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Los hombres que habían sido golpeados volvieron tres días más tarde; la policía, luego de haberlos encontrado en un terreno baldío, los encerró por su propia seguridad, o eso fue lo que dijeron. Nos recomendaron que ningún pasajero japonés volviese a salir del puerto. Pero ese consejo ya no era necesario: después de lo ocurrido en las calles todos permanecíamos en el Ruys. La cubierta de primera estaba vacía, los pasajeros chinos se habían ido a la ciudad para gastar algo de dinero y luego mostrar relojes dorados y zapatos brillantes. Aunque aún faltaban dos días para zarpar, ya me sentía aburrido. Jugaba un poco al tenis de mesa pero casi no apostaba, intenté leer unos libros que me habían prestado y escribí un par de hojas en mi diario de viaje. Por suerte ya nadie me palmeaba la espalda ni me felicitaba por aquella tarde en que me habían dado una paliza. Solo un chico que viajaba en segunda y que siempre vestía con camisa y saco hacía algún comentario. Kiyoshi, dos años menor que yo, se parecía a un chico que había vivido cerca de casa y que había muerto junto con su familia durante los bombardeos. Mi vecino siempre intentaba comportarse como alguien mayor; a veces, cuando me escapaba de la escuela, preguntaba si podía venir conmigo y aunque me negué siempre, nunca dejó de preguntar. Tendría que haber dejado que me acompañara al menos una vez. Kiyoshi parecía mucho más agradable y tenía un don natural para saber cuándo era bienvenido y cuándo no. En Japón había estudiado en una escuela bilingüe y le gustaba decir alguna frase en inglés para demostrar que era cierto ―a great game cuando ganaba un partido o see you later cuando la abuela lo llamaba para que fuese a estudiar―. Ella era profesora de idiomas y había conocido a papá; decía que yo era igual a él y que si tenía suerte también podía llegar a ser un gran hombre.

Aunque faltaban solo dos meses para llegar a Argentina, aún no sabía cómo me comunicaría con la gente. Argentina queda en América, los americanos hablan inglés, el castellano debe ser parecido, pensé. De modo que le pedí a Kiyoshi que me enseñara inglés; a cambio le enseñaría a jugar al ping-pong y le prestaría mi navaja cuando quisiera. Luego de aceptar, lo primero que hizo fue pedirme la navaja. El día en que zarpamos de Singapur tuve mi primera clase: Kiyoshi era mejor profesor que los que había tenido en el colegio y además podíamos estudiar mientras jugábamos al tenis de mesa o hacíamos otras cosas.

Con la ayuda de un tripulante al que le había dado algunos habanos, Kei escribía una carta para Lin. Al llegar a Singapur el pañuelo y la caja ya envolvían el regalo, pero la carta aún estaba sin terminar. Les tomó varias horas más corregirla hasta que Kei estuvo conforme. Ahora solo faltan las flores, dijo, y caminó hacia los pasillos de segunda clase. Durante dos días intentó conseguir un ramo de flores, pero en el barco no había nada que se pareciera a una planta y menos aún a una flor. No puedo ir así, dijo. Un hombre no va hablar con una chica si no tiene flores para darle. Cuando dije que el regalo sería suficiente respondió que yo era un tonto, que no entendía nada y que en lugar de decir estupideces lo ayudara a buscar. Le dije que sabía un poco de origami, y que si él quería podía hacer una flor de papel. Esperé un nuevo insulto, pero no. Dijo que era una gran idea, que para esa misma tarde conseguiría papeles de todos los colores y que me pagaría por el favor.

Cuando regresó, después de mi clase de inglés, le dije good afternoon y él respondió bien, gracias. Había conseguido una docena de hojas de papel de todos los tamaños y de varios colores, algunas escritas en un idioma que no conocía y otras en japonés. Con la tijera de la navaja recorté una de color violeta, una roja y una verde. Le dije a Kei que mientras yo hacía la flor, él fuera a la cocina a buscar un palillo. No hizo preguntas, salió corriendo. La abuela me había enseñado origami y en el colegio seguí practicándolo. Algunos de mis compañeros se burlaban de los animales y flores que hacía. Es para bebés y para mujeres, decían, pero para mí era lo único en lo que podía pensar luego de la muerte de mi padre. La primera pelea que recuerdo fue a causa del origami. Había hecho una caja de papel para que Yumie pudiera guardar sus lápices y otras cosas. Luego de terminarla en la escuela, mientras regresaba a casa, un chico un año mayor que yo me la quitó y la tiró al piso para aplastarla. Ni siquiera alcé la mirada. Tomé sus piernas y lo hice caer. Mientras golpeaba su cabeza contra el suelo, recibí muchas patadas, pero no me detuve hasta que un profesor se acercó a separarnos. Estuve castigado durante casi un mes y no había ganado esa pelea, pero nadie volvió a burlarse de mi origami.

La hoja de la flor con el papel verde, los pétalos y la copa con los otros dos. Muy bien, dijo Kei cuando regresó de la cocina. Usé el palillo como tallo y até la hoja con un poco de hilo de mi camisa. ¿Cuánto te debo?, preguntó. Me quedo con los papeles y estamos a mano. Son tuyos, dijo Kei, mientras se incorporaba para salir corriendo hacia la escalera que llevaba al depósito.

¿Cómo me veo? De saco, camisa y corbata, y con un pantalón azul que nunca supe de dónde lo había robado, Kei parecía mayor. El saco y la corbata eran de Kiyoshi, en realidad de su hermano, que al morir le dejó mucha ropa. La camisa era mía ―solo la había usado en algunos funerales― y combinaba bien con el resto. Te ves muy bien, dije y Kiyoshi estuvo de acuerdo. Kei, con la flor, el regalo y la carta en sus manos, salió del depósito. Lo seguimos hasta la cubierta de segunda clase y antes de que subiera las escaleras le deseamos suerte. Lin terminaba de comer a esa hora y después daba una caminata de unos veinte minutos antes de ir a su cuarto a leer, o al menos eso aseguraba un tripulante al que le habíamos dado dos dólares. Gracias, dijo Kei mientras acomodaba una vez más el saco sobre sus hombros.

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