Читать книгу La verdad más profunda - Майкл Корита - Страница 13
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Оглавление—La gente lleva todo el puto día hablando de los buzos —dijo Johansson después de escuchar el relato de Barrett sobre su encuentro con Mathias Burke y las palabras de despedida que le había dedicado—. A estas horas, el rumor ya ha corrido por todo el pueblo. Alguien le habrá llamado, o le habrán enviado un mensaje o lo habrá visto en Facebook, a saber. No es ningún secreto dónde estamos buscando.
—Ya lo sé —dijo Barrett—, pero también sé que es el sitio correcto.
—¿Sí? Eso se lo dices a ellos.
Johansson, en un gesto de exasperación, señaló con una mano a los buzos, que estaban limpiando el equipo.Ya casi anochecía. El helicóptero de la tele, llegado desde Boston, ya se había marchado y la mayoría de los espectadores se habían rendido. Dos de los buzos, exhaustos, se habían sentado en la orilla, donde se dedicaban a apartar los mosquitos a manotazos y a lanzar desagradables miradas a Barrett. No los culpaba, había sido un día largo y atroz, y sus esfuerzos no habían dado ningún fruto.
—No cuadra con Mathias —dijo Johansson—. Ya solo lo de las drogas no se lo cree nadie. No hemos interrogado ni a una sola persona que recuerde haberlo visto drogarse o que haya oído decir que se droga.
—Kimberly no me está mintiendo.
—No te está mintiendo esta vez, querrás decir.
Barrett tuvo que asentir con un gesto. Kimberly les había contado unas cuantas mentiras antes de decidirse a confesar.
—Bueno, ¿y Kimmy te ha hablado de algún sitio nuevo en el que podamos buscar? —preguntó Johansson—. ¿Algún árbol al que subir, quizá?
Barrett ignoró el sarcasmo y dijo:
—Dile a Clyde que venga, por favor.
Clyde Cohen era el agente que estaba al mando del equipo de buzos y también había supervisado las búsquedas de Jackie Pelletier e Ian Kelly desde el día de su desaparición. Ese día y ese sitio iban supuestamente a convertirse en la culminación de muchas horas de trabajo tan infructuoso como agotador.
—¿Qué pasa, Barrett? —preguntó Clyde.
Tenía la cara manchada de sudor y restos de sangre allí donde lo habían picado los mosquitos. Llevaba todo el día trabajando sin quejarse y Barrett sabía que podría seguir trabajando mil días más sin quejarse.
—Quiero drenarlo —anunció Barrett.
Durante un buen rato no se oyó más sonido que el incesante zumbido de los mosquitos.
—¿Drenar el estanque? —dijo Clyde.
Su acento convirtió la última palabra en «estanco», o tal vez fuera la incredulidad lo que volvió espesa su pronunciación.
—Sí.
Clyde parpadeó.
—Con todos los respetos, si los cuerpos estuvieran bajo esas aguas, a estas horas ya los habríamos encontrado. El estanque no es lo bastante profundo ni oscuro como para esconderlos.
—Puede que no estemos buscando cadáveres —dijo Barrett—. Yo sigo deseando encontrarlos, pero que no los hayamos encontrado aún no significa que no pueda haber pruebas ahí abajo. Quiero ver el fondo de esa ensenada. Quiero verlo seco.
—¿Por qué?
—Para tener una idea de cómo los cambiaron de sitio.
Don Johansson se limitó a contemplar el cielo y Clyde Cohen, el suelo.
—Tampoco hay tanta agua —continuó Barrett— y ese viejo dique se aguanta con celo, por así decirlo. Podemos abrir una brecha fácilmente y debería vaciarse bastante rápido. Por lo menos, la ensenada. Y entonces podremos verlo con más claridad.
—No podemos abrir una brecha en el dique y ya está —dijo Clyde—. ¿Una propiedad a orillas del estanque y encima en el estado de Maine? ¿Sabes cuántas autorizaciones tendríamos que pedir? Mecachis en la mar, sería un lío.
Para tratarse de Clyde Cohen, «mecachis en la mar» era lenguaje muy vulgar.
—Te ayudaré a conseguirlas —dijo Barrett—. Pondré a trabajar a los abogados de los federales.
Clyde se frotó los ojos.
—Necesitaremos un estudio de impacto ambiental antes de que nos dejen meter una pala ahí dentro, por no hablar ya de una excavadora.
—Pues consíguelo —dijo Barrett.
Notó una mano en el hombro, se volvió y vio que Don Johansson tiraba de él para apartarlo de Clyde. De la orilla del agua. Barrett lo siguió y, cuando ya se habían alejado colina arriba lo suficiente como para que nadie pudiera oírlos, Johansson le habló claramente.
—Lo siento, Barrett. Nadie quería más que yo que esto fuera cierto. Lo sabes. Pero no lo es. Kimmy te ha soltado, o nos ha soltado, otra mentira. Puede que algún día consigas que te diga la verdad, pero no vale la pena seguir con esta historia.
—No miente —dijo Barrett—. Los cadáveres estuvieron aquí en algún momento. Si ya no están, es porque Mathias los cambió de sitio. Y si los cambió de sitio, probablemente el fondo estará removido. Puede que se dejara allí abajo algo que nos resulte de utilidad, algo que los buzos no pueden ver. Uno de los tubos, un trozo de plástico. Restos de huesos.
Johansson no dijo nada.
—Lo vamos a drenar —concluyó Barrett—.Y encontraremos algo. Me juego mi reputación a que sí, Don. Me juego mi carrera a que encontraremos algo.
—Creo que en ese sentido no vas a tener mucha elección —dijo Johansson muy despacio.