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Capítulo 6

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De tus ojos no sabré volver.

Luis Alberto Spinetta

Me gusta levantarme temprano, cuando apenas comienza a amanecer. Afuera la calle aún está desierta y en silencio. Entonces, preparo un té o un café y miro por el balcón, disfrutando aquella sensación de que el mundo aún duerme y yo estoy a solas con mis pensamientos. A solas conmigo misma.

El desayuno se convierte entonces en un ritual, largo y lento, así el día comienza de otra manera, porque yo tuve esa pausa solo para mí antes de salir a enfrentar al mundo.

Poco a poco, el día se llena de sonidos, como si lentamente la ciudad fuera despertando. Salir despacio de la bruma del sueño a la realidad de la vorágine de Madrid es un pasaje necesario.

Hoy llueve. La lluvia que cae furiosa trae consigo esa sensación de refugio y de recogimiento, de sentirme a salvo entre estas paredes. La lluvia me trae añoranza, inevitablemente. Por la ventana, el intenso aguacero esconde el paisaje. Entonces, miro dentro de mí misma.

Un extraño desasosiego me invade al pensar en mi edad. Treinta y seis años que apenas he vivido, que al menos los últimos diez han sido herida y lucha descarnada.

No soy más fuerte por haber transitado todo eso. Soy infinitamente más débil, más vulnerable. ¿Cuánto se puede golpear una vida hasta quebrarla? ¿Hasta que dice: “ya no más” y se tira vencida al piso?

¡Maldición! Yo no estaba así. Me había recuperado bastante. Y todo esto, toda esta basura de los embriones y lo de Alex (lo de esa criatura, Tomás) me sumergió de nuevo en ese espiral descendente del que apenas había logrado salir. Y me odio a mí misma por ello.

Quisiera sacudirme la pena como se sacude el polvo. Con esa intención, me levanto de la mesa, recojo las sobras del desayuno y voy a bañarme.

Bajo el agua tibia, en la ducha, no puedo evitar seguir pensando. Mis pensamientos tienen un ciclo difícil de romper una vez puesto en marcha.

La charla con Kate me afectó bastante e hizo que me replantee las cosas de otra manera. De aquella soledad que siento, ¿cuánta no es generada por mí? ¿Cuánto de ello no lo provoqué yo con mi actitud, sin ser consciente? Incluso con mis amigos fui perdiendo el contacto. Alejándome.

La cotidianidad hace las relaciones. Si uno deja de compartir, de ser parte de la vida de esas personas, las relaciones se enfrían. La confianza se va perdiendo y uno transita el camino inverso de la amistad, de amigos cercanos a simples conocidos.

Poco a poco, me fui aislando de la gente. Estar sola era un peso fácil de cargar, si implicaba no necesitar dar explicaciones. Era más fácil y menos doloroso. Hablar de lo que me pasaba actualizaba el dolor y lo acentuaba. Además, tampoco era fácil encontrar entre mis amistades una escucha atenta, que me haga sentir mejor luego de haber hablado. Me sentí juzgada.

Durante esos años, las veces que me abrí con nuestras amistades y los dejé asomarse a todo aquello que estábamos viviendo, me topé con un muro de incomprensión. Tal vez simplemente era ignorancia al respecto, pero a duras penas podía lidiar conmigo misma (y con Alex) como para lidiar también con las opiniones de otra gente.

Sin quererlo, el dolor acaba por volvernos egoístas. Uno mira solo su ombligo y trata apenas de sobrevivir, como para ser un buen amigo para nadie.

Vulnerable. Eso era… Tremendamente vulnerable al dolor que producía una crítica, una opinión de lejos vertida con absoluta inconsciencia sobre un alma golpeada a carne viva. Me dolía escucharlos decir que debíamos relajarnos, que ya llegaría, que aún éramos jóvenes. Decían, con una liviandad de tardes de té, que si era para nosotros, sería, y que si no, no, que no debía obsesionarme con el tema.

Desde la vereda del frente, es fácil hablar. Desde mi lugar, la historia era diferente: un monopensamiento, como un monstruo voraz, devoraba todo lo que yo era, lo que yo sabía, mis relaciones, mi matrimonio, mi propia esencia.

Yo vivía mi infierno personal, con los propios demonios, los propios fantasmas. No quedaba mucho tiempo para las relaciones sociales. No quedaba espacio para las apariencias, cuando toda la energía estaba puesta en no hundirme.

Cada vez que iba a las clínicas (fueron tres en total), me sentía violada. Me percibía emocionalmente subestimada y físicamente maltratada por esos hombres y mujeres con batas blancas y aires de superioridad.

Necesitaba algún tipo de consuelo, algo que me hiciera relacionar esa experiencia tan fría, tan deshumanizada, con mi anterior idea de la concepción, de dos personas haciendo el amor y dando vida a un pequeño ser.

Entrar a una sala con un profesional que no me dirigía más de tres o cuatro palabras, que apenas me miraba, para quien yo, evidentemente, era solamente un útero y una vagina recostada en una camilla de tortura, a la que pinchaban sin piedad.

¡Me dolían tanto esas experiencias! Interiormente, el eje de mi dolor radicaba en que la falta de belleza y de ternura no era suplida siquiera por la más mínima amabilidad. Una sonrisa amable, una palabra de ternura mientras me implantaban aquellos preciosos embriones, hubiera significado una experiencia menos traumática para mí. Porque para mí, esas personas eran los ángeles que harían realidad mi sueño de ser madre, y ellos insistían en portarse como seres fríos, carentes de empatía. Terminé por odiarlos.

La última vez que fuimos lo dije en medio de un ataque de nervios. Mi tolerancia había llegado al límite en que una palabra de más, o de menos, provocaba el desborde.

Después de aquello, sin querer y sin darme cuenta, me convertí en una ermitaña. Me acostumbré a estar sola. La soledad se convirtió en amable. Y yo, en autosuficiente.

En algún momento, se me pasaron los años, volaron, y me encontré sola, perdida, una adulta que jamás llegó a crecer, jamás llegué a sentirme grande. Pasé de niña a vieja sin haber madurado nada.

A pesar de esa apariencia de independencia que todos ven, de mi aparente dureza, lo cierto es que aprendí a no esperar nada de nadie. Las manos amigas fueron puños de los que no podía asirme. Tal vez, en el fondo, todos los autosuficientes hayamos sido heridos por el entorno antes de desarrollar nuestras capacidades.

No quiero seguir lidiando con esto. Necesito sentir que hay una vida más feliz, o al menos, menos miserable, menos sacrificada que esta.

No quiero aislarme del mundo, de la vida. No quiero sentir que la vida pasa por mi costado, pero nunca me toca. Siento tantas cosas juntas. Tantas emociones dentro que no sé cómo expresar y que parecen capaces de tragarme.

Me seco las lágrimas con la punta de la toalla que tengo en la cabeza a modo de turbante. Envuelta en mis cavilaciones, perdí la noción del tiempo y ya ha pasado el mediodía. Me había prometido intentar no llorar más, como me he prometido tantas otras cosas. Alguna vez oí que cuando uno llora, no llora por lo que cree que llora, sino por antiguas penas.

Tengo tantas heridas abiertas que ni siquiera puedo contarlas.

—Mara, ¿dirías que soy estructurada? —pregunto a la mujer de uniforme azul mientras ella riega las plantas de la oficina.

Hace seis años que Mara trabaja haciendo la limpieza y sirviendo el café en la compañía. Es uruguaya, país vecino al mío, y eso creó, de su parte, una relación un poco más cercana conmigo que con otras empleadas de la oficina.

Mara me mira con sorpresa y rompe a reír.

—Digamos que sí, y me quedo corta.

Me sorprendo por sus palabras. No es que me crea la reina de la espontaneidad, pero vamos, no pensé que los demás me verían como alguien tan... rígida, lo ha llamado Kate.

—Eres previsible. Llegas a las nueve en punto, a las nueve y diez comienzas a hacer tu café, y a responder los e-mails. Casi sin variaciones.

Cuando me quedo sola, medito sus palabras.

La rutina me ordena. Es lo que me ha salvado cuando la vida se transformó en un caos, cuando no podía levantarme de la cama. Incluso ahora, me refugio en esos pequeños rituales que le dan un marco a mi vida.

Me rebelo internamente ante sus palabras. No quiero ser rígida. Lo rígido se rompe, se quiebra cuando la vida se pone difícil. No quiero... tantas cosas.

Pienso en David y cojo su tarjeta de mi bolso.

Un impulso de valentía me hace llamarlo. Corto en cuanto suena porque no sé qué decirle y vuelvo a marcar, casi muerta de ansiedad, sintiéndome estúpida. Vuelvo a cortar, pero entonces me doy cuenta de que le quedó mi número marcado en el móvil.

Tomo aire, aprieto los dientes y lo llamo. Sí, por tercera vez.

Me digo a mí misma que esta es la vencida, mientras ensayo qué decirle.

Suena el móvil, una, dos, tres veces. Mi corazón late tan fuerte que creo que él podría oírlo por el teléfono. Decidida a cortar al siguiente ring, me siento aliviada y decepcionada por partes iguales.

—¡Hola!

¡Maldición!

—¡Hola! —digo—. ¿David?

—¿Quién habla? —pregunta con voz grave—. ¿Acaso una morena increíblemente guapa que conocí esta semana?

Me hace sonreír. Me lo pone fácil.

—No sé a cuántas morenas hayas conocido.

—Llevo un registro y ninguna te haría sombra. Ninguna era tan guapa.

—Apuesto a que les dices lo mismo a todas. Y todavía no estoy segura de que sepas quién soy.

—Claro que no, estoy haciéndote hablar a ver si logro adivinar quién eres antes de quedar en evidencia. —Se echa a reír con una risa cálida y seductora y me hace acompañarlo—. Lara Cipriani. La morena de piernas infinitas.

—¿Así me tienes agendada? ¿Morena de piernas largas?

Vuelve a reír. Maldición, lo estoy pasando bien.

—Solo en mi fichero mental. Ahora que tengo tu número, así lo pondré en la agenda. ¿Y bien?

—¿Y bien, qué? —Sin saber por qué, estoy sonriendo.

—¿En cuánto tiempo salgo a buscarte? Me cambio en tres minutos y saco el auto camino a donde tú digas.

—¡Epa! ¿Nos saltamos toda formalidad?

—Hermosa, marcaste mi número. Eso significa luz verde para avanzar.

No es modesto. No necesita serlo, con lo apuesto y agradable que es. ¡Maldición! Siento el calor en la piel del rostro y no sé cuánto sea vergüenza y cuánto excitación.

—Ya que te gustan las metáforas, siento que vas a 220 km/h y yo tengo puesto el freno de mano —respondo calmada, a pesar de mis sensaciones.

Estoy sin depilar, despeinada, con poco maquillaje. No voy a ver a nadie así en una primera cita.

Oigo en el teléfono su respiración, en lo que parece ser un suspiro.

—De acuerdo, lo haremos a tu modo. ¿Cuándo quieres que pase por ti?

Eso está mejor. Necesito tiempo para arreglarme. Tengo el cabello con raíces de crecimiento.

—¿El jueves? —aventuro.

—De ninguna manera, faltan tres días. ¿Esta noche?

Ni de coña. Necesitaría un hada madrina para llegar a estar decente.

—No puedo. ¿Mañana a la noche?

—¡Hecho! Mañana en la noche. ¿Copas y cena?

No puedo evitar sonreír.

—De acuerdo.

—Paso por ti a las nueve, por donde tú digas. ¿Está bien ese horario?

Cuando corto la llamada, permanezco un buen rato sonriendo feliz. Siento un nudo de excitación y trato de recordar cuándo fue la última vez que salí con un hombre.

No puedo decirlo con exactitud, pero hubo una época, cuando llevaba más de un año separada, en la que mis amistades comenzaron a insistir en que debía salir con alguien y me organizaron un par de citas que fueron un completo fiasco.

Con un chico salí algunas veces, más por intentar que por interés, por aquello del clavo que saca a otro. En ese caso, no funcionó. Y en el medio, me quitó las ganas de volver a intentarlo.

Me sacudo esos pensamientos mientras decido entre pedir un turno en la peluquería o teñirme yo misma en casa esta noche. Mirando las puntas de mi cabello me decido por un profesional.

Reconozco que estoy excitada. Ya no recuerdo cuántos años hace que no salgo con alguien que me guste.

Anoche al volver de la oficina me rasuré las piernas, me pinté las uñas de los pies y me puse en el rostro una mascarilla japonesa de esas que prometen milagros en quince minutos.

Hoy desperté con la sensación de novedad. No sé qué pase hoy, ni sé si este hombre no resultará ser un completo idiota, pero, por primera vez en mucho tiempo, la idea de una cita se me antoja excitante.

Me visto temprano para ir al trabajo porque a primera hora tengo turno en una peluquería trendy que está a un paso de la oficina. Dos horas más tarde, salgo de allí sintiéndome hermosa. ¡No sé por qué no hago esto más a menudo! “Sí, sí sé”, me respondo a mí misma, “porque me gasté una pasta enorme en solo dos horas y sin moverme de la silla”. ¡Esperemos que David valga el esfuerzo!

—¡Qué guapa! —dicen mis compañeras cuando me ven llegar a la oficina media hora más tarde de lo que debería.

Yo sonrío y le hago un gesto a Sandra para que se acerque, mientras voy a la cocina esperando que me siga.

—¿Qué pasó? ¿De dónde vienes tan peinada? —pregunta entrando detrás de mí.

Le hago un gesto de silencio con un dedo para que baje la voz.

—Tengo una cita.

Sandra abre la boca emocionada y comienza a saltar como una cría.

—¡Ya! Quiero todos los detalles.

Niego con la cabeza.

—Lo único que sé es que es muy guapo y que saldremos esta noche, pero no quiero hablar más del tema hasta mañana, cuando te daré todos los detalles.

Abre y cierra la boca, mientras decide si protestar o respetar mis deseos. Se decide por esto último y me abraza.

—¡Qué feliz me hace esta noticia, Lara!

Sonrío y devuelvo el abrazo, sintiendo su cariño sincero. Volvemos a trabajar y durante el resto del día Sandra me hace guiños y bromas cómplices. Alrededor de las tres de la tarde, veo un mensaje en el móvil de parte de David para recordarme la cita de esta noche. Después de escribir y borrar varias respuestas, me decido por algo neutral pero con un detalle cálido. Simplemente contesto con un “Ok” pero le pongo un emoji con un beso para no parecer enojada. ¡Nadie diría que soy comunicadora social y me gano la vida escribiendo las ideas de otros para hacerlas comprensibles!

Vuelve a sonar mi WhatsApp y otra vez es él.

“¿Ese beso planeas dármelo?”

Sin poder evitarlo, lanzo una carcajada.

“Veremos...”

No pasan ni 5 segundos hasta que David responde.

El resto del día se me pasa volando.

Creo que miré la foto de su perfil de WhatsApp al menos cien veces. En la foto está guapísimo, moreno y sonriente en lo que parece ser un barco o algo similar. Como una idiota me encuentro devolviéndole la sonrisa a la pantalla de mi móvil cada vez que lo miro.

A las cinco de la tarde, salgo corriendo para mi apartamento repasando mentalmente (por décima vez) mi guardarropas pensando en qué ropa ponerme que dé la impresión correcta: ni muy sexi, para que no piense que voy regalada, ni muy mojigata, ni tan arreglada que parezca que le di mil vueltas al asunto, ni demasiado casual y que piense que soy una desastrada. Llego a la casa sintiendo que no tengo qué ponerme y comienzo a revolver el armario encontrándole un “pero” a todo.

Finalmente, me decido por un vestido envolvente azul marino que queda por la mitad de los muslos (corto, pero no demasiado, sexi de una manera elegante). Me pruebo al menos seis pares de zapatos, antes de decidirme por unos peep toe en color crudo que quedan estupendos con el color del vestido.

Con la ropa decidida, comienzo a ordenar la casa para matar el tiempo. Intento mirar televisión, pongo música, hablo por teléfono con Sandra, llamo a mi madre a Buenos Aires y, cuando termino de hacer todo eso, apenas son las 7 de la tarde.

Dos horas por delante que pueden ser eternas. Si bien me bañé por la mañana, antes de comenzar a vestirme lleno mi cuerpo de crema humectante. Otra cosa más que no suelo hacer y que mi piel pide a gritos.

Me maquillo a conciencia, con cuidado de no excederme. No quiero parecer una pared pintada, sino solo resaltar los rasgos y los ojos. Elijo con cuidado un labial neutro por si hay besos y sonrío de anticipación pensando en lo agradable que es esto de vestirme para salir, teniendo ganas de hacerlo, con música agradable y un chico guapo que pasará a recogerme.

Me perfumo y, por último, me pongo el vestido, para que el maquillaje o la crema no lo manchen. Para cuando termino, son casi las 9.

Me miro en el espejo conforme con mi imagen, sintiéndome guapa. Me acomodo el cabello que sigue estupendo, con las ondas prácticamente intactas, y las desarmo un poco con los dedos porque no quiero que sea evidente para David que estuve en la peluquería. ¡Qué difícil es ser mujer y querer estar guapa!

Suena el móvil y mi corazón comienza a latir deprisa.

Más nerviosa de lo que quiero admitir, atiendo a David.

—¡Hola, morena! Estoy en la puerta y no sé qué timbre tocar.

—Ya bajo —le digo y corto, demasiado nerviosa para darme cuenta de lo grosero del gesto.

Tomo el pequeño bolso del mismo color que los zapatos, vuelvo a echarme perfume, me miro en el espejo que tengo junto a la puerta y salgo.

Cuando bajo del ascensor, lo veo por detrás del vidrio de la puerta de calle. Se ve guapísimo.

Demasiado nerviosa, y sin saber qué hacer para que no se note, respiro profundo mientras abro la puerta con la llave.

David me dedica una sonrisa que desarma y me mira apreciativamente. Se corre hacia atrás en la puerta para dejarme salir y me extiende la mano.

—¡Maldición que eres bonita! —dice sonriendo, sin dejar de mirarme.

—Gracias —respondo ruborizada.

—¿No vas a saludarme?

Me acerco incómoda, sin saber cómo saludarlo y planto un beso en su mejilla. Huele a hombre. Exactamente a como un hombre así de atractivo debería oler y eso hace que su encanto se intensifique por cien. Su perfume es amaderado. Intenso, ligeramente especiado y definitivamente masculino.

—¿Dónde planeas llevarme? —le pregunto, sintiéndome contenta de que no se trasluzca mi nerviosismo.

—He hecho dos reservas, según lo que quieras comer. Pero primero vamos de copas. Te llevaré a un bar de cavas.

Comenzamos a caminar hacia su coche. Un deportivo negro y reluciente, alemán. El equivalente masculino a las joyas femeninas.

—Bonito coche —silbo impresionada.

—Gracias. Lo he pedido prestado para llevarte a pasear —Guiña el ojo y su sonrisa me desarma.

Caballero, abre la puerta del acompañante, pero aprovecha a mirarme las piernas mientras subo al carro. David da la vuelta para subir. Adentro, el coche es reluciente y huele a cuero.

Me pregunta si me gusta la música, a lo que yo asiento mientras él busca una playlist. Pone Maroon5 a un volumen agradable. Me alegra ver que no es de esos tíos que van en el auto oyendo música a todo volumen, como en una disco.

Hablamos de nuestros gustos musicales y notamos que coincidimos bastante, excepto que a él le chifla Iron Maiden y a mí, Pablo Alborán, como el colmo de la cursilería.

Al cabo de unos minutos, estaciona en una esquina, desciende y me ayuda a bajar del coche.

—¿Te he dicho que te ves guapísima? —pregunta cerca de mí.

—Tú tampoco estás mal —le digo, avergonzada.

La verdad es que está como un tren. Viste una camisa azul, a juego con sus ojos y con la piel bronceada, denim clásico de buen corte y zapatos de gamuza color camello, a juego con el cinturón.

Tiene muy buen gusto. O le va muy bien o se gasta todo el dinero en ropa.

—Me encanta el color azul —dice sin apartar la vista del escote de mi vestido, que deja expuesto el nacimiento de mis senos,

—Se nota, ni que nos hubiésemos puesto de acuerdo.

Con una sonrisa, me conduce un par de metros hasta un bar con portero en la puerta.

El lugar está decorado con buen gusto. Dos de las paredes están cubiertas de cavas vidriadas, con botellas desde el piso al techo y las otras dos pintadas en color bordó. Mesas de roble con banquetas de diseño, cortinas de grueso terciopelo color gris plomo y enormes floreros llenos de lirios y orquídeas de blanco níveo con follaje verdes completan la decoración. La barra del lugar forma una V de roble rústico en el centro del salón y es atendida por un chico y dos chicas que podrían ser modelos de cualquier portada de revista.

Al lado del ventanal que está junto a la puerta, hay tres mesas bajas con unos sillones italianos en color negro y plateado, que reconozco haberlos visto en una revista de decoración. Cada una de las mesas tiene arreglos florales y velas encendidas que hacen el lugar muy agradable. David habla con una camarera que nos acompaña a una de esas mesas y dice que enseguida nos enviará a nuestro camarero.

La música chill out deja un poco que desear, pero no es mala.

—¿Te gusta el lugar?

Asiento.

—Me gusta mucho.

—Quería impresionarte —me dice con un guiño.

—No me impresiono fácilmente. Deberás esforzarte.

—Así como ves, estos brazos pueden remar hasta en la arena. —Es muy fácil sonreír con David.

Pedimos unas copas de cava con unos pinchos de gambas y el espumante enseguida se me sube a la cabeza

Estoy a gusto con él. Me siento nerviosa por lo mucho que me gusta, por la tensión que hay entre nosotros y que no sé cómo manejar. Pero estoy cómoda y, cuánto más me relajo, más sencillo se hace charlar con David, reírme. Estar a gusto.

¿Cuánto tiempo hace que no hacía esto? Estar con un hombre, seduciéndolo y dejándome seducir. Sintiendo volar el tiempo. Queriendo gustarle.

Pasada más de una hora, pide la cuenta y salimos para el restaurante. Me consulta acerca de qué quiero comer porque dice que hizo reservas en dos restaurantes diferentes.

—No sabía qué te gusta comer o si hay algo que no comes. No eres vegetariana o vegana, ¿o sí? —pregunta y, por su expresión, infiero que, de serlo, para él sería un problema.

—Siento la tentación de decirte que sí solo para asustarte, pero no. Como de todo —le digo sonriendo.

David me devuelve la sonrisa. Tiene unos dientes perfectos y eso es algo que siempre me atrajo de los hombres. La sonrisa dice mucho acerca de las personas, y la de él es encantadora.

—No serías capaz de ser argentina y no comer carne. —Entrecierra los ojos, divertido.

—No me gustan los estereotipos. Estoy a punto de volverme vegana en este mismo momento. —Su risa es cálida, y descubro que me encanta oírla.

Finalmente me decido por uno de los restaurantes que propuso cuando comenta que está en la terraza de un décimo piso.

Cuando llegamos al lugar, silbo bajito, impresionada. Realmente se esforzó en esta cita y ello me habla del interés que tiene en mí.

Un poco intimidada por los precios de la carta, me decido por un atún rojo, liviano, sintiendo que los nervios no me dejarán comer mucho. Cenamos y bebemos vino. Hacia la mitad de la velada, cada vez me siento más cómoda con él. David es una compañía sumamente agradable, hablar con él es muy fácil y no hay silencios incómodos entre los dos.

Me habla de su profesión, de lo mucho que la disfruta, y se nota la pasión que invierte en ello.

Es arquitecto, de ahí su fijación con los lugares bonitos, comprendo.

El camarero nos ofrece la carta de postres.

—No me digas que estás a dieta. —Suena como una advertencia.

Alzo la cabeza y lo miro desafiante.

—¿Insinúas que debería dejar de comer?

—No, insinúo que, por lo poco que pude ver, no te sobra ni te falta un gramo.

Sonrío, incómoda, pero complacida al mismo tiempo.

—Me pierde lo dulce.

Me decido por una crema catalana. David, en cambio, opta por un volcán de chocolate con frutos rojos que me hace dudar de mi elección. Me deja probarlo, y sé que debería haber pedido el chocolate, sin dudas.

—¿Cuánto tiempo llevas soltera? Me refiero a la última relación seria —pregunta como al pasar, aunque me doy cuenta de que su tono casual es estudiado.

Sin querer, me pongo a la defensiva, pero no puedo pasar por alto la pregunta. Además, él hizo de toda la velada una cita perfecta.

—Tres años. —No puedo evitar que mi tono sea seco.

Silba al oír mi respuesta.

—¿Tú? —le preguntó rápidamente, más para no darle lugar a preguntas que por verdadero interés.

—Casi dos. Años, me refiero.

Podría bromear con él acerca de ello. Podría decirle que el dos puede indicar meses, días, horas, que ha hecho bien en aclarar. Y así le quitaríamos hierro. Pero no lo hago. Es un asunto que escuece. Asiento con un gesto cortante, deseando que no insista, y no digo nada para dejar morir el tema. Me dedico a explorar la crema catalana, buscando con la cuchara al fondo del cuenco algún misterio escondido.

—¿Te incomoda el tema? —pregunta, entre curioso y solícito.

—Sí. No es algo de lo que suela hablar. El pasado es pisado.

Aunque te choque de frente con su nueva familia para cagarte el día y el año.

—Mejor así —dice David, aunque yo ya dejé de oírlo.

Me maldigo mentalmente por dejarme arrastrar así hacia otro estado, cuando la pregunta de David fue lógica y válida. Aparto el plato casi vacío con un gesto sutil, como poniendo distancia entre la curiosidad de David y yo.

—¿Quieres que pida la cuenta? —pregunta David, solícito, notando mi incomodidad.

Quisiera darme patadas a mí misma, pero no puedo evitar ser transparente.

—No, quiero un café.

La sonrisa que me dirige es deslumbrante, y no puedo evitar responderla.

Se apresura a llamar al camarero y pide dos cafés.

—Cuéntame, ¿cuánto tiempo hace que vives aquí?

Me lleva a un terreno seguro, que yo transito como si fuera un campo minado, cuidando no nombrar a Alex, evitando mayores referencias a él.

Sin embargo, David, como un sensitivo, nota mis estados de ánimo y me lleva por donde quiere, evitando ahondar en preguntas que me incomoden.

Me llama la atención esa capacidad de saber leerme e interpretarme, que habla de una gran sensibilidad por parte de él.

—¿Sabes que hay, al menos, cien restaurantes en azoteas, solo en Madrid? —comenta siguiendo mi mirada, perdida más allá de las luces de la ciudad.

—No, no lo sabía, pero siempre descubro algo nuevo en ella.

—También yo. Acabo de descubrir que había una mujer como tú escondida en sus calles.

Sonrío por sus palabras, sintiendo que con la labia se lleva la palma.

—Me encantó este restaurante.

Le agradezco también la cena y los tragos. Se tomó muchas molestias para que yo lo pase bien y lo logró.

Al cabo de un rato, manda al camarero a pedir el auto y nos trae la cuenta con dos chupitos digestivos. Bebo en tres sorbos el mío, incómoda con su sabor fuerte, mientras me siento un poco decepcionada porque no quisiera que la noche termine. En el ascensor, el silencio es incómodo por primera vez en lo que va de la velada.

Me acompaña hasta el auto con la mano apoyada con suavidad en mi espalda baja, y ese simple contacto me altera más de lo que debiera. Me ayuda a subir y cierra la puerta del acompañante antes de sentarse de su lado.

Me hace preguntas que yo respondo sin prestarle verdadera atención, porque estoy pensando cómo rechazarlo sutilmente si me pide subir a mi departamento o llevarme al suyo. Pienso que intentará besarme, pero también fue muy correcto durante toda la noche, de modo que no sé.

—Llegamos —dice. Y recién entonces me percato de lo callada que estuve durante todo el trayecto. Qué incómodo para él.

Estaciona, se baja y pasa por delante para abrirme la puerta. Me ayuda a descender dejándome muy poco espacio, de modo que estamos de pie a pocos centímetros. Me mira con una intensidad que me revuelve las entrañas de los nervios y no atino a decir nada para romper el hielo.

—Llevo toda la noche deseando besarte.

Sus palabras generan una calidez que se extiende por mi cuerpo.

—¿Y qué esperas? —digo antes de poder pensar.

¡No puedo creer haber dicho eso! Afortunadamente, la vergüenza quedó opacada por el beso de David.

Inconscientemente, creo que estuve esperando este momento desde que concertamos la cita. Me besa de un modo que me afloja todo el cuerpo y, antes de darme cuenta, tengo los dedos enredados en sus cabellos.

Se separa de mí visiblemente tan afectado como yo me siento.

—No me invitarás a subir, ¿verdad?

—No —respondo, sonriendo sin saber por qué.

—Sé leer las señales. Está bien —dice sencillamente, volviendo a besarme—. Déjame abrirte la puerta.

Antes de despedirnos, me da otro beso, y otro, y otro. Toma mi rostro entre las manos mordiendo mis labios y luego me empuja suavemente hacia adentro.

—Vete ya, o no te dejaré subir. En cinco segundos, te subo a mi coche y te llevo a mi casa o subo contigo —lo dice con tanta intensidad que no puedo menos que creerle.

Sonriendo, nos despedimos con un último beso.

En el ascensor, miro a la mujer que me devuelve la mirada en el espejo y no puedo reconocerme. Despeinada, con los labios hinchados de besos y el brillo vibrando en la mirada.

Sin dejar de sonreír, entro a mi casa, me quito los zapatos, el maquillaje, el vestido, me recojo el cabello en un moño flojo, me pongo una playera limpia y me voy a dormir sintiendo aún los besos en los labios.

La Gestante

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