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Intenté comer, pero el solo pensarlo me daba náuseas. Al salir del comedor un tripulante gaijin pasó junto a mí y sonrió. Ya estás despierto, dijo. Él me había encontrado en el puesto de comunicaciones, me había arrastrado hasta el depósito para, con la ayuda de unos hombres, subirme a la litera. Vomitaste todo el piso, dijo y ya no sonreía. Me disculpé y agradecí. Aseguré que repararía los daños y que limpiaría todo en ese mismo momento. Dijo que después de la cena fuera al puesto de comunicaciones, él ya había limpiado el piso pero aún quedaban algunas manchas. Además, necesitaba ayuda para mover unos equipos.

Al terminar de comer me disculpé con Kiyoshi: le había prometido que aquella noche cantaríamos una canción en inglés que me había enseñado; aun sin entender toda la letra ya podía pronunciar las palabras. No recordaba mucho de la noche anterior, de modo que le pregunté a Kei cómo llegar al puesto de comunicaciones, pero él tampoco sabía. Deberías preguntarle a un tripulante, dijo, por un par de dólares nadie tendrá problemas en responder. Le pedí dinero a mi amigo y subí a cubierta.

El lugar quedaba mucho más lejos de lo que pensaba, caminé por pasillos aún más angostos y oscuros que los del camino al depósito, y a veces, al pasar por una puerta, debía agachar la cabeza. El tripulante gaijin arrastraba una caja y murmuraba algo. Lo saludé en inglés y cuando le pregunté en qué podía ayudar, dijo que tomara el otro extremo: llevaríamos la caja a un lugar que quedaba en el piso de arriba. Arrastramos varias cajas más, algunas pequeñas, pero la mayoría del mismo tamaño que la primera. ¿Qué son?, pregunté después de haber dejado la última. Algunas cosas viejas, respondió y me recordó que yo aún debía limpiar el piso. Ordenó que fuera a la cocina a buscar un trapo y un balde. Fregué la mancha del piso hasta que me dolieron las manos y las rodillas, pero los espacios entre las tablas de madera seguían sucios. El tripulante dijo que ya estaba bien, era hora de dormir. Me incorporé y por primera vez me di cuenta del aspecto del lugar: una habitación pequeña llena de aparatos electrónicos y cables que colgaban por todas partes. El hombre subía el volumen de cada radio antes de apagarla. Cuando pregunté por qué hacía eso me explicó que verificaba algunas frecuencias de emergencia porque el clima en esa zona cambiaba de un momento a otro. Escuché a mamá, que recitaba un poema.

Esta mujer lee lo mismo todas las noches, dijo. Creo que se lo recita al esposo, aunque nunca le presté atención. Al preguntar si podía comunicarme con ella, dijo que solo podíamos recibir, que la radio estaba descompuesta. Pronto comprendí que la voz era más aguda, más joven que la de mamá. Aunque sabía que no era ella, no podía dejar de pensar en responder a su llamado. El tripulante dijo que si quería podía regresar a escucharla unos minutos la siguiente noche; a cambio me comprometí a ordenar y limpiar el cuarto.

Después de cada almuerzo me dirigía al puesto de comunicaciones para mover cajas de equipos fuera de uso. Mark, el tripulante que me había llevado a mi litera, me ayudaba con las más pesadas y de vez en cuando intentaba explicarme cómo se operaba cada radio. Aprendí a usarlos pero nunca supe qué era lo que los hacía funcionar, y él se cansó de repetir siempre lo mismo. Mark era el primer gaijin con el que me llevaba bien. Me gustaba que no fuera americano ―era holandés― y que me tratara como a un igual. Cuando hablábamos de la guerra escuchaba mi versión y después comentaba lo que informaban las radios occidentales. Al contarle la historia de los refugiados de las cuevas, se sorprendió y dijo que los japoneses éramos gente extraña.

Dejé las clases después de que Mark se burlara de mí: el inglés no se parecía en nada al castellano. Aunque siempre había cajas que mover y equipos que limpiar, me gustaba pasar la tarde en el puesto y oír voces extrañas que hablaban idiomas desconocidos. Cuando Mark me hizo escuchar a un hombre que hablaba en holandés y le dije que el sonido se parecía mucho al alemán, apagó la radio y me ordenó que terminara de mover las cajas que faltaban.

Tomé la costumbre de ir al puesto después de cada cena. La mujer que recitaba los poemas se presentaba cada noche y leía los mismos versos. Algunas veces terminaba con un llanto y decía que extrañaba los paseos por el parque, los domingos en la playa, las noches en las que se sentaban en el piso solo para mirarse. El hijo ya tenía dos años y era muy fuerte. Estarías orgulloso de él, decía. Mark me dejaba pasar la noche en el puesto, pero debía retirarme por la mañana porque al capitán le gustaba presentarse sin aviso. A veces me acostaba en el suelo y escuchaba aquel poema solo para recordar otras noches en que mamá se quedaba junto a mi cama hasta que me dormía. Algunas veces cerraba los ojos y permanecía inmóvil, despierto, para sentir el beso que ella me daba antes de regresar a su cuarto.

Cuando le pregunté a Mark si había alguna forma de reparar la radio, explicó que en el barco no se encontraban las piezas necesarias. Le dije que hiciera una lista, que tal vez yo podía conseguirlas, pero me aseguró que ya las había buscado y que era mejor esperar hasta la próxima ciudad. Escriba una lista, dije, quiero hacer el intento. Con el papel en la mano subí a cubierta para buscar a Kei que, con Kiyoshi, jugaba a un juego que nos había enseñado el señor Saato. Necesito que me hagas un favor, dije y dejé la lista sobre el tablero. ¿Es por una chica?, preguntó.

Dos noches después, Mark pudo componer la radio. Como aún no la habíamos probado, me dejó hacer el primer intento. Después de cenar fui al puesto de comunicaciones y cerré con llave. Debí esperar más que las otras veces porque ella se había retrasado y llegué a pensar que ya no se presentaría. Soy yo de nuevo, dijo. Recitó todo el poema y tomó un par de minutos antes de volver a hablar. Conocí a un hombre que es bueno y me gusta mucho, dijo, y sin escuchar la siguiente palabra apagué la radio y me acosté en el piso.

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