Читать книгу La Gestante - Mayra Potenza - Страница 10

Capítulo 5

Оглавление

Una sonrisa es su espada

Charles Reade

Jueves. Desde hace ya unos años a esta parte, los jueves me generan aprehensión, porque, a contramano del mundo, los viernes me causan una cierta angustia.

La soledad del fin de semana me enfrenta a sentir el dolor sin distracciones, sin nada que me permita mitigar la angustia. Sola. Haciéndome un ovillo en la cama, paseando la tristeza por la casa.

He dejado de llorar. La crisis aguda dio paso a una angustia sorda, un letargo perenne.

Los jueves no traen un pronóstico feliz. Mi deseo siempre es pasar el fin de semana lo más pronto posible, distraerme con series para matar el tiempo. Matar el tiempo, sí. Destruirlo antes de que él me destruya a mí. Sin embargo, hoy mis planes son otros.

Me he propuesto aceptar invitaciones y lo estoy cumpliendo. Salir de mi zona de confort, de la seguridad que me confiere mi casa. Dejar de ser como la tortuga y ser un ser humano. Salir, divertirme. O, al menos, distraerme. Obligarme a hacer cosas nuevas, que me impidan ahogarme en los mismos pensamientos, como quien se ahoga en una piscina por no saber nadar. ¿Cuándo me pasó todo esto? ¿Cuándo dejé que la vida me noquee?

Ahora que comencé a atisbar la luz, me aferraré a lo que pueda para no volver a hundirme.

Elena insiste en ir de copas por su cumpleaños luego de la oficina. Yo me obligo a aceptar, a plantar buena cara a pesar de mis reparos. Nunca me he sentido a gusto en ese tipo de lugares, aunque tampoco es que haya ido muchas veces antes.

“Salir de la zona de confort”, me repito mentalmente, como una suerte de mantra a la vez que un desafío. Abrir el juego, distraer la mente del pensamiento circular. Ir, porque no tengo nada mejor que hacer, hacerlo por Elena y por mí. Y porque hasta puede que me lo pase bien. Ir, precisamente porque preferiría quedarme y lo único que he logrado en estos años de encerrarme para sentirme segura no fue protegerme, sino aislarme. Quedarme completamente sola.

Con desgano y un poco de aprehensión, me cambio el pantalón que usé en el trabajo por una falda lápiz y una blusa de seda, ambas de color blanco.

Frente al espejo me siento guapa. Me maquillo suavemente, me aplico perfume y unos zarcillos sencillos de oro blanco como único accesorio.

A medida que me voy acercando a los cuarenta, voy puliendo mis gustos. Prefiero tejidos nobles, naturales, alguna alhaja simple y elegante. A esta edad he aprendido que la elegancia sutil es otra forma de sensualidad, y me siento sexi insinuando y no exhibiendo.

Quedo conforme con el modo en el que la tela de la falda moldea mi silueta. Mis piernas parecen más largas enfundadas en unas sandalias altísimas color crema. El conjunto es sofisticado y muy favorecedor.

Mis compañeras se sorprenden al verme y no escatiman en elogios.

Salgo poco, pero me alegra ver que aún sé cómo arreglarme para hacerlo. Cuando salimos hacia el club, me prometo a mí misma no pensar mucho en nada.

Miro el reloj por cuarta vez. A esta hora estaría lavándome los dientes para ir a dormir. Me resulta un poco agobiante estar en ese tipo de sitios. Preferiría estar en casa mirando series, tapando mis arterias comiendo embutidos y helado en vez de aquí. Siento que no encaja mi estado de ánimo con el de esta gente, que se la pasa genial con la música fuerte y la pose constante.

A pesar de todos mis prejuicios (bien fundados, por cierto), al cabo de un rato me encuentro disfrutando bastante. Me pido una copa de vino, luego otra y, pasada media hora, le sonrió hasta al portero del bar. Siento el cuerpo más flexible, el ánimo más ligero, producto del vino o de la música.

Elena eligió un restaurante de moda en pleno centro de Salamanca, diseñado por un arquitecto famoso con una estética similar a los bares de Nueva York. Según Kate, la carta de tragos también fue diseñada especialmente por un bartender famoso. A juzgar por los precios, veo que cobran el honorario del arquitecto y el bartender junto con los tragos a cada cliente. Intento no calcular la botella de excelente Ribera del Duero que me compraría en el supermercado con lo que pago aquí una copa.

Unas amigas de Elena se sumaron a la partida y, a pesar de ser tres chicas encantadoras, me hacen sentir grande y bastante fuera de lugar. Tienen una frescura y un ánimo que no cuadran conmigo. El DJ sube la música y yo deseo dar por terminada la noche, aunque no digo nada por no aguar la fiesta.

Elena y sus amigas se perdieron por allí, Kate está a la caza de un tío apolíneo con pinta de ser extranjero, y Marta, que también ha venido con nosotras, hace más de media hora que ha ido al baño, pero parece que soy la única a la que eso le preocupa, así que debe ser algo usual.

Más por hacer algo que por otra cosa, me pido unos pinchos de gambas con otra copa de vino y me instalo en una banqueta a un costado de la barra.

Un poco aburrida, comienzo a buscar a mis amigas con la mirada.

—¿Se te perdió algo? —La voz grave me sobresalta un poco.

“Los últimos diez años de mi vida”, podría decirle, pero creo que no es eso lo que preguntó.

—Sí, y tú no lo tienes —respondo cortante, casi sin voltearme.

Miro con atención al hombre que me pregunta y las palabras se amontonan en mi boca. Es un moreno increíblemente apuesto.

—Podría ayudarte a buscarlo.

—No lo creo —respondo, ya sin agresividad, pero sin ganas de ligar.

—¿Cómo te llamas?

—Lo siento, estoy acompañada.

—¿Ese es tu nombre? ¡Vaya nombre extraño!

—Para ti, sí.

Me sonríe y la blancura de sus dientes reluce en contraste con la piel, con un moreno de sol llamativo al principio de la primavera.

—Morena, ¿siempre eres tan simpática?

—Tengo días peores. Hoy soy amigable.

—Déjame invitarte un trago.

Niego con la cabeza, para que no se haga ilusiones.

—Estoy acompañada.

Sonríe con pesar y vuelve a asombrarme lo bello de su sonrisa. No suelo toparme con hombres así en mi vida diaria.

—¡Lástima! —Sonríe con pesar antes de alejarse.

Me guiña un ojo y camina, perdiéndose entre la multitud. Mientras se va, no puedo evitar admirar lo guapo que es.

Alto y moreno, sobresale entre la gente. Lo observo a gusto porque hace rato que un hombre no llama mi atención. Viste una camisa informal, pero indudablemente cara. Las costuras de su camisa hablan en italiano, y apuesto lo mismo de sus zapatos.

Se acerca Kate por detrás y me palmea el hombro.

—¡Por favor, dime que lo enviaste a buscar tragos! —dice excitada.

—Tragos y otra compañía.

Su expresión de disgusto me hace reír.

—¡Podría golpearte! ¡No supe qué más hacer para llamar su atención y tú lo despachas sin más!

—¿Quién es? —pregunto intrigada.

—Mi futuro marido. ¡Qué sé yo quién es! Si lo supiera, ensayaría su apellido con mi nombre.

Me hace reír.

—Vamos, no quise monopolizarlo. ¡Ve por él!

La noto indecisa, pero no deja de mirarlo. El hombre nos mira y sonríe. Alza su trago por nosotras y vuelve a mirar a otro punto del salón.

Kate me mira con fastidio mientras toma su pequeño bolso. Me señala con él, acusadora.

—¡Vale! Hay algo mal en ti, Lara. Siempre lo pensé, pero esto lo confirma. —Se aleja en dirección al moreno mientras mi risa la acompaña—. ¡No serás mi dama de honor después de esto!

—Organizaré tu despedida en Ibiza. Solo mujeres —le digo gritando para que me oiga—. ¡Ya verás cómo luego no te casas!

La miro alejarse hacia el moreno y confieso que un poco me molesta. Reconozco que debe ser como lo que sienten los perros cuando orinan en un rincón. ¡Bueno, el moreno era mi pasto!

Desecho el sentimiento con un sacudón mental y saco el móvil, más para hacer algo que porque alguien vaya a llamarme un sábado a las dos de la mañana. Si tuviera veinte años, podría ser, pero ahora pienso que me daría un infarto si me entrase cualquier llamada a esa hora. A mi edad, y con mi vida actual, las llamadas de madrugada son disgustos.

Kate regresa, acompañada del moreno de infarto. De cerca resulta aún más guapo. Lo observo sin tapujos.

—Esta es mi amiga, Lara —dice Kate, radiante. La reconozco en modo “cazadora”. Se vuelve dulce y seductora. Siempre admiré esa capacidad camaleónica suya.

El moreno tiene una mirada azul que parece desnudarme. Sonríe divertido, y su sonrisa impacta como un relámpago blanco en mi interior y me provoca sensaciones en el vientre.

—Me había dicho otro nombre. —Se agacha para besarme y hundo sin querer mi nariz en su cuello.

¡Maldición! Así debe oler un hombre.

Cuando se aparta, le dedico una sonrisa y corro mi cabello para un costado. Kate me lanza una mirada asesina y yo aparto la mirada de ambos.

—¿Cómo que te dijo otro nombre? ¡Lara Cipriani!

—Desde que entré al lugar me pregunté quién era la morena de piernas infinitas que pasaba de todos. —Me sonríe a los ojos y no puedo evitar devolverle la sonrisa.

Hace mucho, mucho tiempo, que un hombre no me hace ser consciente de mi cuerpo.

Kate está divertida y, al mismo tiempo, un poco molesta.

—Sí. Lara es la figurita difícil que llama la atención.

David la mira a Kate y vuelve a clavar su mirada penetrante en mí.

—Por eso resulta tan atractiva. Los hombres adoramos los desafíos.

No puedo evitar divertirme por sus palabras, pero me da un poco de pena por Kate. Sus palabras la dejan mal parada con sutileza.

—¿No te parece un comentario machista?

—En lo absoluto. ¿Por qué lo crees?

—Pareces creer que el hecho de que una tía pase de ti es un desafío.

—No dije eso.

—Lo diste a entender.

Sonríe, seductor, y dos hoyuelos se le forman en las mejillas.

—¡Diablos! Qué guapa eres.

Me echo a reír, divertida.

—Apuesto a que te dijeron que a las chicas les gustan los cumplidos.

—¡Lo sabía! —dice casi gritando—. ¡Eres argentina!

Sonrío, divertida. Es muy fácil sonreír con este hombre.

—¿Qué hay con eso?

—Nada, si Messi lo es y aquello redimió a todo el país.

Me echo a reír, para nada ofendida.

Un español tal vez se sentiría ofendido por semejantes palabras, pero en verdad, los argentinos tenemos un sentido del humor oscuro y un poco ofensivo.

Me resulta muy fácil coquetear con él. Parece salido de la publicidad de algún perfume y huele exactamente como eso.

Kate se aleja sin que lo note, mientras le acepto una copa, aunque no debería seguir bebiendo.

No logro recordar su nombre. Sus ojos sobre mí parecen tener el efecto de desdibujar todo lo demás. “David”, me recuerda, percibiendo mi dificultad.

Pide mi número de teléfono y, notando mi reticencia, me da su tarjeta. David Ortiz Olaya. Arquitecto, dice debajo, y eso hace que la conversación gire hacia esos lares.

—Tienes mi tarjeta. Esperaré que me llames. —La mirada con la que acompaña esa frase incluye promesas.

Digo que sí, no muy convencida, pero me alegra que David no insista pidiéndome mi teléfono.

Cuando miro la hora, apenas puedo creer que casi sean las cuatro de la mañana. El tiempo voló y ni siquiera lo noté.

De vuelta en casa, me quito el maquillaje y la ropa. La falda de color blanco óptico está completamente sucia y percudida de todos los lugares en los que me senté y apoyé. Miro el reloj con angustia pensando en que voy a dormir solamente cuatro horas. Y, a pesar de todo ello, una sensación nueva, prácticamente desconocida, revolotea en mi interior.

Me duermo con la excitación dibujando una sonrisa en mi rostro.

Agradezco al cielo que sea viernes. Ni siquiera el maquillaje excesivamente caro y espeso que guardo para ocasiones como esta, en las que es menester minimizar los estragos, pudo cubrir las ojeras.

Tengo un mal humor galopante que reconozco como producto de no dormir y que, pasado el mediodía, va en aumento. Apenas puedo concentrarme en el trabajo que se supone que debo hacer y no es mucho lo que avanzo.

Hacia las tres de la tarde, entra Kate a mi oficina dando un portazo.

—¡Si no lo llamas, juro que te golpearé!

A pesar de mi fastidio, me echo a reír.

—Debería preguntar a quién, pero asumo que hablas de anoche.

—¡Sí! Hablo de ese hombre absolutamente espléndido que me quitaste de las narices. No vas a dejar suelto a un espécimen semejante para que se lo agarre una fulana cualquiera. ¡Si va estar con alguna fulana que no sea yo, mejor que seas tú!

—No sé qué tan bien se me da ser una fulana —digo ácidamente.

—Bastante bien, por lo que pude ver anoche.

—¿Estás enojada conmigo por lo del tío?

Hace una mueca y sonríe.

—Pues no mucho. Ya me he acostumbrado a que me den calabazas. Pero, de verdad, Lara, ese tío es un monumento al hombre. ¡Explícame por qué no le has dado tu número!

—No lo sé, Kate. Me falta aceite. Aún no sé cómo ligar.

—Bueno, la suerte de principiante te ha sentado de maravillas. —Se acerca a palmearme con cariño el hombro—. Llámalo tú.

—Ni de broma. ¿Qué le diría?

—¡No sé tú, yo le diría un millón de cosas irreproducibles frente a niños!

—¡Kate!

Se echa a reír.

—En el fondo, eres tan inocente que da gusto verte.

—Y si lo llamo, ¿qué pensará?

—Que eres una tía adulta que llama a alguien que le interesa.

Me sonrojo ante la idea.

—Nunca he llamado a un hombre para salir.

—Recuérdame tu estado civil, cariño. —Hace una pausa elocuente—. ¡Ah, ya! Claro, estás sola.

“Sí, pero con mi orgullo intacto”.

—No quiero llamarlo. —Me siento una niña, pero no puedo evitarlo.

—De acuerdo. Dame su número y lo llamaré yo.

“¡Qué! ¡Ni de coña!”

—¡No! —La negativa me sale con tanto énfasis que Kate se echa a reír.

—Si no comes el pastel, deja comer... ¡o sincérate contigo y rompe alguna norma de esas a las que solo tú les haces caso! —me dice—. Así seguirás sola mucho tiempo.

—No me molesta estar sola, Kate.

Mi problema es otro.

—Cariño, tienes treinta y seis años. Si a esta edad no haces las cosas por vergüenza, y no rompes alguna maldita regla, no vas por buen camino. Lo que te mantiene segura es también lo que te hace inaccesible.

No soy inaccesible... ¿O sí?

—No soy inaccesible.

—Lara, ayer has salido con nosotras no porque te hayamos invitado por primera vez, sino porque por primera vez aceptaste. De pronto hablas con nosotras, te ríes, te escuchamos hablar de algo que no sea lo estrictamente profesional. Y vemos otro aspecto muy bonito de ti. Pasabas por soberbia y eras inalcanzable.

¿Así me percibían? ¿Todos? Tengo ganas de preguntarlo.

—Yo no soy así —digo emocionalmente afectada por sus palabras.

—Ya lo sé. Ahora que me he acercado a ti, no, me corrijo: que tú has dejado que me acerque, veo que no eres así en absoluto. Pero te proteges tanto detrás de una armadura tan rígida que te vuelves inabordable.

Me quedo emocionalmente golpeada por las palabras de Kate. Si lo pienso, veo que en lo que dice hay mucho de verdad.

—Prométeme que lo llamarás.

Lo pienso un momento.

—De acuerdo, pero no hoy.

—¡Maldición, Lara! No vas a llamarlo y nos quedaremos sin ese hombre.

—Kate, te aclaro que no me van los tríos, ni siquiera con coloradas guapísimas como tú.

Se echa a reír.

—Tampoco a mí, no te preocupes. ¡Promete que lo llamarás!

—Vale. El lunes lo llamo. Tampoco deseo parecer desesperada.

—Te tomo la palabra.

—Lo prometo.

En mi interior, no estoy muy segura.

La Gestante

Подняться наверх