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Capítulo 8

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En todo encuentro erótico hay un personaje invisible

y siempre activo: la imaginación.

Octavio Paz

No sé cómo logró engatusarme, pero cuando me doy cuenta de lo que acepté, estoy entrando con David al garaje de su casa.

Vive en Salamanca. Probablemente es el barrio más caro por metro cuadrado de todo Madrid.

Por lo poco que pude ver desde el coche, el suyo es un edificio moderno con un diseño impresionante, la fachada de piedra gris contrasta con el interior en mármol negro y acero cromado. Todo muy fálico, muy grandioso. Sin dudas, a Freud le encantaría opinar al respecto.

Subimos por el ascensor hasta el piso 20, donde vive. No cuento los segundos que tarda desde el subsuelo hasta su departamento, pero parecen milésimas. Tal vez me lo parezca así debido a la ansiedad que me genera la situación. Toda objetividad me la he dejado en el coche.

—Tengo al chico del penthouse —bromeo, para lidiar con el nerviosismo que siento.

Apenas llega a abrir la puerta cuando una bestia peluda de más de un metro se echa encima de él y comienza a dar saltos. ¡Vale, posiblemente mida sesenta centímetros, pero se comporta como si midiera el doble! Es un pequeño matón, peludo y poco agraciado.

Sin darme cuenta, grito de la impresión, deseando con toda el alma que esa bestia no decida saltar sobre mí.

—¡Por favor! —dice David, tocándose el pecho con ambas manos, con actitud suplicante—. No me rompas el corazón diciendo ahora que no te gustan los perros.

—Ah... ¿Es que eso es un perro? Creí que era un oso por el tamaño —bromeo, apartándome con un poco de miedo.

La bestia feroz se acerca a olisquearme y se tira a mis pies exigiendo caricias en el vientre.

—¡Mira, le agradas!

—Ojalá pudiera decirte lo mismo acerca de él.

—Se llama Fred y es mi roommate —dice, acariciando a esa mutación de caballo con golden retriever—. Ella es Lara, la chica de la que te hablé —le dice en voz baja, haciéndome sonreír.

—¿Le hablaste de mí al perro?

—Por supuesto —le planta un beso por encima del hocico al perro y me mira expectante—. ¿Vas a pasar o te vas a quedar ahí sosteniendo la puerta todo el rato?

—En cuanto te descuides, me escapo y llamo a Zoonosis.

Se echa a reír, pero yo no me muevo de mi zona segura, cerca de la puerta de salida.

—¡Vamos! Es un cachorro que adora jugar. —Mira mi expresión escéptica—. De acuerdo, haremos lo siguiente: solo por hoy, lo encerraré en el balcón.

Quisiera decirle que no se moleste, pero la emoción de Fred me asusta un poco. Si salta encima de mí como hace con David, podría matarme. Vale, tal vez no tanto, pero seguro que me hace unos cuantos morados.

—No te enojes, muchacho, ya sabes lo que uno hace por las chicas. Sé bueno y mañana tendrás tu recompensa —baja la voz para susurrarle—: tal vez yo la tenga esta noche.

A mi pesar, me hace soltar una carcajada. David la oye y me guiña un ojo mientras conduce a un manso Fred al balcón llevándolo por la correa. El chucho comienza a llorar no bien su dueño cierra la puerta, dejándolo afuera.

—¡Perdón! —digo juntando ambas manos en señal de plegaria a la altura del corazón.

—No te preocupes. Aún es un cachorro de apenas un año, pero debe aprender desde ahora a sacrificarse por las damas.

—¿Tú lo practicas? —le pregunto divertida.

—Te lo resumiré en una frase: tú estás marcando el tiempo de la intimidad, y yo me limito a esperarte.

Riendo, barro el entorno con la mirada, mientras él se aleja para encender las luces del resto de la casa.

—Creo que mi límite de tamaño de perros es hasta los cuarenta centímetros.

—¡Vamos, entra! Me pone nervioso verte con la mano tan cerca del picaporte.

La casa de David me sorprende. No se parece a lo que esperaba y, al mismo tiempo, encaja perfecto con su dueño. Elegante, sobria, pero al mismo tiempo, cálida y confortable. Masculina y práctica.

Me echo a reír al ver la televisión de pared a pared. No podía ser de otra manera.

Yo observo su casa, y él me observa a mí, atento a mis reacciones. Lo entiendo porque yo soy igual de recelosa de mi intimidad. Las casas hablan de sus dueños y esta, en particular, habla muy bien.

La paleta de colores abarca todos los tonos tierra y los amalgama de una manera perfecta, creando una sofisticada armonía. En el centro de la sala, bordeada de un sofá en L color caoba de cuero que simula ser piel de lagarto, hay una mesa baja de madera tallada, cubierta por un vidrio y con una gran fuente de cobre encima. Una pieza artesanal bellísima, elegante de un modo muy personal.

—¡Adoro esa mesa! —digo espontáneamente, fascinada con sus líneas.

—La he hecho yo —comenta con orgullo—, son viejos durmientes de tren tallados.

Puedo divisarlos cuando él me los muestra, aunque les haya cambiado el color de la madera natural por un tono más rojizo.

—No sé si te creo. ¡Es preciosa!

—Créeme. Afuera tengo la mesa de tallado —señala la terraza, donde Fred sigue protestando por su exilio—. Me gusta hacer muebles, reciclarlos. Me resulta relajante. Me ayuda a pensar cuando necesito ideas acerca de algún proyecto.

Paso la mano con suavidad por la madera pulida, admirando el trabajo de David. Puedo imaginar el tiempo que le dedicó hasta hacer de un despojo un mueble tan bello y personal.

Cuero y madera. El living es una muestra perfecta de texturas y colores que amalgaman y se potencian.

Me lleva a recorrer la planta empezando por el cuarto, lo cual me hace reír mientras él bromea al respecto.

¡El dormitorio es simplemente perfecto! Color habano, con la pared principal, la de la cabecera del lecho, en madera de acacia roja, bellísima. La cama es una obra de arte de carpintería en sí misma. En una de las mesas de luz tiene dos jarrones negros de fina porcelana, uno mayor que el otro, colocados decorativamente. Sobre una pequeña cajonera tiene ubicados simétricamente unos pocos adornos y perfumes.

El baño merece un capítulo aparte. Mármol negro combinado con pequeños detalles en gris humo. La ducha espaciosa, alemana, de vidrio ahumado, y un gran hidromasaje cuadrado presidiendo el baño, de cara al ventanal, cuya función principal dudo que sea la higiene.

Silbo impresionada.

—¿Traes aquí a los clientes para convencerlos de que te contraten?

Sonríe, entre satisfecho y halagado, mientras observo la grifería y los accesorios de baño en color cobre, en un bello contraste con el mármol oscuro. Mezclas impensadas, que amalgaman de maravillas.

—Es como cagar en un mausoleo —digo antes de poder evitarlo.

Abre los ojos sorprendido y luego se echa a reír a mandíbula batiente.

Hay hoteles cinco estrellas que podrían venir aquí a inspirarse para la decoración de sus baños.

Me dirige hasta el ventanal que lleva hacia la terraza y enciende las luces para enseñármela. Fuera, Fred llora al vernos, haciéndome sentir culpable, pero David no le hace caso. En cambio, continúa mostrándome las modificaciones de la terraza. Me impresiona lo bien aprovechado del espacio, así como la lograda sensación de intimidad, aun estando en medio de la ciudad. Dos grandes canteros al nivel del suelo están repletos de plantas de hojas verdes, sin flores, y un jardín vertical en una de las paredes, junto al ventanal. El efecto del conjunto es bellísimo. Toda su casa lo es. Parece salida de una revista de decoración, pero claro, tiene sentido porque él se dedica a ello.

Me lleva a la cocina y contengo el aliento al ver la isla del desayunador que cumple al tiempo de mesada y la campana de cobre que colocó encima de la cocina de seis fuegos. Es el sueño hecho realidad de toda ama de casa.

Lo comparo mentalmente con los tres metros que forman mi cocina, convencida de que entra seis veces en esta.

—¡Acabo de decidir que no conocerás mi casa!

—Me encantará conocer tu casa. —Oigo la risa contenida en su voz cuando se acerca por detrás y me abraza. Yo no me doy vuelta porque mis ojos siguen hechizados, sin dejar de mirar los pequeños detalles que me rodean.

—Pues es un departamento común, usual. No es como esta casa de Arquitectural Digest. En mi nevera hay comida, en la lavadora hay ropa. Es una casa de verdad.

—También la mía —dice, riendo.

—Yo sospecho que es el showroom de algún edificio que has tomado prestado para impresionarme. ¡Vamos, no hay comida en ningún lado! Estoy segura de que te echarán una bronca por lo del perro, pero vale, es tu problema.

David se echa a reír con una carcajada profunda, vibrante y, dándome vuelta, me besa.

—¿Sabes que las mujeres que van con un hombre a la casa es porque en su interior decidieron que la cosa pasaría a mayores?

Ahogo una risa al oír su intento.

—¿Es una especie de máxima? ¿Dónde has leído eso?

—Lo he visto en todas las películas.

—El canal triple X no cuenta como referencia a la realidad.

Vuelve a reír cálidamente.

—Entonces será por eso que nunca me han atendido en la sala de urgencias doctoras ninfómanas con poca ropa.

—¡Tonto! —digo empujándolo suavemente antes de besarlo.

Sin saber cómo ni detenerme a pensarlo, acabo subida a la isla del desayunador, con las manos de David en el trasero y él de pie entre mis piernas.

Quiero detenerlo cuando siento sus manos sobre la piel de mi vientre desnudo, pero no lo hago. Siento el aire acariciar mi piel desnuda y alzo los brazos cuando David me saca la blusa por arriba. Me dejo hacer, como una muñeca, con la voluntad anulada por sus intenciones.

David me ayuda a bajar de la mesada y me conduce al dormitorio. Mis alertas se encienden, pero él no me deja pensar, no me da tiempo.

Comienzo a temer el momento en que mi cuerpo se desconecte y mi mente comience a gritar deseando que todo termine; sin embargo, aún no ocurre. David me embota tanto que yo también lo deseo. También yo siento esa urgencia en la sangre.

Deseo, ansiedad por lo que ocurra y temor se trenzan en mí, me anudan y me dejan emocionalmente aletargada. Mientras tanto, David me besa.

Se aparta de mí para contemplarme con reverencia. Me siento acariciada por sus ojos oscurecidos de deseo.

Me miro en sus ojos, me mojo los labios con la lengua y David fija en ellos su mirada. Mi boca se seca mientras otras partes de mí se humedecen. Sudo, nerviosa.

Hace tanto que no estoy de pie frente a un hombre. Hace tanto, tanto tiempo, que no me siento una mujer. Y ahora, de pronto, frente a David, me siento femenina hasta los dedos de los pies, hasta esas uñas que pinté de rojo disfrutando el contraste con mi piel blanca. Quizás secretamente anticipándome a este momento. Porque aunque mi mente decía que no, mi cuerpo, mis ganas decían que sí.

“¿Por qué no?”, pregunta una voz en mi conciencia,

David se acerca muy lentamente, apoya una mano en mi cintura y baja hacia mí su boca. Su aliento cálido, el perfume que desprende su piel y que logra seducirme por sí mismo, casi independientemente del monumento de hombre que lo lleva y que, sumado a él, logra intoxicarme hasta el punto en que no se me ocurre una sola objeción.

Abro los labios y acerco mi boca hasta la de David. Finalmente, soy yo quien lo besa. Su lentitud dio paso a mi impaciencia.

Cierro los ojos, embriagada. Los besos de David son exquisitos.

Cuando se aparta de mí, suspiro y, con los ojos cerrados, apoyo la frente en su pecho.

David me aparta y continúa besándome. En solo un momento, sin darme tiempo a pensar, sus manos están por todas partes mientras mi pantalón yace hecho un trapo en el suelo.

Se aparta para mirarme y yo deseo cubrirme, apagar la luz, hacer saltar la térmica.

—Déjame verte —pide con voz suave y se aleja dos pasos de mí, de modo que yo dejo de intentar cubrir mi cuerpo con los brazos.

Sus ojos oscuros de deseo me recorren, y yo siento un rastro de fuego allí donde se posan.

Se muerde el labio inferior y me sonríe mirándome a los ojos.

—Eres perfecta —murmura.

Me toma de los antebrazos y me acerca hacia sí, besándome, haciéndome perder la poca cordura que tengo, y sí toda la vergüenza.

David me gusta tanto que podría pasarme toda la noche tocándolo, para cerciorarme de que sea real. Siento que no hay en él una sola cosa que no me agrade.

El deseo hace en mi vientre nudos que yo me apresuro a destejer. No quiero ir tan rápido y, sin embargo, con David bajamos por una rampa. Ninguno de los dos controla ya las cosas.

Ya no puedo detener lo que va a ocurrir y, aunque una parte de mí está aterrada, esperando, otra parte —la que tiene ahora el control— lo desea tanto como este hombre.

Su boca siembra besos en mi cuello, más abajo, y la piel parece encendida. Quiero que se detenga y, al mismo tiempo, no lo quiero.

Tanto tiempo me sentí muerta. Tanto tiempo sentí que mi cuerpo se volvió frío y rígido, como se torna el cuerpo con la muerte. ¡Tanto tiempo...! Tantos años, sentí y creí que nunca más volvería a sentir pasión, urgencia, esta excitación que hace borbotear la sangre como una cantata en las venas. Tanto tiempo... y ahora que siento todo eso, y algunas cosas más que no puedo siquiera definir, por primera vez me siento viva.

Tengo ganas de llorar y de reír. David me escucha reír a grandes carcajadas, como si hubiera perdido la cordura, y yo sonrío sin poder evitarlo, entre beso y beso.

No le puedo decir que me siento sanada. Que por primera vez en más de diez años mi cuerpo me provoca alegría y se lo debo a él.

Hacemos el amor, como algo inevitable a tanta urgencia, y mis temores acerca del acto se calcinan bajo el fuego de semejante pasión. Luego me acurruco al lado de David y lloro como una niña. Es la primera vez que después de hacer el amor lloro de alegría, de alivio. Un llanto de luz.

Me levanto raudamente para ir al baño, para no tener que dar explicaciones. Murmuro alguna incongruencia a su pregunta y cierro la puerta del baño, dejando a David fuera. Me abrazo a mí misma, mientras me apoyo en la puerta dejándome caer sentada hasta el frío mármol del suelo y me quedo allí un momento, respirando hondamente, mientras la emoción me embarga.

Para cualquier persona que vea esta escena, parecería una chica un poco desquiciada que llora después de hacer el amor. Yo me siento una mujer redimida por la vida.

Por primera vez en casi diez años, me amigué con mi cuerpo. Y fue gracias a David.

Más conmovida de lo que quisiera estar, me enjuago los dientes con Listerine, peino mis cabellos y salgo del cuarto de baño.

David alza la vista al verme y me pregunta si todo está bien. Se levanta, solícito, para besarme y vuelve a la cama. Está mirando futbol en la tele, como si esto fuera algo habitual entre nosotros.

La normalidad con la que él toma el hecho de que intimemos me obliga a naturalizarlo también a mí, al menos exteriormente. En cambio, por dentro... David alza la mirada y me dedica una media sonrisa de niño travieso.

—¡Maldición, sí que eres guapa! —dice, mirándome apreciativamente.

Se levanta del lecho desarmado hasta adonde yo estoy y comienza a besarme.

—¡Me encantas! —dice, palmeándome el trasero.

Me deja de pie en medio de la habitación y se va hacia la cocina.

Me siento más vulnerable de lo que podría decir. Necesito ovillarme y pensar, intentar calmarme y procesar todo lo que acaba de ocurrir en esta casa. Quisiera que se vaya para poder pensar, para hablar un poco conmigo misma acerca de todo esto. De este nuevo estado, de este descubrimiento. De esta epifanía disfrazada de sexo.

Necesito irme, estar sola, sin David invadiendo todos mis sentidos, impidiéndome pensar. Necesito una pausa para poder rearmarme a mí misma.

Comienzo a juntar mis ropas y a vestirme.

—¿Qué haces, muñeca?

Intento sonar despreocupada.

—Voy a casa. Dejé las luces encendidas y la puerta del balcón abierta.

David se pone de pie y en un segundo está a mi lado.

—Lara, ¿estás bien? ¿Por qué vas a irte?

—Por lo que te he dicho —replico sencillamente.

Él se agacha para fijar sus ojos en los míos.

—Maldición, Lara. ¿Estás loca? Son casi las dos de la mañana.

—Sé qué hora es. Descuida, llamaré un taxi.

—¡Estás tan desesperada por irte de aquí que no te importa siquiera la hora! —Su tono revela enojo.

—No es eso. — “Sí, sí es eso”.

La cara de David es una máscara de piedra.

—¿Te ofendí de algún modo?

—No, para nada —le digo besándolo—. Es solo que no podré dormir en otra casa. Prefiero ir a la mía, no lo tomes a mal.

Suspira, derrotado, y tal vez, aplacado por mi explicación, y baja la mano que tenía en mi hombro.

—De acuerdo. Aguarda que me vista y te llevaré.

—No te molestes. Puedo ir en un taxi.

—De ninguna manera, mi cita no viaja en taxi a estas horas de la noche —dice, visiblemente molesto.

No, él no podría entenderlo. Para él, estoy un poco loca por irme a estas horas de su casa, pero necesito refugiarme en lo conocido, volver a poner el mundo en un eje que no me asuste.

Pasado un momento, lo veo salir del cuarto con un chándal negro y el pantalón a juego, y sonrío por lo apuesto que se ve con un atuendo tan común.

¿Quién hubiera creído que los príncipes azules usaran ropa deportiva?

Cuando finalmente estoy en mi casa, me echo a llorar. Lloro por lo bello de la noche y también con enojo, por ser incapaz de disfrutarlo, por no ser capaz de dejarme arrastrar por los sucesos sin que el pánico se apodere de mí. Pasado un momento, puedo calmarme.

Me tranquiliza estar en casa, entre mis cosas.

El viaje fue incómodo. David deseaba acercarse a mí, me hablaba de cosas y yo lo único que deseaba era llegar. Volver a sentirme a salvo.

La cáscara con la que me enfrento al mundo se agrietó, y me siento indefensa. Es como si me hubiese enfrentado a tantas emociones juntas que estoy emocionalmente agotada. Sin pensarlo demasiado, me duermo.

Por la mañana, me despierta el sonido del teléfono móvil. Aún dormida, miro la pantalla y veo el nombre de mi jefe.

“Iñaki”.

¡Maldición!

Miro la hora y me doy cuenta de que debería haber llegado a la oficina hace veinte minutos. Lo atiendo frenética y me invento una historia de migraña para justificar que no puse el despertador.

En cinco minutos, estoy en la calle camino al metro, con un yogur y una cuchara en la cartera dispuestos a ser mi desayuno en cuanto se pueda.

Subo al metro y saco un espejo para terminar de maquillarme, intentando ser prolija a pesar del movimiento. Mentalmente, me reprocho una y otra vez semejante descuido con respecto a algo tan importante como lo es mi empleo para mí.

No, las tragedias personales no alteran mi rutina, pero basta una gota de felicidad para hacer que toda mi eficiencia se vaya al garete.

Durante el día, sonrío a pesar mío, muchas, muchísimas veces. Imágenes de David me asaltan de improviso mientras trabajo, generándome calidez. Hacia mitad de la tarde, le escribo al móvil un mensaje de buenos días, y tarda en responderme. Recién antes de que termine el trabajo me pregunta por mensaje si puede llamarme. Sin dudarlo, respondo que sí.

—¡Buen día! —le digo sonriendo con dulzura cuando entra su llamada.

—No sabía cómo ibas a responder, luego de que te fueras así anoche.

Siento subir el calor por mi rostro.

—¡Lo siento! —digo con sencillez, minimizando así el asunto—. No puedo dormir en otra cama.

Oigo silencio del otro lado del teléfono y, al cabo de un rato, lo oigo suspirar.

—¡De acuerdo! La próxima vez dormiré yo en tu casa. —Me toma por sorpresa con esa declaración.

—Estás molesto conmigo, ¿no? —Es una obviedad que merece la pena preguntar.

Suspira, cansado.

—Sí. Ahora ya no, pero estaba muy molesto.

—¡Lo siento!

—Está bien —dice y se echa a reír—. ¡Maldición! Ni siquiera quería llamarte. Me propuse a mí mismo ver cuánto aguantaba sin hacerlo y para cuando entró tu mensaje ya había escrito y borrado al menos cuatro veces un mensaje para ti.

Luego de eso, la charla se descomprime y quedamos para vernos de nuevo. Cuando corto el teléfono, estoy sonriendo como una boba.

Este hombre no es bueno para mi salud mental y, al mismo tiempo, es justo lo que necesitaba.

Aire... Siento como si alguien hubiera abierto las puertas y las ventanas y hubiera entrado con toda su fuerza la luz del sol y el aire de primavera.

La Gestante

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