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Capítulo 10

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La esperanza es esa cosa con plumas

que se posa en el alma y canta sin parar.

Emily Dickinson

Un lunes diferente. A contramano del mundo, no puedo dejar de sonreír camino al trabajo.

Me sonrojo solo de pensar en algunas cosas que hicimos y que repetiría sin dudar. Despertar el domingo, con David deambulando en calzoncillos por la casa, mientras intentaba hacer un desayuno con huevos y tostadas, fue extraño. Más extraño aún fue compartirlo en la pequeña mesa del comedor.

No he podido disfrutar del todo lo ocurrido. Fue como visitar por primera vez una gran tienda, llena de cosas, y salir de allí sin comprar nada por no poder decidirse. Demasiados estímulos juntos. Una procesión de emociones que me dejaron emocionalmente agotada, pero feliz a la vez.

No pretendo entender lo que me está pasando, me basta con aceptarlo. Sin embargo, una vez cruzada esa frontera, me siento contenta con lo ocurrido. Mi casa es mi pequeño santuario. ¡Hay tanto de mí en ella! Es mi refugio, pero compartirlo con él me ha dado mucho más placer de lo que hubiera esperado.

En la oficina, mi rendimiento es óptimo. Trabajo codo a codo con Iñaki y Sandra y terminamos la presentación un día antes de lo previsto, ganándome una efusiva felicitación por parte de mi jefe.

—Si sigues rindiendo así, deberé aumentarte el salario —dice riendo.

—Si sigo rindiendo así, no podrás pagarme. —Le guiño un ojo, mientras voy a la cocina por un café.

—¡Lara! —llama Iñaki, haciéndome voltear la cabeza—. Me alegra verte tan entera y de buen humor.

Sonrío con dulzura.

—Sé que es así, Iñaki.

—¿Quieres ir más tarde por una copa?… Digo, si no tienes planes. —Lo veo tan incómodo con el ofrecimiento que siento el impulso de aceptar, solo para ahorrarle el mal momento.

Precisamente hoy, que deseaba dormir.

—Una copa pequeña, que mañana trabajo. —Asiento con una sonrisa.

La sonrisa de Iñaki es genuina.

—Quédate hasta última hora, y vamos andando.

Me muestro conforme con sus planes, pero en mi interior me pregunto si no se verá raro frente a mis colegas. Decido que no me importa.

A las cuatro, Iñaki les dice a Sandra y a Kate que pueden irse antes, ganándose tal mirada de odio de mi parte que termina riendo.

—¿La única vez en el año que nos dejas salir temprano y es justo el día que acordé ir a tomar algo contigo?

En cuanto lo digo, se me ocurre que es posible que precisamente esa sea la razón para que los deje salir temprano, pero me parece pretencioso por mi parte y desecho la idea.

—No te quejes. Tú irás a tomar algo con tu jefe, y él invita.

Meneo la cabeza, riendo asombrada.

—¡Vaya que eres bueno como publicista, que te has creído que eres la última Coca-Cola del desierto!

Abre la boca, sorprendido, y se echa a reír a mandíbula batiente.

—Me gusta esta nueva Lara, aunque al parecer me considere un poco gilipollas.

—¡No te preocupes, Iñaki! —digo con fingida dulzura—. La vieja también lo hacía.

La expresión de su rostro es para hacer un cuadro.

Antes de las cinco de la tarde, salimos. Me lleva a un bar de cañas en Chueca, a un par de calles de la oficina. La charla es tan amena y me siento tan cómoda con Iñaki que pronto olvido que es mi jefe y nos portamos como viejos amigos. Hay un par de momentos incómodos entre ambos en los que me parece percibir algo más de parte de él, pero pronto lo desecho. Iñaki es correcto y no da indicios de tener alguna intención errada.

Le cuento que estoy con alguien y parece alegrarse, de modo que descarto totalmente algún interés romántico por parte de él.

Pide otra copa de vino para cada uno, e intentó rechazarla.

—Iñaki, mañana llegaré tarde. Nunca bebo entre semana. Además debo coger el metro y no quiero ir ebria y sola de noche.

—¿Estás loca? Te llevaré a tu casa —dice sorprendido, como si la idea de que piense ir en metro lo ofendiera.

—Y si planeas darme vino para aprovecharte de mí, tampoco funcionará.

Hace una mueca.

—¡No dudo de que no funcione! Hoy me has dicho gilipollas y que me creo la última Coca-Cola el desierto. —Niega con la cabeza, sonriendo a su pesar—. Aunque no lo creas, yo sí creo que se puede ser amigo de una mujer guapa. Aunque yo intente ligar, ella va a rechazarme, y finalmente seremos amigos.

A pesar del ruido del lugar, oigo el móvil. Antes de verlo, sé que es David. Me genera un poco de incomodidad decirle que estoy bebiendo con mi jefe, de modo que dudo entre atenderlo o esperar y devolverle la llamada más tarde. En deferencia a Iñaki (y también por cobardía, por supuesto), no respondo la llamada hasta estar de regreso en casa.

En el departamento quedan restos del fin de semana. Aún siento la presencia de David, como una estela alrededor de mis cosas.

Impaciente por oírlo, lo llamo mientras acomodo la casa.

No parece contento al oír que he ido a un garito con un amigo luego del trabajo. No lo dice, pero, por lo poco que lo conozco, puedo notarlo.

—No es algo que suela ocurrir. Pero nos debíamos una charla.

—Eres grande, Lara. No necesitas que te diga cómo debes vivir tu vida —dice con despreocupación, pero percibo su molestia—. Iba a invitarte a cenar, pero es muy tarde. Lo dejamos para otro día.

La decepción me corta un poco y, sin querer, respondo con dureza.

—Como quieras.

—¡Anda, Lara! No estoy molesto, tampoco lo estés tú. Háblame de ese AMIGO —remarca el masculino de la palabra y se echa a reír.

A pesar del planteo, su tono es ligero, y sé que no está enojado.

—¿Tú no tienes amigas? —preguntó sonriendo, divertida, pero interesada en saberlo.

—No. —La respuesta me sorprende—. Tengo tías con las que he salido, tías con las que me gustaría salir y tías con las que no saldría. Pero no tengo amigas. Tengo amigos.

—¡Qué lastima que no consideres amigas a las mujeres!

—No dije que no considere amigas a las mujeres, sino que no tengo ninguna que considere una verdadera amistad. Si te dijera que sí, mi idea de la amistad sería muy pobre. Mis amigos pueden llamarme desde cualquier parte de Madrid, de madrugada con un problema, y sin dudarlo, cojo el coche y voy a por ellos. Y ellos harían otro tanto por mí. No hay juicios en la amistad. No hay entre nosotros ganas de impresionar, ninguno quiere acostarse con ninguno. Bueno, tal vez Carlos salga del closet pronto, pero aún no lo cuenta —dice riendo.

—¿Quién es Carlos?

Oigo su risa suave por el teléfono.

—Un viejo amigo. Los conocerás en breve a todos ellos, seguramente.

—Me encantará —digo sonriendo, feliz y distendida.

Las dos copas de vino aún se dejan sentir.

—No me desvíes del tema, habla tú. Ibas a contarme quién es ese AMIGO —vuelve a remarcar la palabra y se echa a reír— con quien has salido.

—Iñaki, mi jefe.

Oigo un silencio del otro lado de la línea.

—¿Fueron entre muchos? ¿Toda la oficina? —pregunta finalmente, con aparente liviandad.

—No. Me invitó a ir por un café, quería hablar de algo puntual. —Omito decirle lo de las copas de vino y la charla personal—. Le he hablado de ti —se me escapa.

Cierro los ojos con espanto. Desearía patearme.

—¿Le has hablado de mí? —repite. Lo oigo complacido.

—Le he contado que estoy viendo a alguien.

—¿Y por qué le contarías eso a tu jefe? ¿Se ha insinuado?

—¡No, David! Te he dicho que es un amigo.

—Vale, mejor dejémoslo ahí. ¿Qué planes tienes para mañana? ¿Quieres ir a cenar?

—Sí —digo con sencillez.

—Morena, ¡llevamos quince minutos al teléfono y aún no dejas ver si me has extrañado!

Ahora sí, ni siquiera mi madre podría sacarme la sonrisa de los labios.

—¿Por qué? ¿Tú me has extrañado?

—Pasé el fin de semana contigo y hoy, lunes, quería verte de nuevo. ¿Es necesaria la pregunta? —El calor se extiende por todo mi cuerpo—. ¿Qué hay de ti?

—Yo también pasé el fin de semana contigo y el lunes le he hablado de ti a mi jefe. ¿Qué dices a eso?

—Que esa relación con tu jefe es muy rara. Al margen de eso, no me dice mucho. —Me provoca reír—. No vas a decirlo, ¿verdad? —El tono grave de su voz me eriza la piel.

—¿Qué cosa?

—Que tú también me extrañas.

Suspiro, feliz.

—Sí, te extrañé.

—Casi te atragantas al decirlo, ¿no?

Me echo a reír.

Cuando corto el teléfono, permanezco sonriendo ensimismada.

Mi buen humor es tal que le devuelvo la llamada a mi madre. La llamo para oír reclamos e, inconscientemente, me pongo a la defensiva luego de que lanza el primero como un dardo.

—Nunca sé qué decir cuando me preguntan si te has vuelto a casar.

Respiro profundo, con el deseo de mandarla a freír espárragos ardiendo en la punta de la lengua.

—Podrías decir la verdad.

—¿Cuál es? Yo me pregunto lo mismo..., ¿por qué no te has vuelto a casar?

Respiro profundo, una, dos, tres veces…, cinco veces, mientras me arde la sensación de soledad por una incomprensión tan profunda. No nombra a los hijos, y sé que debería estar agradecida por ello.

Se me han ido las ganas de hablar con ella. Guardo mi intimidad con un cerrojo y arrojo lejos la llave. Le invento que me duele la cabeza (en verdad, me duelen otras cosas, para las que no hay analgésicos) y voy cerrando la conversación.

—Bueno, descansa, querida. Espero que ya estés preparando todo. Gastón y Mary están muy emocionados.

¿Preparando qué cosa?

—¿Emocionados por qué?

—Por el viaje, claro. El 4 llegan a Madrid. ¿No te lo ha dicho?

—No hablé con Gastón.

—Bueno, te lo habré dicho yo.

—No, mamá. Me has dicho que venían a Madrid, pero no que era el 4. —Mi voz es más alta y más aguda de lo que quisiera, pero no la controlo. Al igual que no lo hago con la situación.

¡Estamos a 25 y hasta el 4 faltan menos de 10 días!

—Bueno, son solo unos días. Los niños pueden dormir en el sofá.

—¡No pueden quedarse en mi casa, mamá! —ahora grito, en breve comenzaré a dar alaridos.

—Yo les había dicho que sí, que estarías encantada. ¡Bueno, no te preocupes! Les voy a decir que se busquen un hotel. Es una lástima, contigo viviendo allí —lo dice como si no comprendiera.

Lo peor de todo es que estoy segura de que no lo hace.

—¡Mamá, no tengo espacio! ¡No puedo tener a cuatro personas viviendo en una casa para uno!

—Lara, ellos no son pretenciosos. En el sofá estarán bien. Es una vergüenza que hagas que entren en un gasto del todo innecesario.

Tengo ganas de llorar. Deseo gritarle como una desquiciada y llorar, al mismo tiempo. ¡Y me vale madres que no lo entienda!

—¿Cómo pudiste decirles que se quedarían en mi casa?

—¿Cómo van a gastar en un hotel, con lo caro que está el cambio del euro y con solamente el sueldo de Gastón manteniendo la casa? Bueno, si es lo que quieres, veremos cómo resolverlo.

—¡No se trata…! —respiro profundo y bajo la voz. Intento serenarme porque quiero decirle barbaridades de las que, con seguridad, voy a arrepentirme—. No se trata de eso, mamá. No me lo preguntaste, lo diste por supuesto.

—¡Claro que sí! —dice, molesta—. Es tu hermano, tu familia. No me imaginé que no los querrías en tu casa.

Mi enojo tiene tantos niveles que no sabría por dónde empezar a explicarlos. Así y todo, cedo, sabiendo que es mejor hacerlo que entrar en una pelea que acabaré perdiendo más tarde.

Molesta, enojada hasta un punto que podría quedarme afónica del deseo contenido de gritar, corto el teléfono luego de acordar con mi madre, como una suerte de mediadora con la que nadie sale ganando, que Gastón me llamaría en la mañana, horario de Buenos Aires. Tomo dos almohadones y los arrojo contra el piso, furiosa con la situación, furiosa con mi madre, con mi hermano. Me siento empujada contra las cuerdas y mantenida allí por su maldita costumbre de hacer lo que quiere sin tener a nadie en cuenta. Sin tenerme en cuenta a mí.

Mi madre... Es tan difícil definir nuestro vínculo. La distancia fue un bálsamo. Supongo que siempre es difícil una relación entre dos mujeres, incluso si son madre e hija. Incluso si se aman, como nosotras.

Mi madre fue un juez implacable. Tal vez por eso terminé subida al primer avión que prometía llevarme al otro lado del mundo.

La amo y sé que me ama, pero ninguna de las dos sabe muy bien qué hacer con ese amor.

Cuando quise concebir, ella me decía que era una estupidez gastar tanto dinero, que Fulana y Mengano se fueron de vacaciones y volvió embarazada. Que fueron a La Quiaca a ver a un sacerdote sanador y que tal vecina volvió encinta, que tal otra persona dejó de obsesionarse con el tema y quedó embarazada después de años de buscarlo. Y yo intentando explicarle, y que entienda, que lo mío era un problema médico, no psicológico ni emocional, y que la ansiedad y la tristeza eran consecuencia de ello y no su causa.

Ese tiempo de mi vida, que fue negro en todos los aspectos, terminó por alejarme un poco de mi madre. Comencé a hablarle de intrascendencias, de nada de lo que realmente me importara, o le comentaba simplemente los hechos y no lo que significaban para mí.

Y ahora, otra vez, lo mismo. Yo replegándome, dejándoles a los otros mi propio espacio, figurativamente y en sentido literal.

Me voy a dormir y el sueño me esquiva. Por supuesto, solo logro dormirme una hora antes de que suene el despertador.

No logro sacudirme la ira. Lo impuesto de la situación me pesa, me hace daño.

En solo dos días, visito todo el espectro de emociones. Cielo e infierno convergen, se entremezclan, se tocan en mí. Me arrastran cada uno a su orilla. Mi familia al otro lado del mundo, invadiéndome, y David aquí, mi cielo. Ninguno de los dos llega a ser real para mí.

Mi madre no ha aprendido nada. ¿Cómo explicarle lo que tanto me duele, lo que tanto me enoja de esto? La invasión en mi casa, el no preguntar, imponiéndome algo sin tener en cuenta mi opinión. Estar obligada, en honor a las buenas maneras y a la conciencia de la situación económica de mi hermano, a abrirle las puertas a Gastón y su familia, a pesar de no tener ni siquiera un cuarto disponible para ellos.

David es una pausa, como las vacaciones de verano en una vida golpeada, monótona.

Trabajar, como siempre, me distrae. Me lleva a lo que conozco, lo que manejo. Es mi mecanismo aprendido, y me funciona. Me saca de mi conflicto y tomo distancia.

Sandra se acerca a hablarme en una pausa del trabajo.

—Tú no estás bien —dice mirándome con expresión de madre.

—Estoy estupenda, Sandra. Mejor que nunca —le respondo, convencida.

—No, no lo estás. Has vuelto a encerrarte en ti misma. Te has pasado todo el día enfrascada en el trabajo sin siquiera mirar a nadie. —Suspiro, cansada, pero Sandra aún no ha terminado—. Somos amigas, cariño. No me gusta verte así ni te hace bien.

Refreno el impulso de decirle a Sandra que estoy cansada de la gente que cree saber lo que me hace bien o mal sin consultarme, porque mi enojo no es con ella.

—Estoy enojada con mi madre, con mi hermano… A 13 000 km de aquí logran asfixiarme. ¿Cómo lo hacen? Un misterio.

—¿Así que es eso? Un señor llamado Freud pasó a la historia diciendo que los padres tienen la culpa de todo lo que nos caga la vida. Algo debe saber, el buen señor, que además él también le ha jodido la vida a los suyos.

—Freud se habría dedicado a otra cosa si hubiese conocido a mi madre.

—¡Anda ya! ¿Qué ha hecho tu madre que te ha cabreado así?

—Invitó a mi hermano, a su esposa y sus dos hijos a quedarse en mi casa sin consultarme, Sandra. Tengo solo un dormitorio.

—¿Y por qué ha hecho eso?

—¡Porque es así! ¡Se caga en mí!

—Bueno, no creo que sea para tanto como lo dices, pero cómo no vas a estar cabreada. ¿Qué harás?

De solo recordarlo me entran ganas de golpear puertas.

—Abrirle mi casa a mi hermano. ¿Qué voy a hacer? No me deja opción.

—Pero si no entran.

—Trataré de que entren. —Trato de calmarme, mientras le explico a Sandra a ver si logro aceptarlo—. Lo que me enfurece es que mi madre se lo haya dicho a ellos antes de hablar conmigo.

—Claro que sí.

Oigo el celular y veo que es Gastón, como si lo hubiésemos conjurado al hablar de él.

—¡Shh! Es mi hermano —le digo a Sandra, recordando que le había dicho que hablaríamos a la tarde.

—Hola, Gastón —digo, respondiendo la llamada y saliendo a hablar al pequeño balconcito de la oficina.

Mi tono es algo frío. Noto que me enojo con él, cuando, en realidad, no tiene la culpa. En respuesta a mi tono, Gastón me contesta a la defensiva. Me obligo a hablarle mejor, pero no puedo sacudirme el enojo contenido ni la sensación de opresión que siento.

Me dice que mi madre le contó nuestra charla y dice que puede quedarse en un hotel. Me da vergüenza su oferta, me hace sentir mezquina, aun sabiendo que no lo soy, pero de pronto me encuentro insistiéndole para que se hospeden en mi casa, sin saber cómo demonios hacer, porque la casa es pequeña y, a pesar de tener dos baños, solo cuento con mi cama y un sofá.

Aun así, le insisto de todas formas y me digo que ya veremos qué hacer.

Agradece el gesto, de corazón, y dice que, cuando ha visto los precios de los hoteles, no sabía cómo haría para afrontar ese gasto.

—Trataremos de no molestarte.

Me siento mezquina y horrible.

—No me molestan, Gastón. Es que vivo en dos ambientes y mamá no me había dicho nada hasta anoche. No sabía que eran cuatro.

Mi hermano silba.

—Debí imaginarlo. Lo lamento, Lara. Si quieres, aún puedo ver en algún hotel. Hay uno barato en Moncloa.

—¡Ni siquiera sabes dónde queda Moncloa! —A estas alturas, mi voz condensa el cansancio de todos los disgustos—. Descuida, Gastón. Nos las apañaremos.

—¿Estás segura?

—Sí, por supuesto. — “Claro que no”, pienso. “Pero ¿que puedo hacer?”

Corto el teléfono y vuelvo al interior de la oficina, internamente revuelta, pero más tranquila que antes de hablar con mi hermano, ya sin enojo.

La diferencia radica en que ahora siento que lo he decidido yo, a pesar de que no fue así en absoluto, o, al menos, que mi opinión fue tenida en cuenta. Eso por sí solo logra desbaratar mi enojo.

—¿Era tu hermano? —pregunta Sandra, asombrada por la coincidencia.

—El mismo.

Silba bajito.

—¿Y qué le has dicho?

Sonrío, divertida por la situación, a mi pesar.

—He acabado insistiéndole para que se queden en mi casa.

La mirada de Sandra es un poema.

—No, si yo lo he dicho siempre. Tú estás loca.

—Sí, y es culpa de mi madre. ¡Háblalo con Freud que sabe del tema! —respondo divertida—. Ahora a trabajar, que esas presentaciones no se harán solas —digo, tomando una carpeta de las muchas que hay en la mesa y sentándome frente al ordenador.

—¿Sabes qué? Si alguna vez soy jefa de algo, contrataré solo a argentinas locas y traumadas como tú. No hablan en la oficina, no dejan que su vida privada interfiera en el trabajo y curran que dan miedo.

—Supongo que gracias. —La mueca que hago termina siendo una sonrisa.

—¡Y además no se ofenden cuando las insultas! —dice abriendo desmesuradamente los ojos.

—Otra vez, culpa a mi madre —respondo riendo—. Tengo la piel dura gracias a ella. ¡Habla con tu amigo Freud!

—Si lo conoceré... ¡Tiene un tratado de desórdenes que parece mi árbol genealógico!

Por la noche, David pasa a buscarme con el coche para ir a cenar en un restaurante cerca de mi apartamento. El día se me ha hecho eterno hasta la hora de verlo, producto de la impaciencia.

Cada vez que lo veo, me parece que está aún más guapo. Toda esa belleza física está coronada por un corazón noble, y eso lo vuelve todavía más impresionante como hombre.

Viste informal, camisa negra con un jean gris gastado y mocasines negros de Tod’s. Solo de verlo mi corazón late más fuerte, haciéndose sentir, mientras yo trato de acallarlo.

Lo beso. Un beso largo, anhelante. Y sin dudas, esa es la mejor parte de mi día.

No entraba en mis planes esto. Nada de esto. Pero me dejo conducir por la sorpresa, expectante, como un niño en un parque de diversiones.

Nos saltamos la entrada y el postre, más pendientes de estar juntos que de la comida en sí. Y pedimos rápido la cuenta para volver a mi departamento, ávidos de intimidad.

David me mira de un modo que me genera escalofríos y cosquilleos. Me mira como si yo fuese algo precioso que no puede dejar de contemplar y me conecta con esa parte de mí, negada, dormida, en la que hace tiempo dejé de pensar.

En el pecho de David, lo que durante el día me generó tanta angustia, deja de hacerlo. No deja de ser un problema, pero ya no parece ser tan importante.

—El día 4 vendrá mi hermano con su familia de visita a España.

Se incorpora un poco, para mirarme de frente.

—Debes estar muy contenta.

—¡Uf! —respondo con sarcasmo—. No quepo en mí de la alegría.

David me mira sorprendido, y me veo en la obligación de explicarle. Sin ahondar en mayores detalles, le cuento que no tengo espacio, que me siento invadida y que no sé cómo haré para que cinco personas podamos caber aquí con un mínimo de comodidad.

David me abraza y, con mucha dulzura, planta un beso en mi sien.

—Ciertamente tienes suerte, morena. Tu nuevo novio es arquitecto —dice con autosuficiencia.

—¿Y qué con eso? ¿Construirás dos cuartos y una bañera en los sesenta y cinco metros en los que vivo? —No puedo evitar lo cortante de mi tono y me golpearía a mí misma por ello.

No es con él mi enojo, intento explicarle, pero él me interrumpe.

—Si hubiera tiempo, podríamos hacer algo más, pero por lo menos te traeré dos camas. ¿Tienes lugar en el cuarto de trastes?

Me siento conmovida, agradecida, emocionada. Si pienso en una sola palabra que defina lo que siento, esa sería “feliz”.

—Sí, no mucho, pero algo de espacio tengo.

—Hecho. En la semana vengo a llevar este sofá allí y a traerte las camas. Déjame ver… —dice, mirando alrededor con ojo crítico—. Necesitarás dos sillas más.

—¿Harías eso? —“…por mí” es lo que no agrego a la pregunta, pero que flota en el aire.

David, que estaba de espaldas mirando el cuarto, se voltea, sorprendido, y clava en mí los ojos.

—¡Cielos, Lara! Me vuelves loco, llevamos juntos un par de meses, viéndonos a diario, si alguien me pregunta, yo le diría que eres mi novia, no estoy viendo a nadie más… —enumera—. ¿Qué clase de pregunta es esa?

No lo sé. Una producto de mi inseguridad, seguramente, pero aún estoy procesando las cosas que David acaba de decir.

Le dedico una sonrisa deslumbrante y me acerco a besarlo, porque no sé qué decir. Porque tal vez, si dejo que mi cuerpo hable, es más fácil, menos incómodo. Me expreso más sin exponerme.

Terminamos haciendo el amor en el sofá. David saca mi costado más salvaje cuando me toca.

Con él me siento emocionalmente frágil y fuerte a la vez. Me siento feliz (o algo muy parecido a ello) cuando estoy con él. Los fantasmas del pasado se desdibujan y, cuando David está conmigo, pierden el poder de dañarme. Sin embargo, no hablamos de ello.

Otra vez, necesito sentir que controlo algo, aunque más no sea lo que digo y lo que callo. No hablamos de amor, lo hacemos.

Nunca me habían tratado así, y no me refiero en la cama, sino, precisamente, a fuera de ella. Me toca como a algo precioso, y yo siento hormigueos de placer por todo el cuerpo. Mi cuerpo se había dormido, y David lo despertó con su dulzura. Siento hormiguear el cuerpo a su contacto. La piel se estira, se despereza como después de un largo sueño. Siento a las terminaciones extenderse debajo de la piel, electrificadas por el tacto de David.

Un mago, un príncipe, un héroe. Un rey. Mi rey. Mi rey David.

La Gestante

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