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Capítulo 7

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Todos estamos en la cloaca,

pero algunos estamos mirando a las estrellas.

Oscar Wilde

Por la mañana, revivo la noche pasada, con la sensación de estar aún inmersa entre sueños. Había olvidado cómo se sentía ser besada. ¡Y esos fueron besos con mayúsculas! Lo que todo beso que se precie aspira a ser. Con cosquillas en el vientre y los dedos de los pies abiertos por la impresión del beso, con todas las terminaciones nerviosas del cuerpo abiertas a sentir y activadas.

Reviví la velada mil y una veces y cada vez sentí la misma calidez, la misma dulce sensación que tuve con David.

No sé cómo siga esta historia de aquí en más. Hace tanto tiempo que no salgo que ya no sé lo que se estila, pero no creo que hayan cambiado tanto las cosas.

Si hay interés de su parte, va a buscarme. Yo no pienso mover ninguna ficha del tablero antes que él lo haga. Soy una mujer chapada a la antigua. Eso, y bastante cobarde también.

Voy a trabajar como un día cualquiera; sin embargo, se siente diferente. Yo me siento así.

Sandra me acosa con preguntas que respondo sin querer revelar de más. La noche pasada es algo propio, que no quiero profanar. Necesito saborear a solas ese recuerdo, como un niño que no desea compartir sus dulces.

Hacia última hora, cuando estoy por salir de la oficina, me llega al móvil un mensaje de David que me pregunta cómo estoy y el corazón me da un vuelco.

“Bien”, contesto por escrito.

“¿Estás ocupada? ¿Te puedo llamar?”

El corazón echa a latir de anticipación, como si fuera una colegiala nerviosa en su primera cita. Me siento así, ligeramente tonta y bastante inexperta. Respondo que sí y, al momento, entra al móvil su llamada.

—¡Morena! Qué placer oírte.

—Has llamado tú —le digo, como el colmo de la idiotez.

David se echa a reír, festejando mis pocas luces como una gracia.

—¿Es muy pronto para volver a vernos?

No.

—No lo sé.

—Vamos, te lo pregunto diferente: ¿quieres verme? Porque en lo que a mí respecta, me muero de ganas.

—Vale, pero solo lo hago por ti —le digo sin poder dejar de sonreír.

—No, si es por mí no lo hagas. Quiero que me veas porque tú también lo quieres. —Su voz grave me provoca un hormigueo de anticipación en la piel.

—Vale. Me has convencido.

Se echa a reír.

—¿Paso mañana a recogerte?

“¿Por qué hoy no?”. Ligeramente desencantada, encajo el golpe con gracia.

—De acuerdo. Tienes mi dirección.

—Dirección y teléfono. Ahora cuéntame algo. ¿Qué tal tu día?

Hablamos durante todo el viaje en metro hasta que llego a la calle de mi apartamento y comienzo a pasear de un lado al otro mientras sigo al teléfono.

Cuando corto, entro a casa con la sensación de que el aire es más liviano que hace unas horas atrás, que también yo soy más liviana, y es gracias a David.

No quiero ir rápido. Necesito sentir que tengo el control, aunque no lo tenga en absoluto. Sin querer y a pesar de mí misma, me estoy ilusionando. Y eso me asusta de una manera tremenda.

Me permito disfrutarlo como una pausa, como algo pasajero destinado a no durar, y por eso mismo, cargado de intensidad.

La noche del sábado se instala con gusto a novedad y siento la excitación trepando por mi vientre. Es la segunda vez en la semana que veo a David. De algún modo, se está colando en mis días y no sé cómo tomarlo. De momento, no pienso y me dejo arrastrar por los días, por los planes que él entreteje casi sin dejarme pensar.

“Nos estamos conociendo.” Esa frase tan manida, casi tan gastada, toma otro cariz y se renueva frente a esta circunstancia. Nos estamos conociendo, descubriéndonos.

Hablamos sin parar, como viejos amigos, como nuevos amantes. Sin embargo, esa línea no la cruzamos. Él se muere de ganas; yo, de miedo.

De momento, se pliega a mis deseos. Hasta que se canse. Yo necesito sentir que manejo la distancia. David no me presiona, y lo valoro profundamente, como un caballero cuya especie creía en extinción.

No sé qué excusa darle, pero parece intuir, por mis expresiones, que si presiona, me retraigo.

Hoy siento que no tengo qué usar, a pesar de tener montones de ropa. Mejor dicho, no tengo algo que me haga sentir del modo correcto para lo que pretendo de la noche. Haciendo una revisión mental de mi armario, me pruebo al menos cinco conjuntos. Finalmente, y no del todo convencida, me decido por un pantalón de lino en color burdeos y una musculosa de rayón color visón, solo porque tengo un jersey de cashmere con botones del mismo color que hace un conjunto fantástico. Lo combino con sandalias de cuero color gris topo y una cartera de un gris ligeramente más claro. Completo el conjunto con un brazalete dorado y zarcillos colgantes de oro amarillo, muy delicados. Me maquillo suavemente, en una paleta similar a la ropa que uso y quedo bastante conforme con el resultado final. Sin querer, luego de tantos años de trabajar con publicistas y con tanta gente intensamente visual, una termina aprendiendo algo.

Me preparo un té mientras doy vueltas por la casa, con anticipación, muerta de ganas de verlo. Antes de que sienta que estoy lista, suena el timbre del departamento. Suelto una maldición mientras me pongo perfume, tomo el bolso, apago las luces y bajo.

Lo observo disimuladamente mientras abro con la llave la puerta de la calle. David está aún más impresionante de lo que recuerdo. Tiene puesto un jersey negro de hilo de seda combinado con jeans azules y zapatos negros de charol. Y huele tan bien como siempre.

Lo saludo con una gran sonrisa que él devuelve y me acerca suavemente a sí para besarme.

—Guapísima —dice en voz baja para sí, dejando que yo lo oiga.

—Tú tampoco estás mal —le digo con una media sonrisa provocándole una carcajada.

—¿Quieres cenar?

—Supongo que sí, ¿tú?

—No lo sé. Estaba loco por verte —dice, acercándome hacia sí y plantando un beso en mis labios. Me toma la cabeza y me besa con dulzura.

Siento que me derrito en sus brazos. Me acerco hacia él y David profundiza el beso.

Aún me siento muy tímida frente a él. Una parte de mí desea arrancarle la ropa y la otra parte se muere de vergüenza ante sus propios deseos.

—Iba a llevarte a beber unas copas, pero hay un restaurante cerca de mi casa que te encantará.

—¿Quieres llevarme a tu territorio?

—Tal vez —dice riendo—. Tal vez te convenza de tomar un café en casa.

—¡Wooo! No tan rápido, chico. Apenas te conozco y acordamos ir poco a poco.

Levanta las manos proclamando inocencia.

—De acuerdo —se disculpa con una sonrisa culpable—. No perdía nada con intentar.

Caminamos unos metros más hasta su coche y abre la puerta para que suba.

—Te gustará este sitio, verás. No es nada comparable a mi casa, pero ni modo. Tendremos que conformarnos.

Terminamos en una mesa en un restaurante oscuro y bohemio, con una atmósfera de estudiada intimidad.

Ver a David es siempre como ir a una fiesta. Como tomarme un fin de semana de vacaciones en medio de una rutina demoledora. Es una pausa feliz. Logra distenderme hasta un punto en el que el aire se aligera, la luz se vuelve más brillante y yo puedo recordar cómo era antes. Cómo era reír livianamente, como me brillaban los ojos en las fotos, cómo respiraba sintiendo que el aire llegaba a todo el cuerpo y no solo a la garganta, como habitualmente lo siento.

Todo lo que dice David me hace sonreír, y no es que él sea el nuevo Jerry Seinfeld, sino que su presencia me genera alegría. No dejo de sonreír, me acomodo el cabello, cruzo y descruzo las piernas, mis gestos se tornan infinitamente femeninos. Apenas puedo creer que yo esté seduciendo y dejándome seducir. Nuestras palabras están coronadas de miradas cargadas de intenciones.

David me vuelve tremendamente consciente de mí, de mi cuerpo y mis reacciones. En sus brazos me siento una adolescente, cargada de hormonas y de deseos. Me pone nerviosa la forma en que me mira. Me devora con los ojos, hasta que los siento sobre mi piel como una caricia.

David despierta mi deseo y eso lo vivo secretamente como una amenaza, una amenaza a mi paz, una amenaza a mi cordura. Este hombre me pone a la defensiva. Quiero gustarle y eso me mantiene en guardia para no revelar de más, para no mostrar mi miseria. No me siento cómoda con él, me siento viva. Reaccionó a él, a su presencia, a su cercanía. Me basta oler su perfume para que la química de mi cuerpo se altere.

Me besa, me acaricia, y yo me convierto en una mujer apasionada. Respondo a sus caricias sin siquiera pensarlo. Eso solo, por sí mismo, bastaría para que él me guste, sin tener en cuenta lo mucho que me atrae.

De lo poco de David que conozco, me gusta todo. Y no hablo solo de su estampa, que cualquiera con ojos puede ver. Hablo de su trato, del modo en que se preocupa de que yo disfrute, de la capacidad de interpretarme que tiene, de las charlas infinitas que mantenemos. Un hombre culto e inteligente… y, además, guapísimo.

La noche transcurre entre música, comida, risas y besos, muchos besos. Yo respondo a ellos. Toco su piel por debajo de la camisa y David cierra los ojos, tan afectado como yo.

La intensidad de su mirada tiene una promesa que me pone a temblar de anticipación, al tiempo que me asusta. Me besa hasta casi hacerme perder la cabeza. Casi.

—¿Qué más necesitas, Lara? Eres grande, yo también, parece que te gusto, tú me vuelves loco. ¿Qué otra cosa necesitas? —pregunta, frustrado, aún sin perder la educación.

No lo sé. Perder el miedo. Sentir ganas de desnudarme, no tener este temor a no disfrutar, a decepcionarlo y decepcionarme también yo, de él y del acto. Pasarla mal en la cama y no poder disimularlo, que David lo note. No sé. Son tantas cosas las que no quiero que pasen que no sé qué responderle.

Eso es lo que más me asusta. No disfrutar, no sentir nada. Querer sacármelo de encima de mí pronto y olvidar todo el asunto, y que esto tan bonito que él me hace sentir se convierta en un rechazo velado entre nosotros que no podamos remontar. ¡Las respuestas a su pregunta son tantas! Y como no sé qué responderle, no digo nada. En cambio, lo beso.

—Dame tiempo —le susurro.

Tiempo para poder disfrutar esto antes de que se termine.

David protesta con un suspiro. Sin embargo, no insiste.

Se aparta sutilmente de mí y, propio de mi neurosis de deseo, vuelvo a besarlo, extrañando su contacto.

Cuando me besa, por un momento olvido mis miedos. Se acalla la conciencia y mi cuerpo comienza a tener su propia voz, a exigir. Gratamente sorprendida, me dejo llevar.

La boca de David, sus caricias, la apasionada dulzura de su cuerpo me arrastran hacia una orilla que desconozco.

Su respuesta me vuelve más audaz; sin embargo, hay una línea que no me permito cruzar. Yo misma la he marcado.

No lo dejo avanzar. Es un “no” para él, pero principalmente para mí.

Siento que subí a una montaña rusa que me lleva a una velocidad que no controlo. Me da vértigo y me excita al mismo tiempo. Me aterra bastante, también.

—Está bien —dice, concediendo, con un suspiro cansado—. Lo haremos a tu modo.

Vuelve a besarme.

Nunca pensé que en esta jungla de cemento que es Madrid encontraría un caballero semejante. Quisiera decirle en verdad todo lo que esto significa para mí, explicarle que mi temor a avanzar tiene unas raíces tan profundas que no puedo ver dónde terminan. Pero me da miedo. Y, otra vez, como no sé que decir, no digo nada.

Creo que tengo una relación. Asombrosamente, David no me mandó a freír espárragos. No parece pensar que yo sea una histérica. O sí, lo piensa, pero se guarda muy bien de decírmelo, y eso también habla de su caballerosidad.

Volvemos a vernos. Él parece tan atraído hacia mí como yo hacia él, lo cual no deja de sorprenderme. No sé qué ve en mí, prefiero no preguntarme demasiado acerca de nada entre nosotros, porque cualquier paso podría ser en falso y romper la magia. En cambio, me dejo guiar.

David teje una magia diferente en cada encuentro, y yo siento tan natural esto de ser cortejada, tan habitual esto de besarlo y ser besada.

Me siento cómoda con esto, cómoda de verdad. Casi como si no fuera yo. Pero jugando a ser otra, me encuentro a mí misma. Suena extraño, lo sé, pero es cierto.

Los labios de David, sus besos, la calidez de su cuerpo y —cómo no— su perfume, me llevan a otra galaxia, me sacan de mí.

Separarme de él y romper el encanto es difícil, muy difícil. Sin embargo, a lo largo de mi vida, se me ha dado bien negarme a mí misma los placeres.

Como no hacemos el amor, hablamos. Construimos el puzzle de la imagen del otro con palabras.

Es tan fácil hablar con David, tan natural. Voy descubriendo retazos de él, de su vida. Me entero de que tiene dos hermanas y de que él es el hijo del medio, único varón. Que sus padres viven en las afueras de Madrid, pero se ven bastante a menudo.

—Seguro eres el mimado.

—No queda bien que yo lo diga.

—Pero es cierto —infiero por su expresión de complacencia.

—Por supuesto.

Me atrae de un modo que no creí posible. Lo recorro con los ojos como si fueran caricias. Y, otra vez, me reprimo. Me retraigo.

—¿Quieres ir al cine? —Su pregunta me saca del trance, pero hago que la repita antes ser capaz de responder.

—¿Para meterme mano sin tener que oírme?

Larga una carcajada que hace voltear la cabeza de la pareja que camina unos metros delante de nosotros.

—¡Me vuelves loco! —dice parándose a besarme—. Te dejaré elegir la película.

—¡Uhh! —replico con fingida pena—, ¡vas a arrepentirte de eso! Te haré ver una película de tías. Alguna con todos los clichés.

—Tú mira la película que yo te miraré a ti. Si la película es mala, encontraré cómo entretenernos.

Me hace creerlo.

¿Cómo será ser así de libre? Poder decir lo que uno siente sin miedos, sin reparos.

¡Yo me reprimo tanto a mí misma! Ahora, por ejemplo, lo abrazaría en plena calle y le daría un largo beso, le mordería los labios, hundiría mi nariz en su cuello y la dejaría allí hasta que las narinas se impregnen de su perfume, pero si lo hiciera me sentiría ridícula y demasiado expuesta.

David me mira y ve una mujer de piernas largas, joven y atractiva. Yo, en cambio, al mirarme veo una mujer a la que la vida la aporreó hasta hacerla papilla.

Un cascarón vacío. Un despojo.

Tengo un creciente terror a quererlo, a esto que está naciendo, que me estoy permitiendo vivir y que, de alguna manera, se convirtió en el motor de mis días, porque si se trunca..., mejor dicho, cuando lo haga…

Él no comprende, nadie que no haya pasado por la cantidad de cosas que yo pasé podría entenderlo. No es que tenga miedo a ser feliz, no, no es eso. No soy idiota, no le temo a la felicidad, le temo a la pérdida que invariablemente viene luego de esa felicidad. Le temo al dolor de perderla.

Elijo conscientemente no exponerme a lo que causa sufrimiento, aunque deba vivir aletargada. Porque algo que aprendí en los treinta y seis años que llevo vividos es que los momentos felices son escasos y después la vida se los cobra con saña. ¡Ojo por ojo, donde más te duela!

Y David, con su sonrisa, con sus ojos, con su porte, tiene un sello que promete montañas de dolor cuando se vaya.

Prefiero cortar la relación antes de que surja el cariño, prefiero dejar de verlo, aunque ahora duela. No podría soportar que me diga un día que conoció a alguien más, o que decidió que quiere tener hijos, pequeños Davides como él, y que se va a tenerlos con cualquier tía fértil que pase, que hay a montones lejos de aquí. Y yo no podría resistirlo.

La cordura a la que me aferré fuertemente no podría superar otro golpe así. Sería el golpe de gracia que la vida me aseste. Yo ya no puedo soportar ninguno más. Parte de crecer es aprender los propios límites. Yo reconozco el mío, lo siento doler.

Sin querer, uno termina generando anticuerpos al dolor emocional y evitando hasta la poca alegría que la vida puede ofrecer. Es como una fobia: uno sufre con el temor anticipatorio, sufre con el hecho y sufre después, mientras intenta juntar los propios pedazos. No, no temo ser feliz. Le temo al precio que esa felicidad me cueste.

Llevo demasiado tiempo sola. Demasiado tiempo el que llevo siendo fuerte, intentando resistir los embates con donaire, cuando lo que en verdad deseo es sentirme frágil, que alguien se ocupe de mí, que me diga que está bien ser débil, al menos por un rato. Que fragilidad no es romperse, aunque haya tantas partes de mí irremediablemente rotas.

La soledad es una compañera arisca. Estar sola es para mí una costumbre, no un placer. Simplemente aprendí a no pelearme con la soledad. Como en el síndrome de Estocolmo, aprendí a tenerle cariño. A ver su lado amable. Sin embargo, la cambiaría sin dudar por una verdadera compañía.

Una vez oí a alguien decir que el hombre finge amor para conseguir sexo y la mujer concede sexo para conseguir amor. Tal vez sea así.

A esta altura de mi vida, el erotismo es otra cosa. Tiene poco que ver con la piel y las hormonas y mucho con las palabras, con la presencia, la atención vertida en los detalles. Erotismo es estar, hacerme un té cuando estoy enferma, ir a hacer la compra juntos para cargar las bolsas entre dos. Hacerme compañía. Preguntarme qué tal el día. Ir a buscarme con el coche al trabajo los días que nieva.

¿Es David esa persona? No lo creo. Es un hombre para correr por la ruta en un convertible caro, para ir a un cóctel de su mano y que las cabezas de las demás mujeres volteen con envidia. Para hacer el amor y arder en un fuego que a mí me falta.

Estoy en un momento de mi vida en el que no necesito impresionar. Mis ambiciones se han ido encogiendo con los años. De querer comerme el mundo he pasado a pedirle al universo que lo que me ocurra no duela.

Como todo, durará lo que dure, independientemente de mis deseos. Quiero vivirlo, a pesar de mí misma, a pesar del miedo. No me queda mucho por perder, a estas alturas, ni siquiera ya la dignidad, de modo que arriesgo.

Corro a coger el teléfono de mi casa, convencida de que es David. No lo es. Es mi madre.

—¡Mamá! ¡Hola!

—Ibas a llamarme anoche.

—Lo sé, es que salí a cenar y volví tarde.

Oigo a mi madre contener una exclamación.

—¿Sola?

Puedo oír los engranajes de su mente correr a toda velocidad y me apresuro a frenarlos.

—Con una amiga.

No lo nombro, no cuento una sola palabra acerca de David. Con mi silencio, nos preservo a ambos.

—¿Qué les pasa a los hombres de Madrid? ¿No hay solteros allí o es que tú los espantas?

—No quiero conocer a nadie de momento, mamá. —Aunque se lo diga una y otra vez, cae en saco roto.

Mi madre no concibe una vida sin un hombre, sin hijos, sin el modelo familiar que nos inculcó y que tanto daño me hace no cumplir, aun siendo consciente de que no es el único modelo, ni que sea el que a mí me sirva.

Me pregunta qué comí, qué he hecho, qué planes tengo para mañana y, pasados unos momentos, cortamos, con la conciencia de haber cumplido nuestra cuota materno-filial, y ahora podemos ignorarnos por otra semana.

Siempre, al colgar el teléfono luego de hablar con mi madre, me queda un regusto amargo. Tal vez alguna palabra atravesada en la garganta. No sabría decir si buena o mala, solo sé que está atravesada entre nosotras.

Con David, mis días se llenan de luz, de una hermosa incertidumbre que borra de un plumazo la rutina insoportable que llenaba mis días. Todos los días me pregunto si llamará, si nos veremos.

Por la noche pasa a recogerme, como habíamos acordado. Mi corazón echa a latir de anticipación al verlo. Siento que llevo esperándolo todo el día, anticipando el encuentro, deseándolo.

Huele exactamente como debería oler un hombre. Me besa y me derrite, como un armazón que se desintegra con el fuego. Me desmadeja.

Me pregunto cuánto tiempo aguantará sin pasar a otro nivel, sin que me presione o que la situación le resulte insoportable, incluso ridícula. Llevamos un par de semanas viéndonos cada dos o tres días, hablando por teléfono a diario. Es todo tan incipiente que parece de cristal por lo frágil y, sin embargo, el vínculo existe.

Luego de aparcar su coche, caminamos juntos por la calle Serrano, camino a un bar con fama de exclusivo. Antes de que pueda hacer algo para evitarlo, cruzamos en la acera a una mujer joven paseando mellizos, rubios, pequeñitos, vestidos prácticamente iguales, con la particularidad de que son un niño y una niña. Ambos con denim y camisa blanca, pero la niña tiene coletas y tenis rosas, y las de niño son azules.

Son dos niños preciosos, casi de publicidad. Su madre es una mujer infinitamente afortunada. Tal vez ella tiene el niño que a mí me falta.

David se detiene a verlos, dice “hola”, les conversa, sonríe. El niño es encantador con David; la niña, en cambio, nos mira con ojos grandes y se esconde detrás de su madre.

Yo observo la escena con pánico creciente. Ver a David con niños me genera malestar.

Detesto estar tan nerviosa. Verme a mí misma en esta situación, sintiéndome tan vulnerable y con el nerviosismo en evidencia, me hace desear huir.

—¡Qué niños tan chulos! ¡Pero pobre mujer! Imagina tener mellizos —dice una vez que la mujer se aleja.

No puedo imaginarlo. De hecho, la sola idea es ridícula en mi caso.

Gruño un sonido a modo de respuesta. Ininteligible aun para mí. David parece no notarlo mientras caminamos, él a paso vivo, yo velozmente, tanto por la frustración como por la prisa por alejarme de esos niñitos.

—¿Quieres tener hijos?

La pregunta, hecha con total naturalidad, es una espada de hielo que me paraliza.

—No —respondo fríamente, monocorde.

David se muestra sorprendido.

—¿No o no por ahora?

—No, no quiero. ¿Es un crimen? —Soy más agresiva de lo que quisiera y me doy cuenta en cuanto lo digo.

—No, no... Por supuesto que no.

No dice nada y yo tengo ganas de patearme a mí misma.

Me siento frágil. Tan frágil que cualquier cosa podría romperme.

No sé cómo decírselo. Por dentro estoy muerta de miedo.

Contarle. Exponer mi vida, mis miserias, mis enormes carencias a alguien que me gusta tanto (tanto) y que, posiblemente, no las entienda y no las comparta, me da tanto miedo que me paraliza y hace que no sepa qué hacer.

A sus ojos seré menos deseable cuando lo sepa. No soportaría eso.

—Lo lamento si hace un rato respondí de mala manera con aquello de los niños. Es que continuamente me siento cuestionada por ese tema y exageré mi exabrupto, pero no tiene que ver contigo.

—No, yo lo lamento. Siento haberte incomodado. Fue una pregunta al pasar, y todas las opiniones me parecen respetables. Nunca juzgaría a un adulto por las elecciones que hace conscientemente sobre su vida, sin perjudicar con ellas a otros.

Admirable... Si le creyera, sería admirable.

Me acerco a besarlo, seducida a la par que molesta. Queriendo borrar con nuestros besos las palabras. David me aparta el cabello del rostro, poniendo con dulzura los mechones detrás de mis orejas. Me mira con reverencia, con algo rayano al embeleso.

—Eres tan hermosa —dice a media voz.

Hace tanto que no oía aquello. Hace mucho tiempo que dejó de importarme.

En el medio de aquel desastre en el que se transformó mi vida, perdí también aquello. Simplemente, dejó de ser importante, dejé de creerlo. Dejé de verme, de mirarme en los espejos y en las fotografías, dejé de sentirme bella, de quererme. Suena tan crudo y, sin embargo, es tan real.

No fue de un día para el otro. Fue un proceso lento, paulatino. La despersonalización en la que caí se llevó también mi imagen, desdibujó la belleza.

Y ahora David me dice estas cosas, me mira así…, casi que puedo creerle. Casi. No lo hago, por supuesto.

Lo oigo como lo hago con los chicos de la agencia. Iñaki le vendería hielo a un esquimal y David también parece ser de esos. Es demasiado perfecto para ser real. Pero, como a los dulces, no puedo negarme a él.

Me da tanto miedo mostrarle esta que soy. Hace tanto tiempo que no dejo que alguien se acerque. Manteniendo las distancias es más fácil evitar el dolor del rechazo. Uno puede convencerse siempre de que el rechazo es a la superficie, porque en verdad no mostró su esencia. Y así las personas salvamos el orgullo.

Los adultos somos expertos en contarnos mentiras, en adecuar la verdad a aquello que nos cabe.

Otra vez nos vemos. De algún modo, estoy empezando a contar el paso del tiempo según nuestros encuentros. David se está volviendo demasiado importante. Pasó de ser la nota de color a ser el único punto, lo único que marco en el recuento del día. Me da miedo comenzar a depender, empezar a anularme. Y sin embargo, ya no puedo parar.

Pasa a recogerme por mi casa y yo lo espero con la ansiedad de una niña en la víspera de su cumpleaños. Verlo me produce una alegría que enseguida me apresuro a ocultar. Contenerme es lo que mejor sé hacer, de manera que no me supone un esfuerzo.

Me lleva a un bar muy serio, tal vez demasiado, decorado al estilo de los años 40. El promedio de edad de los clientes se acerca a la suma de mis años con los de David.

En el bar suena una música exquisita, pero demasiado formal. Piano y cuerdas, en una mezcla realmente profunda. Inconfundible.

—¡Qué agradable!

“Rachmaninoff”, me digo a mí misma, reconociéndolo.

—Concierto para piano.

Lo miro, asombrada.

—No me digas que también tocas el piano.

Se echa a reír.

—No, pero mi madre es muy aficionada a la música clásica, y ello ha empeorado con los años. En algún sitio, ha leído que es bueno para el cerebro porque previene el Alzheimer, de modo que imagina nada más lo que oye todo el día.

—Tiene buenos gustos.

—Exquisitos.

—¿Te gusta la música clásica?

—Me gusta la música. Siento que es el idioma más elevado del hombre.

—El idioma universal.

—Más que eso. La música le habla al alma. A esa parte de uno que todos tenemos y no siempre sabemos expresar. La música dialoga con esa parte del hombre y la eleva.

Lo miro asombrada.

—Eso lo has leído en alguna parte y estabas esperando cuando poder utilizarlo, ¿no?

Se echa a reír, asombrado, pero me sigue la broma.

—Siempre impresiona a las chicas.

—Ya lo creo: arquitecto, citas en lugares de lujo, Rachmaninoff.

—Soy casi un cliché, ¿verdad?

Adoro los clichés.

—Diría que eres un niño pijo. Muy pijo —enfatizo.

David se echa a reír, divertido.

—No te he impresionado mucho. Tendré que esforzarme.

—No me impre… —El beso que me da no me deja terminar la frase.

—¡Vamos! —Me toma de la mano sacándome del lugar.

—Acabamos de llegar.

—El Niño Pijo te llevará a otro lugar.

Me echo a reír.

—¡Oh, Dios! Te lo has tomado en serio.

—¡Claro que me lo he tomado en serio! Soy un cliché. Tengo la literalidad muy desarrollada.

—¡Oh, cariño! Me gustaba este lugar.

—El otro te gustará más.

—No lo creo. Vas a llevarme a un antro de mala muerte para demostrarme que no eres pijo, ¿verdad? Y beberás la cerveza más negra y barata que encuentres.

Se echa a reír mientras salimos del edificio.

—¿Todas las argentinas son tan irreverentes como tú?

—¿Preguntas si soy también yo un cliché? No, soy bastante especial.

David menea la cabeza, incrédulo. Y sonríe.

Me dejo arrastrar por él. Me dejaría llevar por él a cualquier sitio, de modo que, sin preguntar demasiado, me subo al auto.

David conduce hasta una zona bastante oscura de la ciudad y mete el coche en un estacionamiento.

—¡Oye, si planeas pelearte con una pandilla para demostrar que eres guarro, no es necesario! —David ríe, pero no responde, lo cual me obliga a preguntar—: ¿Dónde me estás llevando?

—Al mejor club de jazz de la ciudad.

—¡Pi-jo! —canto en voz baja con voz de falsete.

—Te encantan los niños pijos —dice empujándome suavemente, para besarme contra el auto.

—Parece que sí. Los pijos, los clichés… o, simplemente, parece que me gusta todo lo que eres. —Lo abrazo, pegada a él.

—No hay manera de que me pueda sentir ofendido por eso.

Me besa otra vez. Cierro los ojos, embriagada de David y su dulzura. Podría llevarme a cualquier sitio, que me daría absolutamente lo mismo si voy con él.

—Mañana te llevaré a un sitio fantástico.

—¿Adónde?

—Ya verás.

La curiosidad me pica como pequeñas pulgas por todo el cuerpo.

—Sabes que no me llevo bien con la intriga…, ¿verdad? —insisto con sutileza.

—Mañana.

Por la sonrisa de David, infiero que no dirá más nada del tema.

La Gestante

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