Читать книгу La piel insomne - Mauricio Montiel Figueiras - Страница 14

RITO

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Cuando la parálisis nos liberó, eché a correr entre los matorrales con ganas de estar a solas en el deshuesadero sin tener que cuidar a Carlos, Manuel y Esteban, sobre todo a Esteban. Pinche flaco, qué culpa tenía de ser tan pendejo y despistado; al fin y al cabo era casi mi sombra, de mis tres amigos el que más me idolatraba con esa especie de fanatismo que es la fantasía de cualquier adolescente: ser modelo de otros y que te sigan a donde vayas, incluso a dormir a un deshuesadero. Por eso me preocupaba Esteban, tan distinto a los demás aunque después de todo éramos uno solo, ellos parte de mí y yo parte de ellos como un personaje con cuatro máscaras, mi navaja al mismo tiempo en sus bolsillos y en el mío. Los cuatro compartíamos ese instante de sepulcros y risas nerviosas; los cuatro sentíamos que una zarpa de hielo nos estrujaba los testículos cuando creíamos percibir una silueta grande y rolliza como una rata; los cuatro nos estremecíamos cada vez que un terrón se desprendía de alguna de las lápidas más viejas. Había que vernos: Esteban con un principio de pavor en la mirada verde, Carlos con una mano en el pelo rubio, Manuel inmóvil ante una estatua que esperaba mi señal para moverse, y yo sin dar la señal porque tenía los labios secos.

Todos intentábamos negar el pánico de haber dado con una tumba abierta igual que una boca, sus colmillos los pedruscos que surgían de las cuatro paredes y apartaban las raíces para luego colgar bruscamente sobre la sima. Tres o tres metros y medio de altura y nuestras cabezas allá abajo, en el fondo; el contorno de cuatro cráneos desdibujados por la luz de las seis se revolvía con los otros cráneos que se perfilaban en la penumbra, olvidados quizá por descuido del vigilante que no estaba a esa hora o si acaso estaba no salía de su choza junto a la verja, seguramente más lleno de aguardiente que las botellas que escondía en la alacena según decían en el pueblo.

Y entonces la pregunta fatal que no exigía palabras y que se coagulaba en la mente de cada uno, la pregunta y a la vez la respuesta porque de antemano todos sabíamos quién iría por los balones de futbol. Por eso preferí romper el silencio con una carcajada, acercarme al borde de la boca y antes que alguien dijera algo brincar y caer en cámara lenta, las piernas listas para convertirse en resortes al tocar el fondo, los brazos alzados como si de mis axilas fueran a brotar alas que me llevarían al infierno a mil kilómetros por hora; caer con el corazón en la garganta y regresar al momento en que habíamos trepado la verja para saltar al deshuesadero y yo había dicho casi te espinas el culo, Esteban; caer otra vez pero ahora dentro de una boca cuyos dientes resbalaban junto a mí en una ráfaga de mordiscos veloces. Por un segundo quedé suspendido en el aire como fotograma de película muda y me sentí el protagonista de Nosferatu, pero de golpe irrumpió el vértigo, la náusea se filtró a ese segundo y en mis intestinos se instaló el temor a seguir cayendo por una eternidad de segundos, el horror a nunca dejar de caer porque el fondo se veía más y más lejano y la boca se ensanchaba y los colmillos crecían hasta que por fin el suelo me acogió y las piernas me acuclillaron y mis tenis se sumieron en el lodo justo cuando un olor a huesos encajonados se disparó hacia mi nariz y mis brazos hallaron el equilibrio.

Sonreí desde el fondo de la tumba para que los otros se cercioraran de que no había problema; le devolvimos una mueca a Rito, que se dedicó a escarbar entre los huesos mientras nos daban ganas de vomitar. Conforme removía las calaveras, manchándome los dedos de musgo, noté que los de arriba tenían la cara transparente; Rito se aguantaba el asco que sentíamos al verlo hurgar en las cuencas vacías para quitarle tierra a los cráneos. Se los empecé a arrojar uno tras otro, seis o siete en total; nosotros los recibíamos y los apilábamos a un lado de la fosa, luchando contra las arcadas. Después Rito subió apoyándose en terrones y raíces y lo ayudamos a salir, todo sonrisas y jadeos, y ellos aún pálidos por estar frente a los balones de futbol; quizás apenas advertíamos que habían sido cabezas humanas iguales a las de nosotros y nos preguntábamos a quiénes habrían pertenecido, qué opinarían sus dueños si nos descubrieran jugando con algo que fue tan suyo, tan sus cabezas como las de nosotros y la de Rito.

De repente nos miramos y comprendí lo que cada uno pensaba: qué sucedería si en vez de cráneos desconocidos fueran nuestros propios cráneos, sus propias calaveras las que patearían y con las que anotarían goles en una portería improvisada. Sí, eran nuestras cabezas las que rodaban y rodaban por el deshuesadero, una procesión de órbitas y maxilares que el atardecer ensangrentaba a ras del suelo y que se detenía para que Rito prendiera un Camel y festejara el segundo gol de Manuel, cuatrouno a favor mío y de Manuel, claro, Carlos y Esteban eran muy lentos, tú portero y yo defensa, qué idiotas, como si fuera un equipo común y corriente, once jugadores y no dos contra dos; perdían el tiempo planeando estrategias que nunca ejecutarían pero allá ellos, Rito y Manuel no tenían técnica, eran niños de primaria, todo lo hacían al aventón y yo le decía a Carlos que pronto los empataríamos, vas a ver, les vamos a ganar, ¡cuidado con Carlos, Manuel! ¡No se te olvide que Rito es un cerdo, Esteban! ¡Rito, traes al Huesos detrás, acuérdate de las patadas! ¡Ojo con los codazos de Manuel, Carlos! ¡Gol, cincouno a favor de nosotros! ¡Eso fue trampa, carajo! ¡Son unos pendejos, Esteban! ¡Ah, qué chingón saliste, Manuel! ¡Váyanse a la mierda, no sean llorones! ¡Llorona tu puta madre! ¡Con mi familia no te metas, pinche flaco! ¡Métete la familia por el culo! ¡Gol, cincodos! ¡Dame un cigarro, ya me hicieron encabronar! ¡Eso te pasa por fumar como chimenea!

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