Читать книгу La Gestante - Mayra Potenza - Страница 8

Capítulo 3

Оглавление

Nadie me dijo jamás que el duelo

se siente como el miedo.

C.S. Lewis

Crisis: 1. (F.) cambio profundo,

y de consecuencias importantes en un

proceso o una situación, o en la manera

en que estos son apreciados.

Diccionario de la RAE

En algún momento, oscureció. Se fue el día como se fueron tantos años, sin apenas darme cuenta. Un reloj marca las horas que pasan con una lentitud dolorosa. Hoy no he salido siquiera a sacar la basura.

Me siento morir por dentro. Los pensamientos se agolpan, se entremezclan, de una manera casi irracional.

Lo único que he comido en todo el día han sido papas fritas de paquete y helado de pote, frente al televisor, intentando sin éxito concentrarme en algo, en cualquier cosa que me saque de este pozo. Siento la tentación de abrir una botella de vino, pero sé que eso acabaría fatal, probablemente conmigo marcando algún número que no debería y diciendo cosas que no debo decir. No, hoy no es noche de vino.

Abro un paquete de galletitas Oreo y las como sin hambre, por inercia. Todo lo que me hace daño hoy me hace bien.

Me siento miserable. Tomo conciencia de la soledad y la siento un flagelo. Hay una edad en extremo vulnerable en una mujer, en la que uno toma conciencia de que ya no es joven, de que la vida pasa independientemente de lo que una quiera y es como un tren que no espera a nadie. Que pasa y se va, y si una no corre y lo coge, lo pierde.

Si pienso en cuántos trenes no tomé, la depresión bordea orillas peligrosas.

Me levanto para ir al baño y, de regreso al sillón, tomo de la alacena la botella de vino. La descorcho, lleno una copa hasta la mitad y vuelvo al lugar frente a la tele, donde la frazada con la que me tapé yace en el suelo como una mortaja.

Galletitas Oreo y vino. Con el estomago casi vacío como lo tengo, el olor del vino me provoca un asco creciente. Sin embargo, bebo, porque deseo dormir y olvidar.

¿No dicen los borrachos que el alcohol ahoga las penas? Las mías parecieran ser como las de Frida. No parece ser una buena idea, pero bebo de todas formas, porque hay en mí un impulso autodestructivo que necesita expresarse.

Con asco, apuro la copa y vuelvo a llenarla hasta la mitad.

Me siento bebida y miserable, no mejor, como esperaba sentirme.

Movida por un impulso suicida, enciendo el ordenador y busco su nombre en Instagram. Allí aparecen al menos cuatrocientos resultados para Alex Monserrat y comienzo a navegar, a mirar esas vidas, en busca de Alex, de mi Alex.

Finalmente lo veo en uno de esos perfiles, irreconocible por la alegría que expresa, junto a esa mujer y al pequeño Tomás, abrazados y sonrientes.

Esa estampa familiar es un cuchillo. Como una enferma, comienzo a navegar por sus fotos, sorprendida por la falta de privacidad de su cuenta. Voyeur de una felicidad ajena y lejana. Vacaciones, cenas, el nacimiento del niño, su primer baño. Y comienzo a llorar, otra vez, como si nunca fuera a detenerme, mientras maldigo el impulso idiota de espiar esa vida que no es mía.

No sé cuánto tiempo permanezco así, hecha un ovillo en el sillón, frente al ordenador portátil cerrado con furia de un golpe. Cuando logro levantarme, veo que afuera es noche cerrada y se han encendido las luces de la calle.

Tomo el teléfono y hago lo que no debería hacer. Lo que nunca se debe hacer. Aquello que me juré a mí misma que nunca haría.

Suena el tono de llamada, pero no me detiene. Una voz del otro lado saluda.

—Hola... ¿Lara?

—Iñaki.

Estoy en un bar de mala muerte a la una de la mañana de un sábado. Con mi jefe.

—No tenía a quién llamar —le digo, excusándome.

Esto es un error con mayúsculas.

—No. Has hecho bien. —Está tan descolocado como yo.

—Te juro que me pareció una buena idea. Ahora que estoy aquí, me siento fuera de lugar, y comprendo que hice una completa estupidez. —Él abre la boca, pero yo lo interrumpo antes de que diga nada—. No me acostaré contigo, si se te cruzó por la cabeza.

Él sonríe, entre divertido y avergonzado.

—No sería mala idea, pero ya que no, ni modo. ¡Venga, desembucha! Ya que no acabaremos liados, por lo menos entrénenme con la historia completa.

No sé por dónde empezar. Me siento ridícula, desubicada. Me excuso por decimoctava vez, pero Iñaki desestima mis palabras con un gesto de la mano.

—¡Lara, de verdad! ¡Está bien! Estaba en casa viendo un partido. No había ninguna chica ardiente a la que dejé plantada por venir a ver a una amiga con la que trabajo.

Sonrío ante sus palabras.

—¡Que bonito! Una amiga con la que trabajo.

—Bueno, una caña un sábado de madrugada para contarnos nuestras miserias excede ser colegas de oficina. —Me sonríe y levanta el puño para chocarlo con el mío.

Comienzo avergonzada a contarle lo de Alex y, para cuando llego al punto álgido, estoy llorando. Ahora sí me siento patosa, pero no puedo evitarlo.

—Hace tres años que me separé, Iñaki. ¡Ese niño tenía, por lo menos, tres o cuatro meses! Seis, tal vez. Súmale a ese tiempo los nueve meses de embarazo y da más de un año. —Subo la voz, molesta—: ¿La conoció y qué? ¿La embarazó a los 4 minutos? ¿Le dijo “Hola”, fueron al baño e hicieron un bebé?

—No me molestaría, excepto por la parte del bebé. —Le clavo la mirada, furiosa, y él ríe divertido.

—¿Sabes el dinero que gasté? ¿La fortuna que pagué en tratamientos, en estudios, en médicos que me aseguraban que ese tratamiento funcionaria? ¡Dios sabe lo ilusionada que estaba, con cuánta desesperación me aferraba a las palabras o a la confianza de cuanto médico inescrupuloso me aseguraba un tratamiento exitoso! Y luego... la culpa era mía. Funcionaba en casi todas, excepto en mí. Eso decían. Y me decían que no me habían dado garantías. ¡Claro que no lo habían hecho, eran profesionales! Habían dicho lo necesario para que yo me sintiera confiada e ilusionada y luego, yo misma había hecho el resto. Eran tantas las ganas de concebir, de ser madre, que hubiera robado un banco si no lo hubiera podido pagar. —Hago una pausa para respirar en medio de mi neurosis verborrágica, sabiendo que estoy hablando de más, pero sin poder detenerme—. Todos esos adelantos que te pedí en aquellos años eran para eso.

Iñaki da un pequeño silbido.

—Siempre me lo pregunté. Pensé que tenías algún problema grave, luego, al tiempo, cuando te divorciaste de Alex, pensé que tenía más que ver con aquello.

—Y así era, pero de un modo diferente.

En este momento, no somos un jefe y su empleada, Iñaki es una oreja y yo soy una mujer profundamente necesitada de escucha.

Una cerveza sigue a otra y luego un café. Iñaki, en una sensibilidad inusitada para alguien tan bruto como él suele serlo, ni siquiera mira el reloj. Me deja hablar, me escucha. Solo interrumpe de a ratos con alguna pregunta. Y me deja escupir la tristeza mezclada con la ira hasta que mi voz se va apagando.

Entonces, noto que las mesas a nuestro alrededor están vacías y que el camarero que nos atendió durante toda la noche nos mira con cara de pocos amigos.

Son las 3:52 a. m. y yo estoy demasiado bebida, demasiado aturdida (y no por el alcohol) para notar el mundo circundante.

Los ojos de Iñaki están en los míos y reflejan una preocupación que no me deja indiferente.

—¿Estás mejor?

—Sí, gracias —le digo.

Pero la verdad es que no. Una profunda vergüenza me invade.

Sé que el lunes no podré mirarlo a la cara.

Estoy un paso más allá de la vergüenza. Me doy cuenta de que difícilmente se puede caer más bajo de lo que yo caí y, extrañamente, eso me da el coraje que necesito para salir de mi casa camino al trabajo.

Pasé una línea que nunca me creí capaz de cruzar y he ido aún más abajo en mi propia humillación: llamé a mi jefe la noche de un sábado para usarlo de paño de lágrimas, dejando así en evidencia el fracaso que es mi vida y, lo que es peor..., lo que me había ocupado muy bien de disimular todos estos años: lo sola que estoy.

Me digo a mí misma que no se puede caer más bajo que eso, de manera que cuadro los hombros y me dirijo al trabajo.

Cuando llego a la oficina, me siento momentáneamente sin aire, de manera que respiro una, dos, tres..., cinco veces hasta serenarme lo suficiente antes de entrar.

Nada...

Los saludos de siempre, la misma rutina de lunes. Nada se ha alterado. Excepto un detalle apenas perceptible. En mi escritorio hay un pequeño paquete de papel madera con mi nombre escrito con rotulador. Lo abro con curiosidad y veo un bollo de chocolate adentro.

“¿Sandra?”, me pregunto. Miro alrededor y veo a Iñaki dentro de su oficina.

Como si presintiera mi mirada, alza la vista y me sonríe haciéndome un gesto. Yo le devuelvo la sonrisa, extrañamente confortada. Sí, estoy sola, pero hay gente a mi alrededor acompañando la soledad. Y eso también es algo.

Siento ganas de abrazarlo, pero eso sería aún más extraño que lo del sábado, de modo que me limito a coger el móvil y enviarle un mensaje de texto.

“Gracias”.

“No hay de qué”, me responde en menos de un minuto. “Se te quiere mucho, Lara”.

Sonrío. Es su modo de decirme que él me quiere.

Envío un corazón como respuesta porque me quedo sin palabras y me desentiendo del móvil, porque en cualquier momento podría echarme a llorar.

Este invierno ha resultando ser más duro de lo que esperaba, en todos los sentidos. Me arrastro por los días, los transito a duras penas, como puedo. Unos mejores que otros.

Estoy intentando hacer mi mejor esfuerzo, poner lo mejor de mí para superar el duro golpe que supuso ver a Alex convertido en padre.

De alguna manera, era un acuerdo tácito. Nunca lo hablamos, pero siempre lo di por supuesto. Ni él ni yo lo lograríamos nunca. No tendríamos hijos. Que él si los tenga era una posibilidad en la que siempre elegí no pensar.

En algún punto lo siento como una traición, aun sabiendo que no lo es y que no tiene sentido. Pero es lo que siento. La última traición de Alex, su coup de grâce. Nada, ninguna otra cosa me hubiera dolido más.

Me digo a mí misma que no llegué a los treinta y seis años sin haber superado cosas mucho peores, pero esa conciencia no impide que sienta ganas de llorar cada vez que lo recuerdo.

Tomo el metro alegrándome de escapar del frío. La calle gris, la gente gris, a juego con mi tristeza. Contemplo el horizonte de días que se extienden ante mí y me encojo interiormente. La angustia es una bestia voraz que devora todo lo que toca y que está anidada en mi pecho.

“Los muertos vivos”, pienso de nuevo. Ahora que los zombis, por alguna incomprensible razón, se han puesto de moda, yo me siento casi cercana a ello. Una muerta en vida que transita los días como puede.

Hay algunos días que son menos malos que otros. Igualmente todos tienen el mismo sabor, el mismo tono grave, la misma ausencia de color. Todos saben a desidia, a una tristeza sorda que araña por dentro y con la que no sé cómo lidiar.

Ahora es cuando debería buscar ayuda, ahora es cuando necesitaría una escucha atenta, poner todo este dolor en palabras para poder empezar a sanarlo. Sin embargo, en el pasado tuve experiencias tan pobres en materia de terapias que siento que al último lugar al que iría ahora es a una consulta psicológica.

Finalmente, llego a casa. Siento en simultáneo paz y desasosiego, en partes iguales. Es como si una parte de mí se alegrase por haber regresado y otra parte temiese a la soledad que se despliega frente a mí. No hay sonidos ni presencias, no hay obligaciones que reclamen mi atención y me impidan pensar una y otra vez en lo mismo.

Al salir por la mañana, he debido dejar la luz del baño encendida, porque así la encuentro cuando llego. Pongo la televisión en cualquier canal al azar para ahuyentar el silencio y enciendo todas las luces porque la penumbra me deprime últimamente. Hace eco de aquella oscuridad que llevo por dentro.

La noche que se anticipa se presenta aterradora.

Desde hace algunas semanas, no puedo conciliar el sueño y cuando se acerca la hora de dormir mi cuerpo genera ansiedad y la padece. Todo aquello en lo que me cuido muy bien de no pensar durante el día se amontona y viene a enfrentarme cual patota cada vez que intento dormir. No, no son tiempos fáciles para mí.

La cena consiste en una pequeña ensalada con una lata de atún. El televisor a viva voz, para ahuyentar el silencio que amenaza con tragarme. Nada retiene mi interés ni en la televisión ni en los días.

No sé cómo lidiar con este desgano. Pasado el dolor agudo de la semana pasada, me queda este desgano por vivir con el que no sé cómo lidiar. Es como si la tristeza surgiera y me engullera por oleadas.

Lavo los platos, apago el televisor, las luces, abro el cajón de la cocina donde guardo las pastillas y voy a mi cuarto.

Al lado de mi cama, en la mesita de luz, hay una botella de agua mineral caliente que está desde la noche anterior. Saco del blister una pequeña pastilla, abro la botella y la trago con agua, bebiendo directamente del pico.

Necesito dormir otra noche sin sueños.

Mi madre decía que todo era mejor luego de dormir. Los treinta y seis años que llevo vividos me hicieron darme cuenta de que mi madre no tenía la menor idea acerca de cómo afrontar los problemas. Nada mejoró luego de amanecer, y eso que dormí diez horas.

El domingo entero se extiende frente a mí generándome aprehensión.

Hacia la tarde, llamo a mi madre por teléfono. Me comenta que en Buenos Aires apenas pueden respirar del calor.

Mi tono de voz es monocorde y apenas demuestra emociones.

Tengo ganas de decirle a mi madre que no puedo más; sin embargo, me contengo.

—¿Cómo va todo ahí, cariño?

—Normal. Como siempre —le digo, sin ahogarme con las palabras.

—No te oigo muy bien. ¿Estás cansada?

—Sí, mamá. Estoy cansada.

Dice que ella también y luego comienza a soltar una letanía de comentarios intrascendentes acerca de personas a las que no recuerdo.

—¿Te acuerdas de Marta, la señora de la otra calle?

—No, mamá.

—Claro, se mudó cuando tú ya no vivías aquí, bueno, resulta que ella...

Me pierdo mirando por la ventana mientras oigo el arrullo de su voz, sin prestarle atención, y dejo que ella conduzca la conversación hacia esos derroteros que nada me importan.

Siento la tentación de decirle que estoy destrozada, que apenas puedo respirar, que Alex tuvo un hijo y que yo nunca podré. Que además hace un frío horrible en Madrid, que hasta ha habido muertos por el frío en España.

—Mamá, hablamos después —le digo.

—¿Hablaste con Gastón?

—No.

No hablo con mi hermano, al menos, desde la Navidad pasada.

—Bueno, te llamará en estos días.

Eso despierta mi atención.

—Ha pasado algo. —No es una pregunta.

—No, sí. Bueno, que te lo diga él.

—¿Va a tener otro hijo? —pregunto con la voz aguda por la sorpresa.

—No, por Dios, si ya son viejos. No. Van a ir a Madrid por unos días. Bueno, que te cuenten ellos.

Respiro aliviada, antes de comprender lo que ha dicho.

—¿Cuándo, mamá?

—No sé, no sé. Ya he hablado de más. Hablamos otro día, querida. Te mando muchos besos. Debo irme.

Corta la comunicación sin darme tiempo a pensar o a digerir nada de lo que ha dicho.

Más allá de la distancia entre nosotras, se genera otro tipo de distancia. La intrascendencia de nuestros diálogos, las conversaciones que no significan nada, más que no soltarnos del todo, que no perdernos la una de la otra.

A veces pienso que nos separa la edad y la cultura, que lo indisoluble del vínculo favorece las fricciones, si somos tan diferentes como la noche del día.

Mi madre pertenece a otra generación. Su historia condiciona sus acciones y la mía, las mías. Nunca conocimos a nuestro abuelo. Mi madre fue una hija no reconocida y, sin querer, aquella culpa tóxica, producto de la vergüenza, se extendió a toda su vida y nos la inculcó a nosotros.

En aquel desamor creció mi madre. Para ella, la familia que conformó con mi padre era su mayor logro, su revancha personal. Así como mi divorcio fue una afrenta.

Argentina tiene el crisol de razas y culturas. Las olas de inmigrantes llevaron sus costumbres, que el país terminó adoptando.

En menos de 50 años, la población argentina se multiplicó de una manera desproporcionada gracias a la inmigración transoceánica. En el año 1869, la población total era menor a los dos millones de habitantes. En 1895, ya había casi cuatro millones. En 1914 la cifra se multiplicó hasta bordear los ocho millones. Todos inmigrantes, con pedazos de su tierra a cuestas, para poblar un país casi vacío. Esto generó un crisol de razas que enriqueció intensamente la cultura, la forma de comer, de vivir. También de sufrir. Otros países tienen el Carnaval, Argentina adoptó el tango.

En menos de medio siglo, el país pasó de tener 1 737 676 habitantes a tener más de cuatro veces esa cantidad.

Creo que nunca me sentí tan Argentina como cuando me fui de allí. Sin querer, la tierra resuena en uno. Aunque no piense en volver, la cargo conmigo. Oír su himno me emociona hasta las lágrimas.

Uno termina por acostumbrarse a extrañar, hasta que acaba formándose una cicatriz sobre la herida y ya no duele más que algunas veces, en fechas especiales, en días concretos. Sin querer, uno acaba repitiendo la historia de sus ancestros. Dejar todo atrás, buscar otra vida, romper con la vieja historia. Y acabar dándose cuenta de que lo uno está haciendo es exactamente lo que hicieron los abuelos, lo que hicieron tantos otros y que uno lleva en la sangre.

Nunca más voy a volver a vivir allí. Cuando me divorcié de Alex, podría haber vuelto, pero hacerlo era rendirme y volver derrotada. No lo hubiera hecho por nada del mundo.

Mi padre, como casi todos los hijos de inmigrantes de mi país, pasó necesidades que se ocupó muy bien de que sus hijos no pasemos, aunque él debiese trabajar el doble. Como resultado de ello, mi infancia fue rica en cosas materiales, pero mi padre nunca estaba allí.

Mi madre..., no sé cómo describirla. Mi madre es difícil. Había decidido cómo sería su hija y no sé si alguna vez me miró realmente a mí. Me miraba a través de su propio cristal.

Irme fue un escape de supervivencia.

La Gestante

Подняться наверх