medio oxidado. La llave entra con facilidad y gira en la cerradura; la puerta de los altorrelieves resbala hacia adentro, hacia un lóbrego pasillo que termina en otra puerta con una ventana rota, un navajazo entre tanta oscuridad. Y todo por culpa de Ana: ella fue la última que cruzó el corredor aquella primera vez, la que azotó la puerta y rompió el vidrio en su prisa por llegar al dormitorio y levantarse la falda o desnudarse e iniciar las caricias, el lento hurgar de los dedos en la entrepierna porque las flores querían salir, las flores querían dejar el vientre, las flores querían nacer y exhibir sus tallos y pétalos carnosos.

Cecilia da el primer paso dentro del pasillo; la sigue Ana con un sabor a herrumbre entre los labios porque el miedo sabe a herrumbre, el miedo se instala en el paladar y ahí se arrulla; después viene Teresa, las órdenes de papá y mamá arrumbadas en una esquina de la memoria. Cuando se hallan del otro lado de los altorrelieves, las tres empujan el armario y la luz del Corredor se fuga en delgados filamentos. Teresa cree escuchar pasos que se aproximan y los atribuye a los vellos de su nuca, erizados por una brisa inesperada. Ana también oye ruidos –quizás el viejo maestro de música enganchado a su flauta– y se refugia junto a Cecilia, que cierra la puerta. La llave se queda en el sexo de la cerradura y de golpe las tres están solas, integrando un mismo ritmo cardiaco; sus manos se rozan y ellas sienten la vibración de la escuela, el peso de miles de ladrillos como una dolorosa presión en el pubis; sus dedos anhelan entrelazarse como tantas veces en que la luna ha encendido el revoloteo de camisones al fondo de los baños de vapor que no funcionan desde hace décadas y alojan sólo mosaicos agrietados, regaderas que semejan fémures, bragas y corpiños que flotan como nubes en el cenit de la medianoche.

Las tres avanzan hacia la puerta con la ventana rota. Teresa es la última, los pezones duros por efecto de los escalofríos, el aliento entrecortado ahora que su imaginación dibuja manos que emergen de las paredes para masajearle el cuello, la cintura, las nalgas. Adelante de Teresa va Cecilia, la blusa desabrochada hasta el valle de los pechos porque el calor es demasiado viscoso, similar al de aquella tarde de verano en que descubrió el armario aunque, bueno, no fue un descubrimiento accidental; aquella tarde transcurrió, amarilla y sudorosa, en el cubículo del maestro de literatura, entre pilas de libros y exámenes por corregir y poemas truncados por gemidos: allí consiguió la llave de la puerta tras el armario, pero por supuesto que eso no fue lo que dijo después, cuando empezaron las preguntas; inventó el cuento de la llave robada a un conserje, habló de un hallazgo hecho por casualidad. Adelante de Cecilia va Ana, el miedo a flor de boca agudizándose al llegar a la puerta con la ventana rota y abrirla para permitir que una luz agria deslumbre a las sombras del pasillo. Y así las tres salen a un patio donde el aire erige diminutas espirales de polvo; junto a uno de los muros, caprichosa como una hiedra de metal, trepa una escalera de caracol que remata en una portezuela. Se apresuran hacia la escalera, conscientes del parpadeo de la luna, y suben con cuidado, tratando de no espantarse con la vibración de los peldaños. Al alcanzar la cima del caracol empujan la portezuela y pasan a un ruinoso desván repleto de reliquias escolares, aves disecadas y maniquíes mutilados; piensan en los apuntes de biología de una alumna desaparecida, en viejas clases de costura, en agujas que pinchan dedos o más bien corazones ávidos de convertirse en alfileteros. Recorren ese paraíso de la taxidermia a media luz como si fuera la primera vez, imaginando qué sucedería si de repente los pájaros embalsamados alzaran el vuelo y se posaran en las ajadas cabezas de los maniquíes, palpando los vestigios de mejores épocas –o, si no mejores, al menos más inocentes, aunque también en aquellos años el internado tenía secretos y los camisones sucios debían lavarse en casa, una frase que se leyó en un diario escondido en el desván– hasta que al fin se detienen frente a la claraboya que brota del suelo como un bulbo grisáceo. Se arrodillan junto a ella y se le acercan poco a poco para que sus facciones sean bañadas por el cálido fulgor que titila abajo, en el estudio que adquiere contornos precisos conforme los ojos de las tres se acostumbran a una dorada opacidad de velas.

Gracias a la visión cenital distinguen al maestro de historia cuando entra a cuadro y se dirige al centro del estudio, seguido por la instructora de educación física y la profesora de geografía. Los tres comienzan a frotarse en un ballet lascivo; sus manos exploran cavidades y turgencias, sus labios articulan palabras ininteligibles, sus movimientos oscilan entre lo cadencioso y lo feroz. Y entonces irrumpen nuevas figuras, quizás otros mentores aunque es imposible identificarlos ya que traen antifaz y se han vestido de arlequines como los personajes dibujados en un cuaderno oculto en el desván, un diario que antes de ser exhumado no se consultaba desde hacía buen tiempo. Los recién llegados forman un semicírculo de rombos azules y púrpuras y verdes alrededor de los tres maestros que se acarician con violencia creciente, con un frenesí agazapado en el ir y venir de los dedos que indagan y serpentean bajo la ropa, con unas ganas de desgarrar la piel sugeridas en las uñas que suben y bajan, y en las inusitadas posturas que evocan una puerta, unos altorrelieves pero cuándo, dónde: ¿una lámina en algún libro de historia, una remota referencia al arte barroco?, ¿o algo más primitivo, algo como un sueño húmedo en cuyas simas destella una horda de reptiles? Absortos en su danza carnavalesca, los arlequines salen de cuadro y vuelven a entrar contorsionando el tórax, las caderas y las piernas para confirmar que sí, no cabe duda, son los arlequines de siempre, los de aquella primera vez frente a la claraboya cuando hubo miedo y calor y remordimiento de conciencia y todo junto en un solo líquido que circulaba por el vientre y más abajo y ahora queda el calor, tenues rastros de miedo a los que no se presta demasiada atención. Sí, son las mismas siluetas burdamente perfiladas en el cuaderno que se localizó entre las telarañas del desván, un diario que –según después se averiguó– había pertenecido a una alumna inscrita en el internado en la década de los cuarenta, una rubia que aparecía sonriendo al fondo de una borrosa fotografía tomada en el bosque y que se esfumó sin dejar huella –apenas un vago aroma a sándalo– pese a que los rumores aseguraban cosas distintas: que mudó de nombre y país para volverse prostituta, que con los años logró regentear un burdel para hombres de negocios adictos a las jóvenes, que se dedicó a escribir relatos eróticos o mejor dicho pornográficos, que murió por una sobredosis de droga en el baño de un decrépito cuarto de hotel. Sí, son las mismas gesticulaciones aunque hoy se antojan más perversas, menos inocentes que en aquella iniciática tarde estival.

Y de pronto los arlequines abandonan la escena, incendiando el aire con un revoloteo de rombos multicolores. Los tres maestros quedan solos en el estudio, tocándose y mordiéndose sin importarles quién excita a quién ni de quién son esos pechos, esa garganta, esas nalgas que se yerguen como queriendo desprenderse de sus ataduras. El desván cae en un torpor ambarino; la luz, de una densidad casi palpable, preludia el balanceo del péndulo nocturno y agudiza los sentidos. Es mejor olvidar el cosquilleo semejante a un hervidero de mariposas en la entrepierna para ver cómo el maestro de historia sale por una esquina de la escena, cómo la instructora de educación física y la profesora de geografía interrumpen bruscamente las caricias. Blusas, brasieres, faldas, medias y bragas se deslizan al piso conforme dos voces femeninas inauguran un cántico desde un fonógrafo fuera de cuadro, una pieza cuyo título rehúsa despuntar en la memoria porque es algo exótico, algo con una k intermedia, una invocación en un idioma difuso. Alguna vez en la clase de música se escuchó y analizó esa pieza, una de las favoritas del profesor que hablaba maravillas de Delibes, ah, sí, ahí está el nombre del compositor: Delibes, por supuesto, la sesión sobre música de opereta y ballet, Francia, finales del siglo XIX; Delibes, sí, pero cuál es el título de la pieza que recupera el encuentro de dos mujeres en un jardín mágico a orillas de un río, el profesor contó la historia, Delibes se había inspirado en esa imagen para componer la pieza que se llama cómo, cómo, cómo nombrar a dos mujeres que cantan en un jardín mientras las dos maestras permanecen inmóviles en el suelo del estudio, tendidas bocarriba sobre un revoltijo de ropa, los ojos cerrados en tanto la música insinúa una cadencia de piel que huele a noche, lenguas que deambulan por zonas cada vez más profundas. Desnudo, precedido por una erección brillante como relámpago, el maestro de historia regresa a cuadro; en las manos sostiene una navaja de rasurar y una bolsa llena de pequeños óvalos que remiten a semillas.

En ese instante la realidad da una maroma y queda bocabajo. Ya nada es lo que aparenta ser cuando el cosquilleo en la entrepierna deviene palpitación, tibio calambre que espanta. De golpe es el rito de las flores negras, la ceremonia espiada y soñada casi a diario desde aquella tarde de verano, la obsesión que ni papá ni mamá han podido o querido explicar. En casa se negaban a hablar del tema y desviaban cualquier conversación en torno de pesadillas extrañas, nuevas sensaciones, temblores innombrables. Decían que las cosas relacionadas con el sexo eran generalmente malas, que las niñas decentes debían evitar a toda costa esos asuntos, que gracias al aislamiento y a la disciplina del internado aprenderían a comportarse.

El maestro de historia se arrodilla junto a las dos mujeres. Las voces del fonógrafo cobran un ritmo similar al de las fantasías más íntimas, dos alientos que se funden y confunden mientras el maestro deposita la bolsa en el suelo y abre con la navaja un pequeño surco bajo el ombligo de la profesora de geografía que no se mueve ni sangra: la herida es perfecta, de una limpieza quirúrgica. El maestro repite la operación con la instructora de educación física y al terminar hunde la mano en la bolsa para extraer un puñado de óvalos que siembra en las heridas. Conforme la música alcanza su cenit, el maestro se incorpora. Las dos mujeres renuncian a la parálisis y se acercan, buscándose a ciegas con labios y dedos, entrelazando salivas y extremidades sin atender al maestro que observa y se frota la erección con gesto distraído. Y entonces nace una agitación bajo la piel de las profesoras, un vaivén como de olas o bulbos que pugnan por surgir aquí y allá, en distintas regiones cutáneas, a lo largo y ancho del cuerpo. La agitación va en aumento y basta parpadear para que las orquídeas germinen y revienten la carne y asomen por el rostro, las axilas, la espalda, el torso, los muslos; las orquídeas cubren todo con su terso pelambre de pétalos y transforman a las mujeres en enredaderas, floraciones que se estremecen en un insólito delirio vegetal.

La mente decide jugar más de lo que ha jugado y así Ana, Teresa y Cecilia, las tres con las faldas alzadas en el desván que se disuelve en un letargo sepia, imaginan qué sucedería si el maestro de historia –¿o acaso es el de literatura, el de música?– volteara hacia arriba y las descubriera allí, tres rostros intrusos que escrutan el recinto cuya existencia debe guardarse en el más riguroso secreto. Probablemente las facciones del maestro se descompondrían en una mueca que las horrorizaría y ellas tendrían que ahogar un alarido y acomodarse el uniforme rápido, lo más rápido posible. Tal vez sentirían las primeras uñas del miedo en la nuca y se apartarían de la claraboya justo cuando el maestro las señalara y saliera de cuadro y las profesoras o mejor dicho las esculturas florales se levantaran con ademanes sonámbulos, de película muda. Quizás entonces Cecilia, Teresa y Ana, soportando a duras penas el hormigueo en el bajo vientre, tropezarían con algunos maniquíes en su prisa por abandonar el desván y los muñecos desearían devolverles el abrazo para frustrarles la huida. Quizá los pájaros se burlarían con sus miradas vidriosas y ellas se precipitarían a la escalera de caracol aunque los maniquíes empezaran a cantar con voces de Delibes, atravesarían el patio sin advertir la nitidez de la luna que colgaría del cielo como una sonrisa plateada, llegarían al pasillo cuidando de no azotar la puerta con la ventana rota para evitar que el golpe reverberara en las entrañas del colegio, empujarían la puerta de los altorrelieves y moverían el armario para abrir y cerrar el acceso que nadie debería conocer y salir al Corredor Prohibido. Al fin el Corredor Prohibido, el hormigueo vuelto una humedad implacable entre las piernas que obligaría a pensar primero en la cercanía de la noche y después en la desaparición del maestro –¿de historia, de literatura, de música?– al que todos buscarían hasta que la última hebra de sol se desvaneciera y él por ninguna parte, ni un mínimo rastro de su presencia. Seguramente el maestro esperaría a que pasara la hora de la cena y el internado se poblara de grillos y aire para acudir a la cita con Ana, Teresa y Cecilia, que estarían en su dormitorio, a punto de dejar caer sus camisones como arañas translúcidas, aguardando con ansiedad que alguien llamara a la puerta; alguien que en las manos traería una navaja luminosa y una bolsa con semillas oscuras para enseñarles con placentera lentitud cómo germinan las orquídeas que laten abajo, muy al fondo, en esa penumbra de terciopelo habitada por pétalos impacientes.

La piel insomne

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