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El siguiente puerto era Singapur. En la escuela, luego de informarnos de la captura de esa ciudad por la armada japonesa, el director decidió suspender las clases de la tarde para realizar un festejo. No teníamos mucho con qué festejar, la comida escaseaba y la poca que llegaba de Tokio era consumida días después de su entrega. Debía durar quince días ―la frecuencia con la que llegaban los barcos de abastecimiento―, pero si después de la primera semana aún quedaba un poco, podíamos considerarnos afortunados. Al menos aquella tarde no debí asistir a la clase de Historia.

Aún faltaban tres días para llegar a puerto, pero Kei ya intentaba convencerme de que bajara con él. Cada media hora hacía algún comentario sobre lo placentero que sería pisar tierra firme después de pasar tanto tiempo en el barco y de lo aburrido que era jugar al ping-pong. Decía que Singapur era la ciudad más grande que visitaríamos y que de seguro podríamos conseguir un regalo para Lin; aunque apenas conocía su nombre por un tripulante chino que ahora disfrutaba de uno de sus habanos, Kei hablaba de la chica como si la conociera desde siempre. Cansado de él, del movimiento del piso y de tener que esconderme de las piedras que nos arrojaban, acepté. Durante esos días intentamos vender las cosas que habíamos ganado en las apuestas. Cigarrillos, un libro, una camisa, dulces y una caja de té: diez dólares. Kei tenía quince y consiguió diez más al intercambiar su litera por una del tercer piso y lejos de la puerta. Teníamos treinta y cinco dólares para el regalo; en Japón hubiese sido una pequeña fortuna imposible de gastar en un solo día. Le di el dinero, que él guardó en un bolsillo cosido en la parte interna de su camisa. Aseguraba que me lo devolvería antes de llegar a Buenos Aires. Cuando Lin sea mi novia, dijo.

Cruces flotaban sobre el agua. La primera imagen de la bahía de Singapur fueron los mástiles de los barcos hundidos que salían a la superficie, pero todos pensábamos en cruces sobre el agua. Algunos sostenían las banderas del sol, las antiguas banderas de guerra; pedazos de tela ya sin el color que alguna vez habían tenido. Una mujer señalaba el escudo en el casco de un barco encallado cerca de la costa. En el acero corroído por las olas se leía, y luego se adivinaba tras el agua, el nombre: Matsudaira. Mi hijo, decía, mientras otras mujeres leían otros nombres y lloraban por otros hijos y otros maridos.

En el puerto había barcos de todos los tamaños, pero pocos más grandes que el nuestro. A pesar de que nadie se reunía en el muelle para arrojar piedras ―las personas parecían no tener interés alguno en este barco que llevaba personas extrañas a tierras más extrañas todavía―, la mayor parte de los pasajeros prefirió quedarse a bordo. Kei y yo fuimos los primeros en bajar por la rampa. Corrimos por el puerto saltando escombros de edificios para llegar pronto a la ciudad. Nunca había visto tantas personas juntas y de tantos pueblos diferentes. Un enviado japonés había ocupado el gobierno durante algún tiempo y aún existían carteles que, detrás de insultos pintados luego de la guerra, indicaban en japonés direcciones y calles. La mayoría de los comerciantes intentaban hablar con nosotros para ofrecernos uniformes de soldados, cascos, rifles y otros equipos de la armada japonesa. Rechazamos todas las ofertas cuidando que nadie más nos escuchara hablar en un idioma odiado. Los edificios parecían a punto de derrumbarse y muchos a los que les faltaba todo el frente descubrían el comedor que alguna vez había reunido a una familia, o la habitación que algún niño habría usado para dormir. Llegamos a una parte de la ciudad que se extendía sobre un monte: podía verse el mar y todos los barcos del puerto, incluyendo el Ruys. En esa zona no había tanta gente y los negocios parecían más elegantes.

Seguí a Kei, que había entrado a un local de antigüedades. El lugar casi vacío mostraba en los estantes llenos de polvo alguna escultura, unos sombreros, collares, relojes y no mucho más. ¿Se les ofrece algo?, preguntó en japonés un hombre que vestía un traje blanco. Se parecía a un profesor que cuando daba clases solía ponerse unos anteojos solo para impresionarnos. Estamos mirando, dije. Una mujer entró por la puerta de atrás para discutir con el hombre que nos atendía. Mientras la mujer nos hacía entender que no éramos bienvenidos, el vendedor dijo que debíamos irnos, que si la persona equivocada nos encontraba en su local habría problemas. Me llevo esto, dijo Kei, mostrando un collar de plata prendido a una piedra con forma de gota que brillaba con luz amarilla. El anticuario dijo que no podía atendernos, que por favor nos fuéramos, pero mi amigo insistió. Le doy treinta y cinco dólares, dijo mientras sacaba los billetes de su bolsillo interno. Pero treinta y cinco dólares no alcanzaban. Esa era una piedra de ámbar y por la forma en la que el hombre lo pronunció, el ámbar debía ser algo muy valioso. Mi amigo prometió traer por la tarde el resto del dinero, solo tenía que volver a buscarlo al barco. Pero el hombre respondió que ya no podíamos permanecer en su negocio y que si regresábamos no nos dejaría entrar. Se acomodaba los anteojos con el dedo índice, como solía hacerlo mi profesor. Hagamos una apuesta, dije, y saqué mi cuchillo. Lo hago girar: si la hoja apunta hacia usted, se queda con los treinta y cinco dólares y nosotros nos vamos; si la hoja apunta hacia mi amigo, nos da el collar por el dinero que tenemos. Papá a veces me leía una historia de señores feudales que terminaban de aquella forma una guerra que había durado décadas. Los dos me miraron. Luego de acomodarse los anteojos, el vendedor dijo que aceptaba la apuesta si la navaja la hacía girar él mismo. Y eso que llaman cuchillo es una navaja, señaló.

En la calle, Kei miraba el sol líquido a través de la piedra semitransparente. La hora del almuerzo había pasado y el olor que salía de algunas casas me recordaba que mi última comida había sido la cena. Debemos regresar al barco para el almuerzo, dije. Él respondió que me invitaba a comer, que era mejor aprovechar el tiempo en la ciudad. No pude ver de dónde sacó unos billetes, pero ahora teníamos poco más de cinco dólares. Un tazón de arroz con verduras y una salsa verde, pescado y un poco de cerdo frito, y todo muy picante. Kei lo acompañó con cerveza y yo con el jugo de una fruta roja. Con los estómagos llenos caminamos para buscar un pañuelo y una caja en donde envolver el regalo. Al llegar a los negocios cercanos al puerto, entramos a uno que parecía tener lo que necesitábamos. Compramos una pequeña caja de madera ―nos garantizaron que venía de Japón, y en efecto se parecía a las que mamá guardaba en casa― y un pañuelo azul casi transparente. Además del poco dinero que nos quedaba, Kei debió dejar dos de sus habanos.

A la salida del negocio se había reunido mucha gente que gritaba y arrojaba piedras. Tres hombres que habían bajado de nuestro barco intentaban cubrirse de los golpes, uno sangraba por un corte en la frente. Cuando quise ayudarlos, mi amigo me tomó del brazo y me arrastró por la calle. ¿Sos estúpido?, preguntó. Te matarán, y si nos quedamos acá y nos ven, nos matan a los dos. Nuevos gritos ahora dirigidos a nosotros. Corrimos alejándonos de la gente y del puerto. Pasamos por una calle estrecha, después por una más ancha y cuesta arriba y por otra calle estrecha que presentaba varias curvas. El sol proyectaba largas sombras que se adelantaban a nuestros pasos. Hacía horas que estábamos perdidos, sin poder decidir si bajar a la costa para buscar el puerto y la seguridad del Ruys, o si seguir alejándonos del barco y de nuestros perseguidores. Al caer la noche nos refugiamos en un callejón y esperamos en el silencio de la ciudad dormida que nuestro temor se desvaneciera. Al fin, seguros de estar a salvo, comenzamos una larga y oscura caminata hasta la costa. Llegamos al puerto a medianoche. Kei, luego de mirar a su alrededor, comenzó a silbar el himno japonés, que nos acompañó hasta subir al barco.

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