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Después de marcharse del estanque, Barrett, que solo veinticuatro horas antes se había reunido con la fiscal y había acordado que no se efectuaría ninguna detención hasta que se encontraran los cadáveres, se reunió de nuevo con ella y le dijo que había llegado el momento de efectuar una detención.

Colleen Davis, la fiscal, sometida a la misma presión pública que la policía por no haber conseguido aún cerrar el caso, dijo que apoyaría que se presentaran cargos, pero que más les valía encontrar algo en aquel estanque. De lo contrario, la cosa acabaría en una detención breve.

Roxanne Donovan no se mostró tan entusiasta.

—Hasta el más tonto de los abogados defensores se daría un festín con la tal Crepeaux —le dijo a Barrett cuando hablaron por teléfono—. A menos que encuentres pruebas físicas, solo estás preparando el terreno para una sentencia absolutoria.

—Las encontraré —aseguró Barrett—. Con tu apoyo, las encontraré.

Roxanne era una mujer inteligente y dura, famosa por proteger a sus agentes sobre el terreno ante la presión pública o política..., siempre y cuando creyera en ellos.

—¿De verdad piensas que allí abajo hay algo que los buzos no han encontrado?

—Los cadáveres estaban en ese estanque —dijo Barrett—, y eso significa que, o bien siguen allí, o alguien se los ha llevado. La ensenada está vacía, pero buena parte del agua es más bien una ciénaga o marisma. Además, hay una corriente en el estanque. Tiene que haber pruebas ahí abajo. Pero ¿sabes qué más ocurrirá si drenamos el estanque? Que Mathias se desmoronará. Cuando le dejen ver la tele en la cárcel de Knox County, ponga las noticias y vea cómo va bajando el nivel del agua en el estanque, sabrá que lo tenemos. Entonces sabrá que lo tenemos.

Mientras explicaba los motivos por los que había pedido drenar el estanque, se dio cuenta de que las audaces palabras que había pronunciado ante Johansson estaban dejando de ser una posibilidad para convertirse en una realidad. Se estaba jugando su carrera.

—No sé si puedo conseguirlo —le dijo Roxanne—. Y, desde luego, quiero que el equipo de buzos dé otra pasada antes de intentarlo siquiera. Espero que ese sitio no sea una completa pérdida de tiempo, Barrett.

—¿Me van a despedir si lo es? —preguntó medio en broma.

Roxanne le respondió en el mismo tono.

—En el FBI casi nunca despedimos a los agentes —dijo—. Solo los enterramos.

Howard Pelletier había llamado a Barrett diecinueve veces desde el mediodía. Barrett había ignorado las llamadas, a la espera de que los buzos hicieran lo que él consideraba un inevitable hallazgo. Cuando Howard llamó por vigésima vez, Barrett iba de camino a detener a Mathias y la búsqueda se había aplazado por falta de luz. Esta vez respondió, aunque en realidad deseaba no hacerlo.

—¿Lo vais a detener? —preguntó Howard—. Eso es lo que ha dicho Colleen.

—Sí.

—¿Y podéis hacerlo aunque no hayáis encontrado nada?

—La confesión justifica la orden de detención. Las pruebas que sin duda encontraremos se encargarán del resto.

—¿Sigues creyendo en la historia de Kimmy?

—La confesión ha sido un paso determinante y ojalá las pruebas la hubieran confirmado de inmediato, pero ahora la fiscal puede...

—No es eso lo que te estoy preguntando —dijo Howard—. No te pregunto por los próximos pasos, ni por la ley ni nada de todo eso. Solo te pregunto qué crees tú.

—Creo que ponerle un poco de presión será útil. Y creo que tenemos que...

—¿Crees que él mató a mi hija? —gritó Howard.

Su angustia convirtió la última palabra en un espantoso aullido: «hiiiiijaaa».

—Sí —dijo Barrett—. Creo que él mató a Jackie y no descansaré hasta que pueda probarlo.

—Pero, si no han encontrado nada, es que Kimmy ha mentido. Tiene que haber mentido.

—No ha mentido —repuso Barrett. Se dio cuenta de que ahí, al defender la ausencia de pruebas, se estaba arriesgando mucho. Esa era, precisamente, la clase de mala práctica detectivesca que llevaba más de una década estudiando—. Lo que quiero decir es que creo que al menos ha contado parte de la verdad —matizó débilmente.

—Mathias sabe lo que ocurrió —dijo Howard.

Aquella afirmación suponía un claro cambio respecto a la resistencia que había opuesto el día anterior. Barrett esperaba más bien que Howard se alegrara al conocer la noticia de que en el estanque no había nada, porque eso lo ayudaría a mantener viva su angustiosa esperanza. Pero, en lugar de eso, Howard había aceptado la validez de la historia de Kimberly.

«Porque confiaba en ti. Porque tú le dijiste que crees en la historia de Kimmy y él te creyó a ti. Así que más vale que sea verdad, joder».

—Haz que lo acusen de los asesinatos —dijo Howard Pelletier— y entonces lo pondrás contra las cuerdas y el muy hijo de puta se desmoronará. Sé que lo harás.

—Sí —dijo Barrett—, lo haré.

Mathias Burke fue arrestado a las nueve de la noche. Don Johansson se encargó de llevar a cabo la detención, mientras Barrett observaba desde el jardín. En la calle, tras una barrera levantada a toda prisa, había un equipo de televisión. Mathias habló con tranquilidad, se mostró cordial y educado. Su expresión era adusta, pero no parecía asustado. Un periodista televisivo de Portland le gritó una pregunta mientras Burke y Johansson cruzaban el jardín en dirección al coche patrulla de Johansson.

—¡Mathias! ¿Algún comentario?

Johansson siguió guiándolo hacia delante, pero Mathias se volvió y miró hacia el intenso resplandor de los focos sin parecer en absoluto molesto por ellos. Ni siquiera parpadeó cuando le enfocaron el rostro. «Las luces del veredicto», solía llamarlas uno de los antiguos profesores de Barrett.

—Lamento mucho que las familias Pelletier y Kelly tengan que pasar por todo esto —dijo Mathias—. Se merecen algo mejor.

El periodista televisivo gritó otra pregunta, pero Mathias se limitó a bajar la cabeza y echó a andar hacia el coche patrulla. Johansson le abrió la puerta, le apoyó una mano en la cabeza para ayudarlo a subir al asiento trasero y, por último, cerró la puerta. Parecía más pendiente de las cámaras que el propio Mathias o, por lo menos, más preocupado. Rodeó apresuradamente el coche patrulla, con la cabeza gacha, y Barrett, al observarlo, pensó: «No cree que hayamos detenido al tipo adecuado».

Mathias se negó a contestar a cualquier pregunta sobre la confesión de Kimberly Crepeaux y también a someterse al polígrafo. Con una voz serena y pausada, reiteró una y otra vez su derecho a un abogado.

—Tendrás un abogado —le prometió Barrett—. Pero hay algo por lo que siento curiosidad: ¿por qué no has dicho «soy inocente» o «yo no lo hice»? No te he oído decir ni una vez «yo no lo hice».

—Quisiera un abogado ahora —dijo Mathias.

—Y yo quisiera una respuesta. ¿Por qué no me miras a los ojos y dices «yo no lo hice»?

Mathias miró a Barrett a los ojos y respondió:

—Porque las pruebas lo dirán por mí. ¿La imbécil de Kimmy Crepeaux, Barrett? ¿De verdad te la has creído? —dijo sacudiendo la cabeza—. Buena suerte, tío.Yo no estoy preocupado, tú sí deberías estarlo.

Y así terminó el diálogo de Mathias con la policía. Se reunió con un abogado, pero no ofreció declaración alguna. De cara al público, el acusado mantuvo un silencio absoluto. Kimberly Crepeaux sí realizó una declaración: le dijo al mundo que se ratificaba en su confesión, expresó su deseo de declarar contra Mathias Burke y pidió perdón a las familias por su participación en los asesinatos.

Aunque eran muy pocos los que lo sabían, Barrett se encontraba en una situación que no le era desconocida: estaba en Port Hope, Maine, con una firme intuición de la verdad y ninguna prueba que la respaldara. La única diferencia era que, en esta ocasión, su familia no estaba implicada.

La verdad más profunda

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