Читать книгу La Gestante - Mayra Potenza - Страница 6

Capítulo 1

Оглавление

La esencia de la lucha humana es el conflicto

entre quienes somos y quienes queremos ser.

Debbie Ford

Embrión: 1. En los seres vivos de reproducción sexual,

óvulo fecundado en las primeras etapas de su desarrollo.

2. Aquello que constituye el origen de una cosa antes de crearse o constituirse

o que está en su fase inicial y todavía no tiene

las características que lo conformarán definitivamente.

Diccionario de la RAE

Madrid, España

Amanece gris, a juego con el humor de perros que arrastro hace dos días.

Al asomarme por la ventana, veo el cielo plomizo y una parte de mí se alegra, hallando un placer casi morboso en regodearse en su miseria.

Hay algo atractivo en la tormenta. El modo en que el cielo parece suspendido, a punto de desplomarse. Desearía que cayera y acabase con todo, conmigo incluida.

Mañana terminará la semana laboral y podré esconderme hasta el lunes. Si la suerte me acompaña, para ese entonces, en la oficina se habrán olvidado del asunto y no tendré que explicar lo mismo una y otra vez, como un recordatorio macabro de aquello que necesito olvidar.

Toda mi vida se reduce a desear un deseo imposible e intentar olvidarlo. He perdido la cuenta de las veces que conviví con este dolor. Cualquiera pensaría que ya me he acostumbrado, pero no. Duele lo mismo cada vez. Incluso, tal vez un poco más.

Me visto pausadamente, sin prisa, porque mi humor hoy no permite otra cosa. Siento que, si me detengo, comenzaré a llorar y ya no podré detenerme.

Llevo tanto tiempo conteniéndome, siendo fuerte, que ya no recuerdo cómo soy en realidad. Pero no soy esta.

Salgo de casa y camino las pocas cuadras que separan mi apartamento de la estación de metro. El aire plomizo me hunde un poco más. Si el clima acompañara, iría caminando, pero el cielo está oscuro y amenazante. Además, voy con el tiempo justo.

Cojo el metro, apurándome por subir antes que toque la alarma y las puertas se cierren.

Miro a la gente que viaja conmigo. Apenas si se miran entre sí, ignoran que tienen a su lado un corazón roto.

“Ya no. Ya no”. Es una música constante, dolorosa, en mi mente.

Me siento dañada.

Una parte de mí se siente como una media mujer. Una cáscara vacía. Una higuera seca.

Consigo bajar del metro a tiempo antes de saltarme la parada. Un hombre me empuja al pasar y solo atino a mirarlo con odio. Tal vez con más del que su torpeza amerite.

Llego al mundo, a la ciudad. Trato de respirar, en un intento de que el aire llegue al alma y traiga alivio.

¡Maldición! Otra vez, las lágrimas asoman, ajenas a mi voluntad. Parecen empecinadas en revelar un secreto que yo oculto.

Las ganas de llorar me ahogan. La tristeza es un mecanismo del que hace mucho tiempo que no puedo salir, pero se ha agudizado a raíz de todo esto.

Pensar en otra cosa, en algo más, no funciona conmigo. La idea instalada es una obsesión circular, como un perro que persigue su propia cola y vuelve a empezar.

Camino apresurada y llego a mi empleo. Un conservado edificio de oficinas que alberga una decena de empresas, entre ellas, la agencia de publicidad en la que trabajo. Vuelvo a mirar el reloj, solo para angustiarme, mientras apuro el paso.

El espejo del ascensor delata los estragos de la noche pasada en mi rostro. A duras penas, intento mejorar en algo mi aspecto, pero no puedo hacer milagros en los quince segundos que le lleva al ascensor ir desde la planta baja hasta el quinto piso, la agencia de publicidad.

Antes de entrar, respiro profundo e intento no traslucir en mi rostro nada del desborde interior que amenaza ahogarme.

—¡Buenos días! —saludo en voz alta, sin poder evitar que se trasluzca el cansancio en la voz.

—¡Hola, cielo! —saluda Sandra. Mi única amiga en este lugar.

Respiro profundo y acomodo mis cosas, dispuesta a trabajar. Por ocho horas: alivio, distracción, propósitos.

Me gusta mi trabajo. Es, tal vez, lo único de mi vida que no cambiaría. Le estoy agradecida. Profundamente agradecida. El trabajo me mantiene en pie, me contiene, le da un marco al desorden en el que se transformó mi vida. Me brinda un propósito.

Me mantuvo a flote cuando todo se hundía y amenazaba con tragarme.

—¿Viste a la nueva? —pregunta Sandra, asomándose por el cubículo de mi escritorio —. ¿Cuánto tiempo le das antes de que Iñaki intente ligar con ella?

Miro a Sandra con ganas de decirle que no me moleste, pero veo su rostro esperanzado. Desea distraerme de alguna manera, y es lo mejor que se le ocurre. La amo por eso.

Hago un gesto de fastidio dirigido a mi amiga,

—Sandra, estoy trabajando. No tengo tiempo para esas cosas —le digo pomposamente—. Antes del viernes, sin duda —agrego a desgana, con un guiño.

Sandra se ríe y vuelve a su lugar. No sin antes darme una ojeada evaluadora, decidiendo que estoy bien.

Iñaki es el director y el dueño de la agencia. Está convencido de que es la octava maravilla en lo que refiere a la opinión de las mujeres y, desde que se separó, no deja pasar ninguna oportunidad de ligar con las empleadas nuevas. Afortunadamente, Sandra y yo fuimos contratadas unos años antes de su divorcio, y nunca se animaría a hacerse el galán con nosotras.

Iñaki es brillante en su trabajo y, a pesar de lo gilipollas, es buena gente.

Aún no ha llegado. Nunca lo hace antes de las diez y media, pero no tiene límite para volver a casa. Trabaja más que cualquiera de nosotros y carga toda la responsabilidad sobre sus hombros. Por eso, todos lo respetamos.

Hace seis años que soy empleada de esta agencia de publicidad y aún no siento el techo. Me gusta el trabajo que hago y el ambiente de nuestra oficina es cálido para tratarse de una empresa exitosa. Todo eso me gusta, excepto..., bueno, me prometí no pensar más en ello y enfrentarlo solo si alguien vuelve a preguntarme.

No lo hacen. Yo paso el día en una fría eficiencia que no da lugar a comentarios de ningún tipo. Evito incluso volver a hablar con Sandra, porque no quiero que haga preguntas. La buena de Sandra lo intuye porque no lo hace, y Dios sabe qué hay poca gente en este mundo a la que le guste más que a ella un buen chisme. Sin embargo, respeta mi silencio, al igual que todos.

El día pasa rápido. Antes de que me dé cuenta, debo volver a casa.

Recojo mis cosas con rapidez y saludo informalmente al aire, a nadie en particular, luego salgo de allí casi huyendo.

En la calle siento alivio. Nadie me preguntó por la llamada y yo no tuve que dar explicaciones una y otra vez, como temía que ocurriese. El alivio, sin embargo, dura poco, sabiendo que en casa estaré sola con toda la noche por delante para pensar y esa consciencia me genera ansiedad.

Salgo a caminar aprovechando el tumulto de la hora pico. Las caras anónimas me hacen sentir invisible por un rato. Todos parecen apurados por volver a casa.

Yo no... Alargo los pasos mirando a la gente, distrayéndome. Estirando el camino, que incluso así, resulta corto.

En Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Jim Carrey descubre que Kate Winslet ha hecho un tratamiento para borrar de su mente todos los recuerdos de su tormentosa historia con él, de modo que el protagonista busca al doctor y se somete al mismo procedimiento. Sin embargo, no puede olvidarla y lucha contra el tratamiento. Es una historia intensa y dramática, pero todos los que hemos vivido un amor tormentoso desearíamos encontrar a ese doctor y arrancarnos del alma los recuerdos.

Cada vez que siento que no puedo más, recuerdo esa película, deseando que alguna vez alguien invente una pastilla que permita perder selectivamente los recuerdos. Hoy me conformaré con alguna que me haga dormir.

Si no puedo olvidar, por lo menos, trataré de no soñar.

Me despierto con la boca seca y pastosa. Hace tres años, me recetaron unas pastillas para poder conciliar el sueño solo en casos extremos. Anoche fue uno.

Estoy segura de que esa medicación podría dormir a un caballo. Nunca la tomo, asustada por sus efectos. La última vez que lo hice dormí durante dieciséis horas seguidas. Fue la noche posterior a la última audiencia de divorcio y la pena no me dejaba pensar.

Me levanto como puedo y me visto, consciente de que llegaré tarde a la oficina, pero sin poder hacer nada para evitarlo, de modo que llamo por teléfono y aviso que voy con demora.

Mi mente está lenta y lo agradezco. La bruma de mis pensamientos adormece el dolor producto de los pensamientos. Tan ajena a mi, tan ajeno a mi esencia, pero transito estos días como puedo.

Salgo a la calle y el sol me hiere en los ojos. Me siento como un murciélago expuesto a la luz.

¡Maldición! Sé que todo esto pasará y seré más fuerte, pero, mientras ocurre, amenaza con tragarme.

Llego a la oficina y rezo mentalmente para que nadie me haga preguntas. Acerca de nada.

Sé que se mueren por hacerlo, pero ninguno de mis compañeros es tonto y comprenden perfectamente mi lenguaje corporal. Silenciosamente, todo mi cuerpo dice: “pregúntame y te clavaré un tenedor en la yugular.”

El día lunes a última hora, cuando yo ya me había ido, recibí una llamada de una clínica de fertilidad a mi trabajo porque no podían localizarme en ningún sitio. A la persona que atendió le dijeron expresamente que la llamada era para saber qué quería yo hacer con los embriones congelados.

Mis compañeros saben que estoy divorciada, que no tengo pareja, lo que no saben es que soy estéril, que me divorcié porque no puedo tener hijos, que ese llamado era para preguntarme qué quería hacer con los embriones que me quedaban. Si quería descartarlos o intentar una última vez.

Me sentí expuesta y desnudada frente a todos. Humillada.

Uno elige qué mostrar de su mundo interior. Tiene el derecho de elegir qué revela y qué no, qué parte de sí mismo se resguarda para la intimidad. Yo guardo casi todo (lo bueno y lo malo) para mis íntimos y, seguramente por mi crianza, especialmente me reservo la propia miseria, convencida de que las heridas se lamen solas.

Casi no uso Instagram, no tengo Facebook ni Twitter. No me exhibo, no expongo mi vida... Así que esto, para mí, fue como arrojarme encima un balde de agua helada.

Cuando recibí al móvil el llamado de la oficina para pasarme el recado, literalmente se me cayó el bolso de las manos y se aflojaron mis piernas.

La vergüenza y el embarazo que sentí fueron tan grandes que, por un momento, deseé nunca más volver allí.

Llamé a la clínica, entre ofendida y asustada, y desde allí me explicaron que llevaban un mes buscándome por diferentes sitios sin éxito. Lo cierto es que, luego del divorcio, me mudé dos veces y nunca pensé en informar al banco de óvulos. Ni siquiera pensé en el tema.

De cualquier manera, me pareció una maldad revelar tanto a una persona que no era a la que se buscaba por teléfono, y se los hice saber.

—Manejé el tema siempre con discreción y prudencia cuando estaba casada ¡y ahora que no tengo pareja, tengo que exponer el asunto en mi trabajo por una llamada de ustedes!

Se disculparon, pero se desligaron del tema, aduciendo que la empleada que hizo el llamado era nueva. De cualquier modo, el daño ya estaba hecho. Me propusieron entrevistarme con un especialista en fertilidad para evaluar mi caso y ver la posibilidad de utilizar los embriones. Tal vez en deferencia a la indiscreción cometida o, simplemente, a que había pocos pacientes, me ofrecieron programar una cita para cualquier día de la semana en curso.

El miércoles a primera hora me vio el doctor Fuentes, especialista en fertilidad y reproducción asistida, para volver a escuchar lo que ya sabía: que soy infértil.

Durante cinco años, busqué un hijo obsesivamente, sometiendo mi cuerpo a tratamientos médicos que rayaban con la tortura, hasta que uno de los médicos se dignó a decirme que dejemos de gastar dinero y pensemos en la adopción porque yo tenía nulas posibilidades de tener un hijo biológico.

Ese día, y también los siguientes, sentí un vacío y un dolor tan grandes que amenazaban con partirme en dos. Alex, por entonces mi marido, me convenció de no desistir, de no quedarnos con un único diagnóstico, y yo me dejé convencer porque necesitaba creer que ese doctor estaba equivocado, porque la vida no podía ser tan cruel con una mujer que aún no tenía treinta años. Ahí, en ese momento, comenzó el verdadero calvario. Por dinero y falta de ética, falta de humanidad, ausencia de empatía, no sé por qué, pero los otros especialistas que visitamos nos convencieron de seguir intentando. Pero ya no fertilizaciones de baja complejidad, sino cosas más complejas. FIV, ICSI, palabras nunca oídas se convirtieron en prácticas cotidianas, torturas usuales.

Para Alex era fácil insistir: él ponía solo una parte del dinero, yo ponía dinero y mi cuerpo.

Me pincharon hasta ser un alfiletero humano, hasta que ya no había una porción de mi cuerpo que no estuviera cubierta de moretones. Y luego, ese primer positivo que terminó en tragedia. Posteriormente, los abortos... No era solo concebir, sino concebir y llegar a término. Se volvió una odisea. Una travesía imposible.

Pasaron tres años desde que dije “nunca más” y aún estoy juntando los pedazos.

Ahora, una llamada telefónica me volvió a sumergir en ese infierno.

El miércoles, en la consulta del doctor Fuentes, en la misma clínica que recuerdo, blanca impoluta, aséptica hasta de emociones, reviví todo el dolor pasado hasta sentirlo arder.

Todo eso que creí tener elaborado por el tiempo, por terapias, por todo lo que hice como mujer para poder superar lo que pasé, volvió para golpearme.

Sentarme frente a un extraño para contarle todo aquello. Tener que poner en palabras todo eso que yo trato de no revivir.

—No es viable hacer un intento. Los embriones congelados son de baja calidad y tu matriz es hostil. Sería perder tiempo y dinero, además del costo emocional y físico.

Era lo que esperaba oír, pero esperarlo no impidió que doliera tanto como un golpe físico.

—Le agradezco la sinceridad, doctor.

—Hay otros métodos nuevos que sería interesante evaluar en este caso.

Niego enfáticamente con la cabeza y alzo la mano, cortando su discurso en seco.

—Yo he terminado hace tres años, doctor. Las condiciones son las mismas y ni siquiera tengo pareja, como en ese entonces. Doy por terminado el tema.

—¿Qué desea hacer con los embriones?

Respiro profundo, con un nudo en las entrañas. Embriones..., vida congelada fuera de mi cuerpo, sediento de engendrar y, aun así, estéril.

¡Lo siento tan antinatural y tan injusto!

La única opción viable es dolorosísima. Aun sabiendo que es así, que no podría implantarlos, por lo que dijo el medico, por lo que yo también sé, por todo lo que ya pasé, porque no tengo pareja ni tampoco cuento con ese dinero para gastar en algo con casi nulas posibilidades de concretarse, tomar la decisión me quiebra internamente.

Juntando fuerzas como puedo, con la voz quebrada, decido cerrar el capítulo más horrible de mi vida y quemar las naves, para que nunca se me ocurra volver.

—Dispongan de ellos. Úsenlos si quieren.

Pasó febrero, que quedará marcado para siempre (o, al menos, durante mucho tiempo) en mi calendario personal como un mes doloroso. Le dio lugar a marzo, con otro aire, con otro alivio y la sensación de que, poco a poco, puedo volver a respirar.

Madrid tiene un encanto particular en esta época del año, cuando nace la primavera. La ciudad me enamoró desde que puse un pie en ella.

Nací en Buenos Aires y viví allí toda mi vida, hasta que en diciembre del 2001 Argentina explotó por los aires con una crisis económica y política como nunca se había visto y que derivó en un estallido social de dimensiones impensadas. En unos meses, literalmente, se nos hundió el suelo que nos sostenía. E hice lo que hicieron todos los que podían: vine a Europa. Tomé mi título de comunicadora social, puse en orden mis papeles, me casé a las apuradas y nos subimos, Alex y yo, al primer avión que pudimos. Alex venía con una oferta de trabajo concreta. Yo lo seguí porque no había nada que me retuviera en Buenos Aires.

Eso nos unió como pareja. Dos contra un mundo desconocido que se nos hacía tremendamente hostil, a pesar de que todas las personas que conocíamos eran amables con nosotros. Los primeros dos años fueron durísimos.

Uno extraña cosas que nunca imaginó extrañar. Extraña gente, lugares, sonidos, olores. Sabores. Pasé dos años soñando con volver a pisar las baldosas de la casa de mi infancia. Desarraigo es eso: arrancar las propias raíces e intentar plantarse en otro sitio, aunque el suelo no te quiera.

Extrañar. Vivir extrañando hasta que un día vuelves y te das cuenta de que el lugar que añoras existe solo en tu mente. Y de que ya no perteneces allá.

Regresé a Madrid con la sensación amarga de haber perdido el refugio. Cada vez que algo se ponía feo en mi vida aquí, mi mente se refugiaba en Buenos Aires, en las calles del recuerdo, en los lugares que frecuentaba, en las amistades que dejé allí. Y ese lugar era una construcción mental, un lugar en ningún sitio.

Probablemente vivir sea eso: una sucesión de pequeños duelos que terminan por enseñarte a no aferrarte a nada.

Marzo también trajo otras cosas. Retomé las clases de yoga, luego de no asistir por más de un año. Cuando creí enloquecer, el yoga fue un ancla a la cordura. Algo tan simple como respirar para vivir se me había olvidado y necesité que me lo recuerden. Ahora, otra vez, me siento ahogada y necesito respirar.

En aquel entonces, igual que ahora, traté de llenar las horas. Cuando estaba con Alex, todo era más fácil y, al mismo tiempo, más difícil. Somos seres de costumbre, y yo me acostumbré a Alex. Era más simple ocuparme de él que pensar en mí misma. Podía obviar todo aquello roto en mí mientras hacía la cena y escondía la tristeza debajo de las palabras de una charla cotidiana. Luego, al empezar a vivir sola..., fue difícil. Muy difícil.

La soledad entonces se convirtió en un monstruo agazapado que esperaba saltar sobre mí. Los fines de semana eran lo peor.

Quería distraerme para no pensar, pero nada lograba llamar demasiado mi atención. Cuando comencé a superar el duelo (todos los duelos), empecé a necesitar llenar el tiempo de actividades, porque esa quietud de no hacer nada, de no tener ningún propósito, era casi como la muerte.

Con Alex peleamos juntos tantas guerras. Siempre uno sostenía al otro, nos alternábamos, nos conteníamos. Esa primera vez sentados frente a un doctor, tomados de la mano, luego de ser diseccionados y analizados como marcianos en la NASA, fue devastadora: infertilidad.

Ese diagnóstico me dolió más que nada en el mundo. Y nos destrozó a ambos.

Los dos nos repartimos culpas, tácitamente, por los ojos y luego a los gritos. Yo lo culpaba a él, él me culpaba a mí por hacerlo perder tiempo.

Me criaron para alimentar, para acunar, para cuidar. Mi primer juguete fue un bebé.

En mi calle, todas las niñas jugábamos a la mamá. Será cultural, y en algunas culturas pesa más que en otras, pero tener hijos es un mandato inherente a ser mujer.

Nunca imaginé la importancia que tenía para mí tener hijos hasta que comenzamos a buscar el embarazo y se volvió una odisea.

Me sentía diseccionada. El cadáver de nuestra pareja fue desmembrado en la consulta médica, y ahí mismo supimos que nuestra pareja había muerto.

Se hacen preguntas propias de la intimidad, pertenecientes a la pareja. Es violento tener a un extraño hurgando en tu vida íntima. Al mismo tiempo, el deseo de traer un hijo al mundo es tal que uno aguanta y consiente esa invasión.

Sentía la incomprensión por parte de Alex y de todo el sistema. Yo sola ponía el cuerpo: era yo quien era vejada, hurgada, manoseada. Quien se ponía en riesgo cada vez. De mí dependía el fracaso o el éxito. La sensación de culpa. El miedo constante, la incertidumbre.

El deseo de traer un hijo al mundo era tan inmenso que bordeaba la obsesión, arañaba la locura. La mente estaba invadida por un monopensamiento, una única idea.

Para Alex todo era más fácil. Él prendía la televisión y se desconectaba de toda esa basura. Se desconectaba también de mí. En cambio, yo no podía pensar en otra cosa. Ni de día ni de noche.

Alex no quería hablar más de ello, y yo no podía hablar de otro tema. Necesitaba poner en palabras ese tormento que me dolía adentro. Quería hacerlo partícipe de lo que sentía, saber lo que sentía él, lo que pensaba. Y su negativa a hablar era un dolor más que yo asimilaba, con mayor o menor éxito, según el mes.

Pasado el tiempo, no teníamos nada en común más que el deseo de ser padres.

No voy a decir que terminé odiándolo, no. Pero el amor ya no estaba.

Nos gritábamos, descargábamos la frustración el uno en el otro. Yo sentía que él me culpaba, tácitamente, por cada fracaso, por cada frustración. También yo me culpaba.

Fuimos a terapia, de parejas e individual. Me senté frente a esa mujer y tuve que decirle la verdad: Alex era un medio para lograr un fin. Ya no había nada que me uniera a ese hombre más que una historia llena de dolor. Y que, sin embargo, me resistía a soltar, porque separarme de Alex era renunciar a la idea de ser madre. Aun con el diagnóstico nefasto, aun sabiendo que no iba a serlo, Alex me acercaba a la maternidad. De algún modo, retorcido y patológico, me sentía unida a él por esa búsqueda, y soltarlo a él era soltar todo.

Era renunciar a todo lo pasado y perder al único testigo, al único partícipe que validaba ese sufrimiento. Lo sé, parece inentendible, si apenas yo lo entiendo. ¡Me costó tanto tomar esa decisión! Sí, yo fui quien la tomó, en un rapto de cordura en medio de tanta tragedia.

Alex estaba tan herido como yo y nunca se habría animado a dejarme. De haberlo hecho, yo habría sentido alivio, o quizás no, quizás aún estaría culpándolo y exigiendo su cabeza.

Ser la que decide romper una pareja, incluso en situaciones como esta, permite ser magnánimo. Nuestra pareja estaba muerta y enterrada desde hacía tiempo.

Lloré como una condenada cuando nos divorciamos. Lloré por no haber podido tener hijos, por no tener una familia, a pesar de haber hecho tantos intentos. Pero ya nada me unía a Alejandro Monserrat.

Separarnos fue un acto de misericordia del uno con el otro.

Me quería separar de él para reencontrarme a mí. Yo me había convertido en una bruja amargada y tremendamente triste. Una cáscara vacía.

La Gestante

Подняться наверх