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Capítulo 9

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Hazme inmortal con un beso.

Christopher Marlowe

La barrera imaginaria que había trazado con David comienza a desdibujarse y se torna permeable. La noche pasada fue una bisagra, y ya no hay vuelta atrás. Sin darme cuenta, estoy enrollada con un tío, metida casi sin querer en una relación y aquello me encanta al tiempo que me aterra.

Siento que estoy hecha de pequeños fragmentos pegados. Mi vida se hizo añicos contra el suelo muchas veces, y los fui uniendo como supe, como pude. Las personas como yo (las estériles, las dañadas) sobrevivimos como podemos y luego avanzamos a base de protecciones.

Una regla tácita es no esperar. No se decepciona el que nada espera, el que no se ilusiona. Las ilusiones son un enorme globo de helio que termina por bajar y, una vez en el piso, se destruye.

No soporto que David marque el paso. Me hace ir a una velocidad que no controlo, como un coche a 250 km por hora. Imposible detenerse y bajarse a esa velocidad. Así me siento: David conduce la relación y yo voy aterrada al lado esperando el impacto. Sin embargo, no quiero que se detenga.

Es como ver una película de suspenso, donde lo mismo que te aterra es lo que te mantiene en vilo, sin poder dejar de mirar. Así me siento, como en una película de David Lynch.

¿Cuándo me volví tan celosa de mi intimidad? Deseo tanto que se acerque como rechazo la invasión. Una neurosis de querer y temer. De preferir que salga fuera de mi vida si no va a entrar del todo.

Lo deseo, deseo esta intimidad, deseo que se acerque, que se quede. Y al mismo tiempo, no soporto la invasión de toda su hombría en mi casa.

Quiero que se sienta cómodo entre mis cosas, pero no tan cómodo como para querer quedarse. O que sí, que se quede, pero un ratito. Que no pase la noche conmigo. O que, si la pasa, que no quiera irse él, sino que él quiera quedarse y que yo lo eche, porque me dolería que hagamos el amor y no quiera la intimidad de pasar la noche. Y me fastidiaría también que lo quisiera. Sí, no hay manera de empatar.

No puedo sentirme bien, porque ni siquiera tengo en claro lo que deseo como para poder alcanzarlo. Estoy más femenina que nunca. Neurótica, lunática e histérica. Pienso que, si además de eso, fuera fértil, sería perfecto, pero no. Tengo solo la parte mala de la feminidad.

Sí, ya lo sé. Parezco neurótica, pero me digo a mí misma que neurótica está bien. Neuróticos somos todos un poco, en mayor o menor grado… Vale, tal vez no tanto como yo, pienso con una mueca. Sin embargo, no puedo evitar sentir que la locura es perderse de vivir esta historia con David. ¿Qué tan a menudo los dioses griegos se enrollan con tías comunes y corrientes, con vidas ordinarias?

En honor a las miles de películas rosas deplorables que vi a lo largo de mi vida, quiero vivirlo. Quiero saber cómo termina esto.

No sé qué es lo que ve David cuando me ve, pero yo cuando me miro en los espejos veo una mujer cansada, una vida golpeada, frustraciones. Más pena en los ojos de la que quisiera cargar.

Parece ridículo, pero que David conozca mi espacio en el mundo (es decir, mi casa) me genera tanta aprehensión como hacer el amor con él por vez primera. Es mostrarme de un modo en el que ya no podré ocultarme.

¿Cómo le digo que me siento invadida con una facilidad pasmosa?

Mi casa se convirtió en mi santuario, mi refugio. El lugar desde donde reúno fuerzas para salir a enfrentar a la vida y sus demonios, donde me reconstruyo luego de un día agotador. Yo la hice. Habla de mí de un modo claro.

Intento ver mi casa a través de sus ojos y no puedo. Nunca ningún pretendiente vino a mi casa. ¿Cómo le puedo explicar lo íntimo que es para mí dejarlo entrar a mi casa, a mi vida?

Y sin embargo, luego de lo pasado entre nosotros, es impostergable.

Limpio a fondo, acomodo. Me impresiona ver la cantidad de papeles y basura que se junta en una casa. La última limpieza profunda fue hace algunos meses, y eso no evita que en este tiempo haya juntado basura y folletos inútiles suficientes para llenar las tres bolsas de residuos que están en medio del living y una cuarta que parece que seguirá el mismo camino.

Me sobresalta el sonido del móvil y veo en la pantalla que es David.

No me resulta fácil esto, todo esto, pienso mirando alrededor, pero cada vez que él llama o que lo veo, o que apenas pienso en él, me genera algo tan cálido, tan alegre dentro de mí que no puedo evitar que el corazón eche a latir.

—¡Hola!

—¡Hola, morena! —Oigo la sonrisa en su voz cálida y un sinfín de duendecitos alegres corren por mi cuerpo.

—Iba a llamarte.

—Mentira. Nunca me llamas —dice. Aun así, por su tono sé que no está molesto—. Comienzo a pensar que lo haces a propósito, para que yo esté todo el día pensándote.

Me hace reír.

—¿Y funciona?

—Claro que sí. ¿No ves que te he llamado? —Oigo la diversión en su voz y hace una pausa—. ¿De verdad ibas a llamarme?

—Sí.

—Nunca me llamas.

—Te llamé la primera vez —le recuerdo.

—Porque eres tan desconfiada que no me has querido dar tu teléfono y, entre paréntesis, agradezco a Dios por que hayas llamado. Nunca más lo has hecho.

—Bueno, tampoco es que llevemos mucho tiempo juntos —me justifico.

—Es cierto. Estás perdonada. Te llamo para decirte que estoy loco por verte.

—¿Y eso justifica los reclamos?

—¡Claro que sí! —dice y se echa a reír—. Te he hecho una escena, ¿verdad? —La carcajada suave de David me genera cosquilleos en la columna.

No dejo de sonreír hablando con él.

Me pregunta qué estoy haciendo, respondo que estoy leyendo, para no revelarle lo mucho que su visita a mi casa me trastorna.

Él me cuenta que salió del estudio y está yendo a ver una obra. Un piso reciclado en Moncloa.

—¡Te gustaría! La señora quería un jardín de invierno y le he diseñado un pequeño invernadero.

—¡Qué bello, David! —Miro con pena las cuatro macetas que hay en mi balcón.

—Te llevaré a verlo cuando esté más avanzado.

—Me encantará, estoy segura.

—¿Estarás lista a las nueve? Pasaré por casa a bañarme y luego voy a recogerte. —El cambio brusco de tema me toma por sorpresa, pero respondo que sí, mientras calculo mentalmente cuánto tiempo me llevará acomodar este desorden.

Me despido de él lidiando entre el deseo feroz de verlo y la aprehensión por que venga a mi casa.

Como una posesa, me pongo a limpiar, ordenar, sacudir, barrer y meter todo lo que desentona en cajas, y las cajas en un armario. Dos horas más tarde, la casa está inmejorable y yo salgo corriendo a comprar esencias aromatizantes y velas perfumadas.

Luego de gastar una pequeña fortuna en velas y flores, paso por el supermercado a comprar vinos, quesos franceses, jamón de bellota, pan, agua con y sin gas, y condones.

Llevo todo al departamento y comienzo a distribuirlo. Velas y esencias aromatizantes en los dos baños, canela y naranja, y verbena con té verde. En mi cuarto, aceite perfumado de lavanda y romero, y velones con aroma de cedro y jazmín. Las sábanas blancas fueron reemplazadas por unas color azul claro de muchos hilos que compré en una liquidación en El Corte Inglés, y en una de las mesas de luz coloco el ramo de calas y nardos. El arreglo floral que adorna el living es de gerberas, rosas y crisantemos en amarillos y naranjas, muy colorido, y para los baños, pequeños ramitos de nardos blancos y alelíes, por el aroma. El resultado de todo es muy agradable a la vista. Puse toallas nuevas en todos los baños, he guardado los adornos viejos, distribuí mejor algunas cosas y, sintiendo que mi casa tiene la mejor cara posible, entro a bañarme para comenzar a ocuparme de mí.

El baño se alarga, porque la sensación del agua caliente sobre mi piel es tan agradable que la dejo correr, acariciando mi piel, lavándola de tantas cosas, aunque mi idea inicial fuese hacerlo aprisa. El baño es un placer. Disfruto enjabonar mi cuerpo, recientemente despierto de un largo letargo. ¡Ayer al despertarme se sentía tan raro! Me escocían partes de mí en las que hace mucho que siquiera pensaba.

Finalmente, luego de muchos devaneos mentales, comienzo a vestirme. Lencería negra de encaje, más pequeña que la que suelo usar, pero increíblemente sexi sobre la piel, y un vestido camisero de seda, también en negro, cuyo largo queda por encima de las rodillas y que abrocho solo a partir del tercer botón, dejando el escote al descubierto. Anudo el lazo y contemplo mi imagen en el espejo de cuerpo entero que tengo en el cuarto, conforme con el efecto. Sensual sin estridencias y, precisamente por eso, sofisticado.

Por costumbre, me pongo antes el perfume que los accesorios. Elijo una cadena de oro con un pequeño solitario de citrino tallado, con zarcillos colgantes a juego, y eso es todo. Sintiendo que me falta algo más, agregó una pulsera de madera con detalles en dorado, antes de decidir que estoy lista. Me maquillo poco, resaltando con sombras en colores cobre los ojos, que brillan con una excitación especial.

Toda esta preparación para que venga David me hace estar desesperada por verlo. Es un preludio que se alarga insoportablemente.

Suena el timbre y mi corazón echa a latir a mil por hora. Pequeñas mariposas revolotean en el pecho y en el vientre mientras tomo el ascensor. No me detengo a pensar, pero esto se parece tanto a algo que ni siquiera recuerdo, que no quiero ni pensar y que no nombraré para no conjurarlo. Un sentimiento cuya dulzura destroza.

Bajo por el ascensor con el corazón martilleando, marcando el ritmo de mis pasos, y lo veo detrás de la puerta de vidrio que da a la calle. Abro la puerta con un nudo en las entrañas tratando de mostrar naturalidad, aunque dudo de mi éxito en ello. Lo saludo con calidez y David me estrecha por la cintura para besarme. El tiempo se detiene cuando lo hace. Se ve tan bien que parece un modelo de publicidad de algún perfume para hombres.

En el ascensor el tiempo se alarga y yo no puedo disimular mis nervios. David me mira como si quisiera devorarme.

—Bienvenido —le digo cuando abro la puerta del departamento, deseando que se sienta así.

Al entrar con David a mi casa, siento romperse la última frontera. La barrera que lo mantenía fuera de mi vida, que me mantenía alejada. La distancia que podía regular.

Me asusta tremendamente el poder que tiene este hombre sobre mí.

David entra a la casa y se para en el medio, antes de volverse a observar todo con ojos ávidos. Parece un actor buscando el centro de la escena para tener mejor acústica, David en cambio, usa ese centro para mirar mejor. Sus ojos se posan en mis cosas y yo me siento extraña. Ligeramente invadida, pero de un modo no desagradable.

—Había comenzado a pensar que vivías con alguien y no querías decírmelo —dice divertido, mirando alrededor.

Me gustaría hacerle alguna broma, decirle que me llevó tiempo esconder las fotografías de mi marido o algo por el estilo, pero no puedo. Tengo la boca seca. La ansiedad que me genera su presencia es algo real, y no puedo obviarla.

David parece no notarlo. Está entretenido barriendo con los ojos todos los rincones. El arquitecto y el amante están en su salsa.

Como yo hice antes con él, siento que mira mi casa armando con esta pieza el puzzle que yo le represento. Estoy tan nerviosa como si me desnudara por primera vez frente a él. Intento mirar la casa a través de sus ojos, aunque es difícil hacerlo. Es como una despersonalización en la que yo veo mi morada como el refugio que es para mí y, al mismo tiempo, intento verlo a través de sus ojos.

—Me gusta tu casa —dice al cabo de un momento—. Se parece a ti, es elegante y poco recargada, pero a la vez, muy femenina. Si sacaras las fotografías y me mostraras el apartamento, enseguida diría que vive una mujer, de más de treinta años, sin dudas, con muy buen gusto.

No puedo evitar sonreír por sus palabras.

—Dices todo eso para que te muestre el cuarto —le digo bromeando.

—He cruzado todo Madrid en coche especialmente para verlo —replica siguiéndome el juego, sin embargo, la intensidad de su mirada lo hace parecer una pantera a punto de saltar sobre su presa.

Con las mejillas sonrojadas, más por su mirada y por mis propios pensamientos que por lo que decimos, le pregunto a qué se refería cuando dijo que el departamento era de una mujer de más de treinta años.

—Sonó ofensivo.

—Pues fue un elogio. Tienes pocos adornos, pero has invertido en ellos. Los colores de la casa, el tejido de las cortinas, los sillones de firma, eso habla de un buen gusto refinado por los años.

—Igual iba a acostarme contigo, ¿sabes?

Se echa a reír.

—Entonces, no quiero ver nada más. Anda, muéstrame el cuarto.

—De acuerdo, pero no toques nada. Cambié las sabanas hace un momento. No se te ocurra desarmarlas.

—No te preocupes, cariño. Te haré el amor en el sofá.

Me besa. Se demora mordiéndome los labios.

En mi mente, David iba a conocer mi casa, íbamos a ir a cenar, luego íbamos a hacer el amor y él se iría. Esos eran mis planes. Aparentemente, el orden se ha echado por tierra, porque mi urgencia pronto se parece a la suya. David me desabrocha el vestido y gime al ver mi ropa interior. Hunde la cabeza en mi cuello y comienza a besarme.

—Hueles a gloria.

—¿Quién es Gloria? —pregunto, mareada por sus besos.

Él se echa a reír y vuelve a gemir. No tengo el brassier. David lo ha arrojado lejos, y allí yacen también mis inhibiciones. Tal vez sea su expresión o el darme cuenta lo mucho que lo afecto, pero no siento ningún pudor.

A pesar de lo paradójico de la escena, David completamente vestido y yo cubierta únicamente por las bragas y con las sandalias aún puestas, me siento absolutamente poderosa frente a él.

Lo provoco, lo busco. Una y otra vez, David cierra los ojos, como si mi contacto lo quemara, y cuando los vuelve a abrir veo mi pasión reflejada en sus ojos oscurecidos de deseo.

Siembra besos y mordiscos en mis tobillos y mis piernas y va subiendo, subiendo, y yo creo enloquecer.

Es tan natural todo lo que sigue, tan perfecto. Con David es tan fácil no pensar en nada, sino tan solo sentir. Sentir la pasión que nos quema, las oleadas que nos arrastran hacia un lugar donde no queda lugar para nada más, solo él y yo y esto que sentimos juntos.

Todo con este hombre es como un sueño. En algún momento despertaré, pero no será ahora.

—Lara, me vuelves loco. Nunca creí que me gustaras tanto. —Siento que quiere agregar algo más, pero no lo hace. En cambio, planta un beso en mi hombro desnudo con una naturalidad pasmosa, como si esta intimidad entre nosotros fuera algo usual, o como si el terremoto que acabamos de vivir y que a mí me dejó vaciada como la cáscara de una nuez, a él, en cambio, lo hubiese llenado de vida.

Yo sonrío y no digo nada. Quisiera decirle tantas cosas, pero, como siempre con David, no digo nada porque no sé qué decirle. Yo, que vivo de las palabras, de pronto me olvido de lo que significan o de cómo entretejerlas para que digan lo que yo quiero.

Soy lingüista, de profesión y de alma. Las palabras importan, y mucho.

La palabra “nimio”, que significa algo ínfimo, insignificante, en su origen, el latín, se usaba para decir justamente lo contrario. “Nimio” era algo gigante, monstruoso. Esto es una nimiedad entre nosotros, en el sentido antiguo.

Las palabras mutan en la boca de la gente. En la boca de Alex eran basura, en la de David, les creo a todas ellas.

—¿Quieres salir a cenar o prefieres quedarte en casa conmigo? —pregunta David, ya vestido, frente al espejo de pie que tengo en el cuarto mientras se abrocha los últimos botones de la camisa.

Sin mirarme, toma el calzador de metal que está apoyado de la cómoda para ponerse los zapatos, como si fuera suyo. Actúa con una naturalidad pasmosa.

Se siente como en su casa. En cambio, yo me siento como una extraña con él recorriendo mis cuartos, mis cosas.

David se acerca y planta un beso en mis labios. Cierro los ojos y respondo el beso como si mi vida dependiera de ello. Lo oigo gemir contra mis labios.

—¡Maldición! Si me besas así, no saldremos nunca del cuarto.

—¡Qué mal, porque me habían prometido una cena! —le digo sonriendo en sus labios, sin dejar de besarlo.

Gime, pero esta vez de dolor.

—De acuerdo, iremos adonde tú quieras. ¿Qué quieres comer?

Cenamos en un restaurante italiano que hay cerca del apartamento, al que nunca había ido y siempre había querido hacerlo.

Apenas pruebo bocado. David me genera una tensión en el estomago que quita el hambre. No necesito comer, me alcanza y sobra con sus besos.

De vuelta en mi casa, descorchamos la botella de Rivera del Duero que he comprado a la tarde y la bebemos mientras intentamos mirar televisión, si los besos nos dejan. Me siento como una colegiala…, una colegiala que bebe vino y paga sus cuentas. Luego volvemos a hacer el amor, y yo estoy tan cansada por el día, por el amor y el vino, que me duermo inmediatamente después.

Pasado un tiempo imposible de precisar, David me despierta para preguntarme dónde tengo toallas y si tengo más almohadas, despabilándome del todo con esa cuestión. ¡Realmente él piensa dormir aquí!

Afortunadamente, la cama es grande, aunque perdí la costumbre de compartirla. Todo el apartamento se ve pequeño con David en él.

Disimulo mi incomodidad ante sus planes, sabiendo que no es correcto que le pida que se marche. En el peor de los casos, me tomaré una pastilla que me ayude a conciliar el sueño.

Una vez acostados, no puedo dormir con él en la cama. David, en cambio, se da la vuelta y duerme. Sonrío al oírlo roncar suavemente y, finalmente, el sueño me gana.

Me despierto muchas, muchísimas veces durante la noche. Finalmente, una de esas veces me levanto y voy hasta la cocina a hacerme un té.

Por la ventana, el día comienza a despuntar en rosa y celeste. Me siento extraña, muy extraña, y no podría definirlo. Me escuecen esas zonas del cuerpo que habían sido totalmente ignoradas por mí hasta hace unos días y ahora se hacen sentir nuevamente. Por lo visto, a este ritmo recuperaré el tiempo perdido. Pero no se trata solo de mi cuerpo, no. Soy yo.

David está en la habitación contigua, saberlo me reconforta y me asusta al mismo tiempo. Odio lo que no puedo controlar, me asustan los imprevistos, todo lo que escapa de mí. Y esto no lo controlo en absoluto. Ni a él, ni a mí, ni lo que siento.

No sé cómo reaccionar, no sé lo que se supone que deba hacer o decir. O sentir. Desearía tomarme este asunto con la misma naturalidad con la que David lo hace.

Cierro los ojos al pensar en él. David…, un Dios griego salido de mis fantasías más locas y aterrizado directamente en mi cama.

En un rapto de cordura, dejo a un lado mis cavilaciones junto con la taza vacía y vuelvo a la cama. No vaya a ser que, en vez de David, sea yo quien despierte, y todo esto no sea más que un sueño.

Miro su silueta morena, la espalda desnuda con mis sabanas arremolinadas en sus caderas. La luz se filtra por una de las cortinas, y me apresuro a cerrarla mejor, dejando el cuarto a oscuras. Sonriendo, me meto en la cama y dejo que su respiración acompasada me arrulle hasta volver a dormirme.

La Gestante

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