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Mark me despertó por la mañana, dijo que yo había olvidado cerrar la puerta y dejado una de las radios encendida. Subí las escaleras cuidando en cada escalón que no se me salieran los zapatos. Cada vez que subía una pierna debía acomodar el pie, levantar los dedos y bajar el talón: un movimiento inconsciente, pero ahora que me fijaba en ello resultaba gracioso. En la cubierta, solo un pasajero que fumaba el cigarrillo de la mañana. Luego de quitarme los zapatos, pasé las piernas al otro lado de la barandilla; mis pies colgaban diez metros por sobre el agua pero algunas gotas llegaban a tocarlos. Cerca de casa, en una playa, había una roca en la que solía sentarme. Siempre me pareció curiosa, tenía una especie de escalera tallada por la que resultaba muy fácil subir. Medía unos cuatro metros y las olas rompían contra ella, pero nunca mojaban la parte de arriba. Me acosté, pensé en aquella roca y cerré los ojos.

Kei me ofreció una taza de té. Estaba decidido a decirle que no deseaba hablar, que me dejara solo, pero no dijo nada y yo tampoco lo hice. Nos quedamos sentados con las piernas colgando del barco, los brazos apoyados en los barrotes de la barandilla y la taza entre las manos. Mi amigo se acostó y yo permanecí con la mirada en la línea entre el azul oscuro y el claro, que algunas veces era llana y otras como una gran serpiente. Me concentré y fijé la vista lo más lejos que pude, pero aun así no lograba distinguir más que dos tonos de un mismo azul. Desde mi roca, cerca de casa, solía mirar las islas: eran muchas y cada vez que contaba eran un número diferente. Siempre pensaba que de animarme podría nadar, recorrerlas todas y saber al fin cuántas eran en realidad. No parecían muy lejanas y yo era un buen nadador.

Kiyoshi se acercó unos minutos antes del almuerzo. Mañana llegamos a Lozano Márquez, dijo. Lorenzo Márquez, le corregí. Mi amigo, que no tocaba tierra firme desde Japón, emocionado por la oportunidad de bajar, le había preguntado a la abuela si podía visitar la ciudad siguiente, y ella había dicho que solo podía hacerlo si nosotros aceptábamos cuidarlo. Debía prometer obedecernos y nunca separarse del grupo. Le dije a la abuela que no se preocupara, que nosotros lo cuidaríamos. Kei hizo que a cambio el chico le regalara un encendedor y diez dólares. Ahora observábamos las aves que seguían nuestro barco, y a veces les arrojábamos sobras de comida que atrapaban en pleno vuelo. Kiyoshi se quitó los zapatos, se sentó entre nosotros y comenzó a hablar de todo lo que deseaba hacer en la ciudad, del dinero que había guardado para la ocasión y de cosas por el estilo. Casi no se detenía para tomar aire y repetía varias veces lo mismo. Al fin, cuando calló, nos quedamos en silencio. Entonces quiso saber si me sentía enfermo, si había tomado sake y si me dolía la cabeza; la abuela tenía un remedio para esos casos. Algunas veces, cuando había mucho oleaje, se tomaba una de esas pastillas y después se sentía mejor. Ahora las traigo, dijo Kiyoshi, pero antes de que pudiera levantarse lo tomé del brazo y le dije que estaba bien, que no necesitaba nada.

Lorenzo Márquez era mucho más pequeña que las otras ciudades en las que habíamos estado. Pocos edificios tenían más de tres plantas y desde la cubierta podíamos ver hasta la última casa. La guerra parecía no haber llegado hasta allí, no se veían las montañas de escombros, ni los pozos que dejaban los bombardeos y eso me pareció extraño. En el puerto había embarcaciones pequeñas ―de seguro que la mayoría se usaba para la pesca― y nuestro barco era el más grande de todos. En el muelle, hombres de piel oscura, los primeros que había visto en mi vida, se apuraban en mover cajas y subirlas a nuestro barco. Llevaban el torso desnudo, los tobillos encadenados y todos mostraban largas cicatrices en la espalda. En mi isla había escuchado sobre la esclavitud: me había parecido algo lejano, ocurrido siglos atrás, y que solo se veía en clases de historia.

Nosotros tres fuimos los primeros en bajar. Mirábamos a esos hombres y a los otros ―gaijin con látigos en la mano― que los vigilaban, y que parecían disfrutar cuando el hombre que había tropezado con unos de los tablones de madera gritaba de dolor por el golpe del látigo. Un niño de color había dejado caer una caja y el hombre que lo vigilaba no dudó: un chasquido, otro y cuando yo pensaba aferrar su muñeca para evitar el tercero, Kei me arrastró hasta salir del puerto. Me empujó contra una pared y ordenó que me sentara. No vuelvas a hacer eso, dijo y se sentó junto a mí. Buscó un cigarrillo y el encendedor. ¿Y Kiyoshi?, pregunté. Nos incorporamos, gritamos su nombre, pero fue en vano. Mi amigo me subió a sus hombros para que mirara por sobre la gente. ¿Lo ves?, preguntó. No lo veía, podía estar a pocos metros y tampoco lo hubiese visto. Había demasiadas personas para una calle tan estrecha y casi todas eran más altas que Kiyoshi. Regresamos por el camino que nos llevaba al puerto y buscamos por las calles que lo cruzaban. Al llegar al barco preguntamos si no habían visto subir a un chico de unos once años, vestido con camisa y pantalones cortos. No sabían nada de él, pero muchos respondieron que un chico de esa edad no debería andar solo por el puerto. Regresamos a la ciudad y decidimos separarnos, nos reuniríamos en el muelle dos horas antes de que saliera el barco; si no lo encontrábamos para entonces debíamos hacer que retrasaran la partida.

Intentaba mantenerme alejado de todos. Tenía miedo de los hombres blancos que no dudaban en lastimar a otras personas y de los hombres negros que caminaban con la vista en el suelo. Tuve el valor de entrar en dos negocios: el primero, un almacén que atendían un negro muy alto y una señora robusta ―las mujeres blancas también gritaban y daban órdenes―; el segundo, una taberna atendida tanto por blancos como por negros, de la que salí lo más rápido que pude. Después de una hora encontré a Kei, que apoyado contra una pared fumaba un cigarrillo. Él había buscado en muchos más negocios que yo, pero tampoco había encontrado nada. Le dije que buscáramos juntos, que no era una ciudad para recorrer solo. Dos horas más tarde pensaba en qué le diríamos a la abuela. Hay que regresar al barco, le dije a Kei, debemos pedir ayuda.

Kiyoshi nos esperaba en el muelle. Sentado en una tabla y con un tazón de comida en la mano, nos saludó y preguntó dónde habíamos estado. Preocupado por nosotros, luego de habernos buscado por todas partes ya no sabía qué hacer. Se incorporó y nos ofreció la comida que le quedaba. Dijo que si nosotros no contábamos nada, él tampoco lo haría, que la abuela no tenía por qué saberlo, que era cosa de hombres y que todo quedaría entre nosotros. Kei se rió y tomó el tazón que le ofrecía.

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