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Kei nunca habló sobre lo ocurrido aquella noche; decía que los caballeros no debían comentar esas cosas y que yo no debería preguntarle. La mayor parte del tiempo se quedaba en el depósito para conversar con el viejo del sake. No lo llames de esa forma, su nombre es Saato, dijo cuando le pregunté por qué pasaba tanto tiempo con él. No entenderías, aseguró.

Desde cubierta no se veía nada que se pareciera a una isla o a un pedazo de tierra. En el horizonte, dos tonos de azul, y de vez en cuando manchas grises o blancas. Después del desayuno buscaba a Kiyoshi para nuestra clase de inglés. Ya no podíamos jugar tenis de mesa porque el movimiento del barco hacía imposible predecir cómo rebotaría la pelota, y habían caído tantas al agua que los tripulantes decidieron no darnos más. Pasábamos la mañana juntos y por la tarde, él se retiraba a estudiar con la abuela y yo cantaba.

Cantar era lo más divertido que podía hacerse en el barco. Después de la muerte de papá, solía escaparme de la escuela para caminar por la playa o el bosque y cantar todas las canciones que conocía. A veces cambiaba las letras o inventaba unas nuevas y de ese modo aumentaba mi repertorio, no me aburría tan rápido y dejaba pasar el tiempo para no regresar a casa temprano, porque en esa época intentaba pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa. Mamá no trabajaba y estaba todo el día en su cuarto. De vez en cuando salía para abrazarnos a Yumie y a mí, pero pronto volvía a entrar y ya no la veíamos hasta dos o tres días más tarde. Pasaron varios meses antes de que se recuperara. Solo cuando consiguió el trabajo en la Cruz Roja volvió a ser la de antes.

Los pasajeros de tercera nos dividimos en tres grupos de canto: mujeres, hombres y niños. Al principio formaba parte de los niños, pero una mujer me tomó del brazo y aseguró que debía estar en el de los hombres. Era poco lo que podíamos cantar juntos, los más chicos sabían el himno y canciones infantiles, pero no mucho más. A nosotros nos gustaban las canciones de guerra, algunas tan antiguas que ya no tenían nombre y otras que eran llamadas de forma distinta en cada pueblo. Taira, la historia de un joven que quería vengar a su padre, era la mejor. Papá siempre la cantaba cuando íbamos a la playa a bañarnos. Decía que era una historia real y que nosotros proveníamos de esa familia.

Kei, que subía de vez en cuando, se mantenía alejado del grupo y siempre se negaba a cantar, decía que su voz era mala, que arruinaría nuestras canciones. Cuando Kiyoshi lograba escaparse de las clases de su abuela, cantaba con los niños y a veces pedía que le dejara hacerlo con nosotros. Tenía muy buena voz, me contó que formaba parte del coro de su colegio y que la profesora le había dicho que sería un gran cantante. Cuando le pedí que no viniera más sin el permiso de la abuela, dijo que ella dormía por las tardes, segura de que él se quedaría en su cuarto para hacer la tarea. Una hermosa voz no va a darte un futuro en Argentina, le decía la abuela antes de irse a la cama, deberías estudiar.

Dos semanas antes de llegar a Lorenzo Márquez, una ciudad portuguesa y nuestro próximo puerto, la abuela llegó a cubierta para buscar a Kiyoshi. Los tres grupos cantábamos la historia de un amor imposible, muy parecida a un libro que la profesora Hiroko nos había traducido en clase. Unos jóvenes que pertenecen a feudos enemigos luchan por su amor. Cuando vi llegar a la abuela por el pasillo creí que mi amigo estaría mucho tiempo encerrado escuchando un largo sermón, pero no: la voz increíblemente joven de la abuela comenzó a entonar los versos en que la protagonista canta sola para declarar su amor al joven. Alguno de nosotros debía responder, pero ninguno parecía dispuesto a hacerlo. Cuando pensaba que la canción había llegado a su fin, Kei se acercó a nosotros y fue él quien cantó.

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