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Los tres primeros días de viaje fueron difíciles: cuando no me quedaba en cama sintiéndome enfermo, subía a cubierta para respirar aire fresco y vomitar. Al no poder retener la comida por más de dos horas, después del segundo día decidí dejar de comer hasta acostumbrarme al movimiento del barco. A veces jugaba tenis de mesa; a pesar de que era difícil hacerlo con el movimiento de las olas, me las arreglé para ganar casi todos los partidos. Hice algunas apuestas y conseguí una lapicera ―una pluma que no manchaba los dedos―, una caja de veinte sobres y un par de cordones nuevos para los zapatos. Kei, un chico dos años mayor que yo, organizaba los partidos, conseguía a los contrincantes y hacía sus propias apuestas. De seguro apostaba dinero.

La tercera noche, acostado en el piso de la cubierta, intentaba no pensar en comida cuando Kei subió para decirme que a la mañana siguiente llegaríamos a Hong Kong y que él pensaba bajar. Le pregunté si estaba loco, aseguré que lo matarían antes de regresar al barco, ¿o se había olvidado de que la guerra apenas había terminado? Es una ciudad enorme, casi tan grande como Tokio, y nunca fui a Tokio, dijo. Además, las mujeres de Hong Kong son las más hermosas del mundo, ¿no lo sabías? No, y no pensaba arriesgar mi vida para ver a una mujer, por más hermosa que fuera.

Llegamos al puerto de Hong Kong antes del almuerzo. Algunos hombres, los más valientes, bajaron a la ciudad. Cuando Kei preguntó si estaba seguro de quedarme, no respondí. Caminó por la rampa siguiendo a los demás y corrió por el muelle para alcanzarlos. Quise acercarme a la barandilla, pero un tripulante gaijin me tomó del hombro. No bajes, es peligroso, dijo en un japonés perfecto, y me soltó para subir por las escaleras que llevaban a la cubierta de primera clase. Una piedra apareció de ningún lado y rozó mi oreja. Cuando otra y otra golpearon el suelo, las madres llevaron a sus hijos al otro lado del barco. En el puerto, un grupo de veinte personas tomaba cascotes del suelo para partirlos y arrojar los pedazos a la gente que se asomaba por la barandilla. Al seguir a los que se alejaban de las piedras, vi cómo una mujer cuya cabeza sangraba caía al piso junto con sus hijos. Luego de ayudarla a incorporarse, abrazó a los niños y volvió a correr. Ya a salvo me agradeció y se sentó en el piso. Con un pañuelo y el cuchillo hice vendas que até a su cabeza, y le dije que las mantuviera apretadas. Era algo que había visto hacer a mamá cuando un chico caía en alguna zanja o alguna casa se desmoronaba sobre una familia. Quédese sentada hasta que deje de sangrar, dije.

Fideos, alguien gritaba desde el agua. Una pequeña embarcación con una familia a bordo se acercó y un hombre volvió a gritar fideos, vendo fideos, en un dialecto japonés casi incomprensible. Me di cuenta de que tenía hambre y de que no había comido nada en los últimos dos días. ¿Cuánto?, pregunté. Uno, dijo. Dudé unos segundos. ¿Y si la cuerda bajaba con mi billete y subía vacía? Después de todo, sus compañeros nos arrojaban piedras desde el muelle. Al fin decidí arriesgarme. El hombre arrojó una cuerda con un gancho y me hizo señas para que lo pusiera en la barandilla. Dejé un dólar en un alambre que llevaba la cuerda y que él, desde abajo, hacía avanzar. Una canasta con un tazón subía al tiempo que mi billete bajaba. Cuando la comida llegó hasta la barandilla, probé los fideos. ¿Son ricos?, preguntó alguien. Sí, eran los fideos más ricos que había probado en mi vida. Por la cuerda bajaron billetes y subieron tazones hasta que el hombre se quedó sin comida para vender.

Cuando dejaron de arrojar piedras, pude ir al otro lado a ver a la gente que estaba en el puerto. Habían colocado una escalera que iba hasta la cubierta de primera clase. Kei decía que él había subido y que era increíble: habitaciones enormes, baños en todos los pasillos, ventanas que iluminaban hasta el último rincón, los pisos alfombrados, no se escuchaba ni un solo ruido del motor y era seguro que te llevaban la comida al cuarto. Yo sabía que la mitad de las cosas que decía no eran ciertas y dudaba de la otra mitad. No podía recordar un sueño sin el ruido del eje, sin el cosquilleo de la cama y con la luz suficiente como para leer. Por la rampa subían personas con trajes europeos que habían llegado en grandes coches, los más grandes que yo había visto. Aunque me fui antes de que terminaran de subir, me pareció que todos eran chinos.

En el depósito ―otro lugar sin el ruido del eje― había pocas personas, y la mayoría estaba durmiendo. Tomé el pasillo de la derecha y comencé a contar las literas, era la única forma de saber cuál era la mía. Antes de llegar encontré a un hombre que, sentado en el piso, cantaba una canción de guerra y sostenía una botella de sake. Él nunca había salido del depósito, tal vez ni comía: se pasaba todo el tiempo sentado y bebiendo; le faltaba el brazo derecho, la manga de la camisa le colgaba suelta del hombro. Al darse cuenta de que lo miraba, gritó para que me fuera. Avancé hasta contar veintinueve y subí los tres pisos de literas para sentarme. Luego de haberme quitado los zapatos, busqué el bolígrafo y la agenda para abrirla en la primera página. No había escrito mucho, mi plan era narrar todas las historias del viaje en esas hojas, pero en los primeros días había estado enfermo. Se las mandaría a mamá para que supiera que estaba bien y que intentaría regresar pronto. Luego de escribir durante media hora, me quedé dormido pensando en mi viaje de vuelta, en un crucero y en un pasaje de primera clase.

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