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La profesora Hiroko nos dio un lápiz a cada uno para después decir que podíamos irnos, que los cuadernos aún no habían llegado pero estaba segura de que los tendríamos la semana siguiente. Nos levantamos de los bancos ―placas de acero apiladas― y salimos de la carpa. Al tomar el camino de los cinco tanques, Tatsuo me alcanzó para preguntarme si iría a la plaza. Me mostró cuatro proyectiles de cañón y sonrió. Aquellas municiones eran un gran tesoro entre nosotros, pocas se encontraban nuevas y cuando teníamos alguna nos reuníamos en la plaza para el gran ritual: las enterrábamos boca abajo y les colocábamos clavos a los casquillos para luego soltar una piedra o algo pesado desde lo alto del tobogán. Cuando la piedra golpeaba los clavos, la explosión dejaba un pozo enorme y quedábamos sordos durante horas. Pero ese día no me importaban las explosiones. Tatsuo dijo que yo era un tonto y corrió hacia otro grupo de chicos. Seguí por el camino mientras mis pies descalzos se cuidaban de no cortarse con piedras o esquirlas de granadas. De a ratos me detenía a descansar y a cubrirme del sol del verano. Detrás de un árbol y debajo de una piedra vi algo que brillaba. Pensé que era uno de esos gruesos vidrios que se usaban en los tanques, como los que tenía guardados en mi caja secreta, pero no, era un cuchillo. En realidad una navaja, pero entonces creí que era un cuchillo. Me pareció el objeto más hermoso del mundo, mejor que los rifles, los cascos, las municiones y las otras cosas que juntaba. Bajé al río por un sendero que apenas se distinguía por entre las plantas. En cuclillas junto al agua que mamá no me dejaba tomar porque de seguro estaba envenenada, limpié el cuchillo hasta que pude verme reflejado en su hoja. Más tarde, al llegar a casa, saludé a mi hermana que comía sola. Yumie tenía cinco años y mamá siempre la hacía comer primero y le guardaba los pedazos de carne y todas las cosas ricas. Me serví arroz ―dejé un poco para mamá― y una batata de la olla. Hacía meses que comíamos solo eso, lo único que podíamos comprar. Terminé lo más rápido que pude y lavé las tazas con el agua del balde. Después le dije a Yumie que esperara a mamá, que yo ya regresaba. A mamá no le gusta que estés afuera todo el tiempo, dijo. Salí sin decir nada.

Subí por el camino viejo, el que pasaba por el mercado y la carpa de la Cruz Roja. Mamá había trabajado ahí, pero ahora atendía a los pacientes en las casas; por eso, en el pueblo, todos la conocían y algunas veces nos regalaban un poco de comida, ropa y otras cosas. La comisaría, la ex comisaría, estaba ocupada por soldados americanos con su bandera americana y sus uniformes americanos. Poca gente se atrevía a decir gud mooning o geroo o algo por el estilo, la mayoría solo agachaba la cabeza y hacía de cuenta que la comisaría, al igual que sus casas, había desaparecido con los bombardeos. Cerca de la plaza, donde antes había una escuela, se levantaba un comedor que habían puesto los americanos: servían comida occidental, era gratis y podías comer casi todo lo que quisieras. En un invierno en que la cosecha fue pobre, mamá me obligó a ir al comedor con Yumie. Dijo que era estúpido no comer, que una cena siempre era una cena. Cuando le pregunté por qué no venía con nosotros solo dijo que no tenía hambre.

El camino del norte comenzaba detrás de la plaza y terminaba más allá del bosque. El viejo que vivía cerca de ahí tenía una cosecha nueva de zanahorias; las guardaba en la parte de atrás de la casa, apoyadas en la pared sin ventanas ni puertas. Pasé el alambrado, gateé hasta la casa y me asomé: él no estaba. Di la vuelta y tomé todas las zanahorias que pude. Llené la camisa, los pantalones, sostenía veinte en cada brazo y hasta tomé una con la boca. Volví a correr hasta el alambrado y, al salir al camino, el viejo me esperaba. Me aferró de la camisa. Intenté soltarme, pero no pude. Me sostuvo hasta que levanté la vista para mirarlo a los ojos. Entonces me abofeteó y regresó a su casa. Recogí del suelo las zanahorias ―solo dejé tres― y corrí hasta cruzar el pueblo. La plaza, el comedor, la comisaría y la carpa pasaron sin que los viera. Vendí las zanahorias en el mercado, pero guardé una para mi hermana porque le encantaban. Con el dinero compraría un pescado en el puerto. Hacía meses que no comíamos pescado y los que yo conseguía en el río no podían comerse. Pero antes de llegar encontré un negocio nuevo: era una heladería. Aunque no sabía que se llamaba así, había visto a los americanos con esas cosas rojas en la boca y siempre había querido saber qué eran. Pensaba que los traían de allá, no imaginaba que podían conseguirse en el pueblo. Saqué todas las monedas del bolsillo, pero cuando pedí tres helados la señora dijo que solo me alcanzaba para uno. Le dije que me devolviera las monedas, no podía dejar a mi hermana sin helado. Ella me miró para luego darme dos envoltorios de papel de la caja de metal. Llevátelos, pero no le cuentes a nadie, dijo. Antes de salir del negocio abrí uno de los paquetes y probé algo que era frío, rojo y dulce, no tan dulce como el azúcar pero sí más rico. En ese momento pensé que los americanos eran las personas más afortunadas del mundo y me dije que con razón habían ganado la guerra. Cuando me di cuenta de que el helado se hacía agua, miré el otro paquete que aún estaba cerrado, y comencé a correr a través del pueblo empujando personas y pidiendo disculpas; terminé mi helado en el camino y llegué a casa. Mi hermana, sentada en el escalón de la entrada, jugaba con las hormigas. Abrí el paquete para darle su helado y aunque estaba derretido aún quedaba un poco. Yumie lo olió y después intentó morderlo. Gritó y lo tiró al piso. Lo levanté para volver a ponerlo en su mano. Le expliqué que era frío y muy rico, que no fuera tonta, que los americanos lo comían todo el tiempo, y al fin aceptó. A ella nunca le gustó el helado.

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