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Subí a cubierta para esperar a los que habían bajado a la ciudad. Cuando Kei llegó por la rampa faltaba solo una hora para que zarpara el barco. Con una pierna lastimada, un ojo morado, la nariz con sangre y una sonrisa, caminaba con la ayuda de otros que lo felicitaban y le palmeaban la espalda, algunos también lastimados, pero ninguno como él. Al acercarme dijeron que lo cuidara, que aunque él fuera valiente ahora necesitaba un descanso. Cuando lo arrastraba hasta el depósito ya no sonreía, se tocaba las costillas y parecía a punto de llorar. Dormía en el pasillo de la izquierda, a doce camas de la puerta y en la litera de abajo. Había ganado ese lugar al apostar en uno de mis partidos y estaba orgulloso de conservarlo: ningún joven tenía una cama tan cerca de la puerta y menos aún en la fila de abajo. Luego de buscar agua, lavé sus heridas lo mejor que pude ―parecían leves, pero no podía saber si tenía alguna costilla rota―. Esa noche tuvo fiebre y vomitó la comida que le llevé a la cama. Fue la primera noche en que pude comer sin sentirme enfermo.

La comida era muy buena y abundante. No recordaba haber comido así en toda mi vida. Nos traían ollas de arroz con verduras, bandejas con cerdo y pescado y algunas frutas. Todo se servía en una mesa atornillada al piso y uno se sentaba en una banca para diez personas, también fija al piso del barco. Como la comida sobraba, las primeras noches me llevaba un poco pensando que no siempre sería así, pero estaba equivocado. Dos días después, cuando Kei se levantó sin ayuda y sin fiebre, me agradeció a su manera ―haciendo chistes y riéndose por cualquier cosa― para luego pedirme que lo siguiese. Pensé en no hacerle caso, pero al fin me di cuenta de que un pedido suyo era como una súplica. Caminamos por pasillos que nunca había visto ante puertas siempre cerradas. Un tripulante chino que cuidaba la última puerta lo saludó y Kei le dio un billete que sacó de algún lugar de entre sus ropas. Cuando pasamos a la cubierta de primera clase, comprobé que algunas cosas que él me había contado eran ciertas: las personas iban vestidas como si asistieran a un casamiento y cualquiera de las mesas para jugar al tenis de mesa ―no tenían una, sino cuatro― era mejor que la nuestra. Kei me condujo por un pasillo hasta llegar a otra cubierta más chica que quedaba en la parte de atrás. Había algunas sombrillas, asientos reclinables, pero menos personas que en la otra cubierta, y la mayoría mujeres. Ahí está el amor de mi vida, dijo, mientras señalaba a una chica de mi edad que estaba apoyada en la barandilla.

Kei la había conocido en el puerto de Hong Kong, cuando regresaba al barco. Al verla bajar de uno de esos coches grandes intentó acercarse a ella, y entonces alguien lo golpeó en la cara y luego en el estómago y otra vez en la cara para, ya en el piso, patearlo. Los hombres que estaban con él acudieron en su ayuda y lo subieron al barco, eso era lo único que recordaba. Le dije que no podíamos estar ahí, que si alguien nos encontraba tendríamos problemas. Aquella vez nos retiramos pronto, pero Kei volvió a subir todos los días mientras yo me quedaba en la cubierta de segunda clase. Una tarde, antes de llegar a Manila ―el siguiente puerto― dos tripulantes gaijin lo trajeron al depósito, estaba inconsciente y sangraba. Cuando preguntaron dónde dormía, los guié a su cama. Dijeron que unos jóvenes chinos lo habían encontrado en la cubierta de primera clase. Varios chicos se reunieron alrededor de Kei para escuchar la historia. Cuando se hizo silencio, todas las miradas se dirigieron hacia mí. Las dejé atrás, subí y me guié por los pasillos que me llevaban a la cubierta de primera. Al subir las últimas escaleras apenas oí los pasos de los que me seguían. Un tripulante se fue corriendo después de decirnos que no podíamos pasar aquella puerta, que pasamos para ver que varios jóvenes chinos hablaban y se reían de algo que yo no podía entender. Caminé hasta ponerme frente al que estaba más cerca ―un chico alto―, lo tiré al piso y lo golpeé hasta que alguien me pateó las costillas y después la cabeza, y me desperté en una dura y fría litera.

Me dolía todo el cuerpo, sentía la cara hinchada y me costaba abrir los ojos. Sos un estúpido, dijo el hombre de la botella de sake, para luego cantar otra vez aquella tonta canción. Me senté en la litera, el eje estaba inmóvil y el lugar silencioso. Subí a cubierta cuidando cada paso, no parecía tener ningún hueso roto, pero sí las piernas débiles. Cuando encontré a Kei sentado en el piso, me senté junto a él. Sos un estúpido, dijo, y era gracioso verlo hablar con la cara deformada. Tenía una venda en la cabeza y dos dientes menos. El tripulante gaijin que hablaba muy buen japonés caminó hasta nosotros y nos hizo prometer que no haríamos nada parecido durante el resto del viaje. Juramos no volver a provocar una pelea y a él le pareció suficiente, pero nos dijo que si faltábamos a nuestra palabra nos tiraría al mar. Comencé a reírme y Kei pronto me acompañó. De alguna forma, la imagen de Kei intentando mantenerse a flote me pareció graciosa. No bajamos en el puerto de Manila, los japoneses no éramos bienvenidos en esa ciudad y desde el muelle ya nos habían arrojado piedras. Ahí también había familias que vivían en pequeñas embarcaciones y vendían cosas. Muchos compraron licores, ropa y comida. Yo compré un par de bananas.

Kei y yo no volvimos a subir. Algunos chicos que buscaban problemas querían ponernos como jefes o algo así, pero nosotros los evitábamos y escapábamos de todas las peleas. No me asustaba recibir una paliza ―tampoco me agradaba―, pero lo que hacían era ridículo. Algunas veces lastimaban a alguien solo porque tenían la oportunidad de hacerlo, porque los otros chinos no estaban cerca. Pero después ellos bajaban y les daban una paliza. Lo cierto era que los chinos nos superaban en número, peleaban mucho mejor y eran más fuertes. Yo intentaba evitarlos pasando la mayor parte del tiempo con Kei, que componía poemas y le pagaba a un tripulante para que le enseñara un poco de chino. Aunque él solo hablaba de la muchacha, era mejor que andar con esos idiotas.

Al caminar por uno de los pasillos del depósito, me tropecé con el viejo que, sentado en el mismo lugar de siempre, cantaba su canción. Cuando quise disculparme dejó de cantar para decir una vez más que yo era un estúpido. Solo lo había visto hablar conmigo y esas eran casi las únicas palabras que pronunciaba. No escapes de todas las peleas, dijo. ¿Por qué no?, pensé decirle, pero pronto volví a subir, busqué a Kei y le dije que me siguiera. No podemos hacer nada, nos echarán del barco, dijo él, pero igual me siguió. Llegamos a cubierta en el mismo momento en que ellos bajaban y pedí a Kei que tradujera lo que yo les diría. No sé casi nada de chino, respondió, pero insistí. Hagamos una apuesta, dije. ¿Qué apuesta?, preguntó en japonés un chico ―tal vez el mismo al que golpeé aquella vez― que era mucho más alto que los demás y llevaba en la muñeca un reloj dorado. Jugamos un partido de tenis de mesa: si yo gano hacemos una tregua hasta llegar a Buenos Aires y dejan que Kei vaya una vez a su cubierta para hablar con esa chica que viaja con ustedes, dije. ¿Y cuando pierdas? Si pierdo, se lo quedan, respondí, y les mostré el cuchillo. Él aceptó y yo gané.

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