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Las nubes cubrían el cielo y el viento soplaba fuerte. Nos inclinábamos hacia adelante para jugar a que el aire nos sostenía. Un barrilete, pensé. A Yumie, que le encantaba remontar barriletes en la plaza, le hubiese gustado. Kiyoshi dijo algo que no pude entender. Las olas se hicieron más grandes, el barco se inclinaba en todas direcciones y era difícil mantenerse en pie. Comenzó a lloviznar. Intentamos regresar al depósito, pero el suelo se levantaba y sacudía sin dejarnos avanzar. Comenzó a llover más fuerte. Un tripulante gaijin atado a una soga nos tomó de los brazos para arrastrarnos hasta los pasillos que llevaban al depósito. Otro hombre que esperaba detrás de la puerta nos ordenó bajar para dar aviso de que nadie subiera hasta nueva orden. Cerraron la puerta de acero y la manivela del seguro giró para trabarla.

El ruido que hacía el eje era insoportable. Algunos se habían atado ropa en la cabeza para no tener que taparse las orejas con las manos. Kiyoshi intentó hacer lo mismo, pero al parecer no funcionaba. Pasaron solo unos minutos y ya me dolía la cabeza. Los niños lloraban y abrazaban a sus padres, nadie podía subir a las literas superiores. Algunas lámparas cayeron estrellándose contra el piso de metal y una tubería, al romperse, comenzó a chorrear agua. Saqué la navaja para cortar una tira de mi camisa; esperaba que al poner la tela mojada en mis oídos el ruido del eje se amortiguaría. Aunque aún era insoportable, al menos no me dolía tanto. Corté otros dos pedazos para Kiyoshi, que me imitó, y juntos indicamos a quienes teníamos cerca que hicieran lo mismo, mojando los pedazos de tela que yo les daba en el agua que se juntaba en el piso. Pronto, la mayoría de la gente en el depósito usaba pedazos de telas mojadas, pero nos dimos cuenta de que cuando el agua se escurría el artilugio perdía todo efecto. Debíamos mojar la tela en forma constante, de modo que cada quien se hizo de dos pares para no quedar desprotegido cuando se secaba uno. Aunque las horas pasaron, la puerta siguió cerrada.

El ruido disminuyó junto con el movimiento del barco. El piso seguía inclinándose, pero ahora podíamos estar en pie sin tener que apoyarnos en una pared o aferrarnos a alguna cadena. Poco después, el capitán, seguido de varios tripulantes, se presentó para decirnos que había intentado comunicarse por los altavoces, pero que de seguro el ruido del eje había tapado cualquier otro sonido. Nos explicó que hacía unas horas habíamos entrado en una tormenta, que para mayor seguridad habían tenido que bloquear las compuertas y era por eso que habíamos estado encerrados. Era peligroso que entrase demasiada agua al depósito, o que algún pasajero intentara subir durante la tormenta. Una señora que viajaba en primera clase había caído del barco para ser rescatada una hora más tarde. Tuvimos suerte de que nadie más cayera y de que el barco haya quedado en tan buenas condiciones, dijo; el oleaje es intenso, les recomiendo que aten sus pertenencias y que permanezcan sentados o acostados la mayor parte del tiempo. Cuando el capitán y los tripulantes salieron por la puerta del depósito, la gente, en silencio, comenzó a ordenar las cosas que se habían desparramado por el piso. Me cambié de ropa y le ofrecí a Kiyoshi una camisa seca y un pantalón. Él se quitó su camisa y con un pañuelo secó un collar de plata que le colgaba del cuello. Le dije que para regresar con su abuela era mejor esperar a que fuera de día, que durmiera en mi cama. Yo usaría la de Kei.

Me despertaron. Kei sonreía. Ve a tu cama, dijo. Le expliqué que allí dormía Kiyoshi, y pregunté cómo le había ido. Bien. Esperaba que dijera algo más, pero se quedó mirándome y me empujó para que le hiciera lugar. Insistí, pero él repitió lo mismo: me fue bien.

Me desperté con un golpe: me había caído de la cama. Me levanté; con el eje junto a mi cabeza vi a otros hombres que también se incorporaban. Me dolía el hombro y la espalda y era extraño que no me doliera nada más: la litera colgaba a más de dos metros de altura y cualquiera podía romperse un hueso al caer desde ahí. Desperté a Kei y fui a buscar a Kiyoshi. Él también se había caído. Con la espalda golpeada, estaba sin aire pero no muy lastimado. Es mejor que vayamos ahora con tu abuela, dije. Cuando se recuperó, salimos a cubierta y vimos el cielo azul y un océano mucho más azul que el cielo. Las olas se levantaban a la altura de nuestra cubierta y rompían contra el casco. El barco escalaba una montaña tras otra, y nos detuvimos a sentir la nueva calma. Le dije a Kiyoshi que debíamos apurarnos. Cuando llegamos a la habitación, la abuela ya estaba levantada y abrazó con fuerza a su nieto, que le contó todo: el juego con el viento, el ruido que hacía doler la cabeza, las telas mojadas para tapar los oídos y cómo todos seguían nuestro ejemplo, la caída y las enormes olas azules tras las enormes olas azules. La señora me agradeció por cuidar del chico y preguntó si me quedaría a desayunar. No, gracias, quiero ver a mi amigo, dije.

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