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Capítulo 2
ОглавлениеLas heridas que no se ven
son las más profundas.
William Shakespeare
Nací en Argentina, en la ciudad de Buenos Aires, al otro lado del mundo cruzando el océano.
Mis padres eran una familia de clase media acomodada, cuyos padres habían venido, a su vez, de Europa. Sangre italiana por parte de padre, española por parte de madre.
En el año 2001, Argentina explotó por los aires, de un modo tan literal que vimos al por entonces presidente abandonar la Casa de Gobierno y la presidencia a bordo de un helicóptero. Esa imagen nos quedó grabada a muchos a fuego en la retina como el epítome de la crisis sociopolítica. El país se cayó a pedazos, todas las instituciones colapsaron, los bancos se quedaron con los ahorros de la gente y tuvimos una sucesión de cinco presidentes en diez días. Para que se entienda cómo es mi país: en Argentina las crisis son cíclicas, pero nunca habíamos llegado a imaginar un desastre como el que estábamos viviendo. Era el caos absoluto.
Todo aquello derivó en una crisis social, política y económica como nunca se había visto en el mundo hasta ese entonces.
Lo que siguió a ello fue... inexplicable. Realmente inexplicable, porque incluso para quienes lo vivimos resulta difícil de entender, y no voy a ahondar en ello ahora. Pero ante la falta de dinero, la gente empezó a intercambiar sus cosas de valor por otras para cubrir sus necesidades. El colapso económico tocó todos los bolsillos.
En ese entonces, yo estaba cursando el último año de la carrera de Comunicación Social. Me recibí al año siguiente.
Ya había empezado a salir con Alex, que cursaba un posgrado en Ciencias Económicas en otra sede de la misma universidad. No fue amor a primera vista, pero empezamos a buscarnos y, antes de darnos cuenta, estábamos planeando irnos a vivir juntos.
Es extraño, pero ese tipo de crisis hace aflorar lo más primario en las personas. Nosotros acabábamos de salir a la vida, estábamos enamorados, teníamos fechas de exámenes, promesas de futuro. El caos nos pasaba por al lado, pero no llegaba a rozarnos.
Un año más tarde, yo, apenas recibida, y Alex ya con su título de posgrado debajo del brazo, emigramos a España. Él tenía una oferta concreta en una empresa de Madrid, y yo aún no tenía nada, pero podría conseguir trabajo con más posibilidades que en Buenos Aires.
Nos casamos a las corridas, casi un trámite.
En el mes de enero, estrenando el año 2003, nos subimos a un avión camino a Madrid.
Fue durísimo emigrar siendo tan joven, pero creo que es la única manera de hacerlo. Hoy no podría, no sé si por la edad o por la conciencia de saber a lo que me enfrento. En ese entonces, no lo sabía y fue una decisión con una inconsciencia casi adolescente.
Nada indicaba que las cosas acabarían así para nosotros. Sin embargo, elijo no pensar en eso. Revisar lo pasado siempre me hace sentir una tristeza que no puedo procesar, que me queda largo tiempo anclada en el pecho. De manera que el pasado es algo que dejo allí, con el que tenemos una suerte de tregua: ni él quiere saber de mí ni yo de él.
Pasaron cuatro semanas desde que tuve la cita con el doctor Fuentes. Cerrar aquella puerta, para mí, fue doloroso, pero necesario. Aquellos embriones eran nuestros niños, de Alex y míos. Sin querer, saber de su existencia me daba alguna suerte de esperanza. No digo de un modo consciente, no. Sino de un modo retorcido y patológico, mutilado por tantos tratamientos, de una manera extraña y casi enferma, aquello me unía a Alex y a la maternidad.
Fue un corte necesario, pero me afectó más de lo que podía pensar. Resuenan las palabras del doctor, que aniquiló de raíz cualquier esperanza que se atreviera a asomarse.
Oír la verdad, cuando esta es cruel, duele. Como dice la canción, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Estéril. En el diccionario de la RAE, la palabra figura como ‘la incapacidad de reproducir cualquier forma de vida’. Ser estéril es estar muerta por dentro. Aunque lo digan de una manera socialmente menos cruda. Así me siento en mi interior: incompleta, muerta, seca.
De vuelta del trabajo, evito pasar por el supermercado porque caminar las cuatro cuadras que separan mi casa de la tienda se me antoja demasiado. Una ola de frío golpea a Madrid, ignorando que la primavera nos pisa los talones.
Necesito llegar a mi casa, encender la calefacción a tope, cambiar las botas por pantuflas y hacerme el café más fuerte y caliente que soporte mi lengua.
Desciendo en la estación Bilbao de la línea 1 del metro y bajo por Fuencarral hasta mi calle. Siempre que camino por esta calle recuerdo el cuento de Alfonso Sastre. ¿Quién hubiera dicho, cuando lo leí en aquella adolescencia, tan lejana en tiempo y en distancia, que acabaría viviendo a unas pocas calles de la mentada bruja de Sastre? Mi edificio está entre la calle que da nombre al barrio (Manuela Malasaña) y la calle Ruiz. Vivo en Malasaña.
Llego a los pies del edificio naranja en el que tengo el apartamento. No puedo decir que el mío fue amor a primera vista. No, era un apartamento más bien feo, pero en buenas condiciones. La ubicación del barrio, también lo pintoresco de sus calles, me decidieron a quedármelo. Me gusta vivir aquí.
Malasaña fue famoso por sus bares y sus noches en la década del 70 y el 80. Actualmente, es un barrio hipster, lleno de cafés y de gente paseando. Original y moderno, repleto de edificios naranja, con balcones. Luego de mudarme, al salir a pasear, debía mirar la altura de las calles porque siempre me parecía estar cerca.
Busco en el bolso la llave con el frío del invierno colgado en mi nariz. En mi interior, siento alivio por llegar a casa.
Mi casa... Me llevó mucho tiempo sentir que este apartamento lo era. Tal vez el mismo tiempo que me llevó reconstruirme a mí misma.
Estuve casi un año viviendo con mis cosas en cajas de embalaje, con ropa en las valijas. Un día, miré a mi alrededor, la casa blanca y deprimente, aséptica, con muebles prestados o comprados en IKEA y puestos juntos sin ningún sentido, sin identidad, como yo, y me decidí a decorarla. Poco a poco, el espacio se llenó de alma. Pasó de ser una cueva a convertirse en un hogar, el mío, y aquello me conforta.
Nunca había vivido sola. Conviví con mis padres primero y con Alex después. Siempre había tenido que ceder, nada había sido propio, de manera que luego tuve que pensar cuáles eran mis gustos, porque no lo sabía. Ir descubriendo aquello que me gustaba fue sanador.
Alex era tan demandante y yo tan complaciente, que nunca había tenido tiempo para pensar en mis preferencias.
Llené mi casa de mí. Llené mi espacio de flores, de plantas, de colores que me gustan, de muebles que hablan de mis preferencias, mis propios gustos. Siento con ella una suerte de pertenencia, es mía, yo la hice, la formé. Aquí me siento a salvo.
El departamento está pintado en una paleta de colores neutros. Grises, marrones muy claros, color arena y blanco, contrastan con los muebles y las cortinas. La casa está decorada con buen gusto y sobria elegancia.
Invertí en muebles caros. Pocos y buenos. Preferí que prime la calidad por sobre la cantidad. Todo en la casa habla de mí: las plantas, los muebles, las toallas. Todo lo elegí yo, como parte del proceso de sanación luego del divorcio.
Al igual que muchas mujeres, el divorcio lo viví como un fracaso personal.
Me repuse a eso. Me reconstruí a mí misma luego de todo aquello, que en su momento lo sentí como lo peor a lo que podría enfrentarme, y sobreviví. Podré superar también todo esto.
Mi madre ha vuelto a llamar esta semana, bastante molesta porque es la segunda vez que intenta comunicarse conmigo sin éxito. No me siento aún capaz de poder lidiar con ella.
Las comunicaciones con mi madre son..., no, no podría definirlas. Me genera tantos sentimientos juntos que no podría identificarlos con solo una palabra. Alegría, enojo, me pone a la defensiva, me da pena, me hace sentir culpa y, al mismo tiempo, cada vez que corto la comunicación, reafirmo mi convicción de haberme ido.
Con mi hermano he dejado de hablar luego de la muerte de mi padre. Ahora no sé de qué hablaría con él. Nos fuimos alejando.
Es cierto que la distancia no ayuda a las relaciones en general, pero hay otro tipo de distancia entre nosotros, que se suma a los 13 000 km que nos separan y que ninguno de los dos sabe bien cómo romper.
No nos conocemos, a pesar de haber compartido la infancia, los padres, la familia, la casa. Por momentos, siento que somos dos extraños con una historia en común y un rótulo de familiares puesto encima.
Gastón no sabe nada de mí ni yo de él. Y, sin embargo, si me pasara algo, él es quien dispondría de mis cenizas.
Ninguno de los dos intenta un acercamiento y, si alguno lo hiciera, no sabríamos por dónde empezar a acortar la distancia.
No tener relación con un hermano genera un vacío que nada más llena, porque es un vacío con conciencia de sí mismo, con nombre, apellido y la propia sangre corriendo por sus venas. Me pregunto a veces si él también lo siente. Si siente esa pena instalada en el pecho por aquello que debía ser y no es.
En un mundo ideal, un hermano es la persona más cercana, el donante seguro de riñón y de médula, la garantía de ser casi una mitad con uno, cómplice y amigo. En la vida real, que tanto difiere de lo que uno quisiera, a veces ni siquiera te gustan tus hermanos. Uno no elige.
Son gente que, por una conjunción de óvulo y esperma, está en este mundo compartiendo genes, apellido, padres y crianza en el mejor de los casos.
Cada vez que me lamento por la falta de relación con mi hermano, pienso en toda aquella gente que está peor que yo con sus vínculos fraternos. Y los hay.
Después de todo, Caín mató a Abel, y fueron los primeros hermanos del mundo.
Viernes, otra vez. Si hay una cualidad que valoro de este tiempo triste que me toca atravesar es su capacidad de transcurrir rápido. Los días se amontonan a trompicones con hambre de primavera. También yo siento nostalgia del sol. Aún parece casi de noche cuando salgo camino al trabajo.
Los viernes son caóticos en la oficina. Todos quieren tratar de terminar lo antes posible para irse temprano, aunque se deje el trabajo a medias.
También yo, sin querer, entré en esa vorágine, aunque no haya nadie que me espere en casa. Pero también tengo planes. Tengo dos series en cola, esperando una maratón. Planeo arrancar esta noche y aterrizar el lunes. Durante el fin de semana, seré una espía del Mossad.
Netflix me permite olvidarme de aquella vida que no tengo y vivir otras. Es un opio al dolor del vacío existencial, tremendamente efectivo.
Pienso internarme en el fondo del sofá a comerme un kilo de Häagen-Dazs y, como cena, jamón serrano con un paquete grande de papas fritas como toda guarnición. Esa es mi idea de un gran fin de semana, que, incluyendo en el plan alguna copa de vino, bordea la perfección.
Cerca de mi casa está el mercado de Don Pepe. El original murió hace tiempo, pero su nieto continúa el legado. Antiguamente era un almacén y ahora es un minimarket gourmet en toda regla. La yerba mate argentina convive allí con las donas americanas y delicatessen de cualquier parte de Europa. El kosher se codea con los productos keto y el café colombiano.
Me detengo allí de camino a casa para comprar quesos, jamón serrano, algo de fruta, bebidas, siempre teniendo en mente la idea de cenar esta noche frente al televisor. El plan de comer estos manjares a solas me emociona un poco. Es casi como tener una cita conmigo.
En la góndola me gusta leer las etiquetas de los quesos e ir probando nuevos sabores. Hoy me decido por uno de cabra con hierbas y otro con miel, una pieza de Ementhal y, a último momento, agrego también una burrata para la cena de mañana.
Con la bolsa de tela de la compra en mano, doblo por la góndola buscando galletas saladas. De pronto, comienzo a sentir malestar y una ascendente rigidez en las extremidades al divisar al hombre detenido en la góndola siguiente, a un par de metros de distancia.
Es como si mi cuerpo hubiera percibido su presencia antes que yo, porque mi corazón comenzó a latir con fuerza y el cuerpo acusó de pronto los síntomas de la ansiedad.
Lo vi. Lo reconocería en cualquier parte, entre cualquier multitud. Esa es la figura que veo cuando cierro los ojos, en cada pesadilla, en cada recuerdo triste.
Alejandro. Mi Alex. El que estaba a mi lado en la cama del hospital mientras me sometían a un raspaje. Aborto terapéutico, lo llamaron. Terapia de muerte.
El que esperaba conmigo los resultados de un análisis de laboratorio, y de otro, y de otro. El que soportaba mi malhumor, invariable, cada mes, y al cabo de un tiempo, cada día. El que estaba, el que compartía, el que soportaba. El que me llevó corriendo a la guardia envuelta en sangre, sabiendo ya lo que nos dirían: ya no hay latido, no hay bebé. Otra vez.
Y luego, invariablemente, malhumor, ganas de morirme, literalmente, de seguir a ese bebé que no pude sostener dentro de mí.
Mi cuerpo... Malo. Sucio. Estéril.
Los sonidos del lugar se apagan, como si los oyera desde lejos. Es como ver a un fantasma de cuya presencia creí haberme librado. Sigue tan apuesto a su manera, tan igual a ese que era, que me parece volver atrás el tiempo, a un tiempo al que agradezco no volver.
Alex abre los ojos con sorpresa y luego con terror (estoy segura de que es eso) al divisarme y reconocerme. ¿Cómo podría no hacerlo? ¿Cómo no reconocerme, aun entre tanta gente?
8 años... 2922 días, con sus noches, los que transitamos juntos.
Veo desfilar tantas cosas juntas en su rostro. Supongo que él verá lo mismo en mí, si siempre dijo que yo era demasiado transparente, demasiado fácil de descifrar.
Nos separan dos metros y cuatro o cinco personas. Estamos demasiado cerca como para fingir que no nos vimos, a pesar de que la tentación es grande.
Alejandro se apresura a venir a saludarme, mirando con ansiedad a los costados. Quisiera esconderme, pero sé que no es posible. Mientras se acerca, lo inspecciono.
Sigue tan elegante, tan igual a ese que era que, por un momento, yo también me siento igual. A pesar de que pasaron tres años y algunos meses desde que nos separamos.
Viste un saco negro con una bufanda color camello de cashmere, de una marca inglesa. Recuerdo que yo se la regalé para un aniversario. Esa consciencia me golpea. Lo familiar resulta absurdo en el contexto.
—¡Hola, Lara!
Dice mi nombre completo, como queriendo marcar distancia entre ambos. Como se saluda a un viejo conocido con el que no se compartió nada trascendente.
—¡Hola, Alex! —digo con timidez a mi vez, emocionalmente golpeada. Me siento incómoda por la distancia entre ambos, mientras los recuerdos desfilan en mi mente.
—¡Qué sorpresa verte por aquí!
—Vivo aquí cerca.
—Yo también. Nos hemos mudado hace poco. —Creo que se le ha escapado, porque abre con sorpresa los ojos al notar sus palabras.
Hago como si no hubiera notado lo que implica ese nosotros.
Tengo la urgencia de despedirme, de escapar de Alejandro y de todo lo que me remueve. Mi exesposo busca en mi rostro algo que no sé qué es. Tampoco deseo saberlo, deseo irme.
—¡Hola! —interrumpe una mujer castaña, vestida de negro, con un bebé en brazos—. Tú eres Lara, ¿verdad? —pregunta con falsa simpatía—. Alex me ha hablado de ti.
Lo que más me llama la atención respecto a esa mujer es la expresión de pánico de Alex cuando ella se acercó.
—Yo soy Carolina, la casi esposa de Alex —dice con un orgullo en el que no dejo de notarle agresividad— y este es el pequeño Tomás —añade, exhibiendo triunfante al querubín gordo que tiene en brazos.
Desencajada, lo miro a Alejandro. De pronto, siento como si hubieran pateado el tablero de mi vida y desparramado todas sus fichas.
—Lo siento —musita Alex, advirtiendo mi terror.
—Está bien. Los felicito —murmuro y me voy, dejándolos.
Abandono la góndola y me marcho del lugar, desesperada por huir. Una bocina suena a lo lejos y un señor grita. Yo solo quiero irme, para encajar este golpe en casa.
—¡Señora! ¡Señora! —Un guardia me toma del brazo, y yo me vuelvo sorprendida—. Olvidó pagar —dice señalando las cosas que tengo entre los brazos aferradas.
—¡Oh, lo siento! —me disculpo avergonzada—. ¡Lo lamento! No lo noté. ¿Cuánto es?
—Debe pagar en las cajas. Por allí —señala el hombre. Veo a la gente mirándome.
—No puedo volver allí. ¡Tome! Le dejo todo. Volveré otro día.
Pongo mi compra en los brazos del guardia y salgo de allí. Como una posesa, corro por las calles sin ver, sin oír, pero sintiendo..., sintiendo romperse de nuevo todos los pedazos de mí, clavados con saña en mi carne.
Tomás, un bebé de tres meses. El hijo del padre de todos mis hijos no nacidos. El hijo que debería haber sido mío. El bebé que nunca tendré.
Llegué a mi casa totalmente descompuesta, pero esperé a cerrar la puerta del apartamento antes de llorar a los gritos.
Me dormí llorando, si es que dormí. Soñé toda la noche con bebés, con abortos, con una mujer que se llevaba corriendo al hijo que yo había parido y me dejaba llorando en el suelo cubierta de sangre. Cuando desperté, la sensación del sueño era real. En mis sueños, Alex me robaba a mis hijos.
Despertar así es seguir sumergida en una pesadilla. Abrir los ojos y entender que el sueño expresa sin matices lo que mi mente siente que pasó.
Alguien redujo mi habitación a un espacio en el que yo no quepo y en el que no puedo respirar.
Una y otra vez, en una suerte de slowmotion macabro, revivo mi encuentro con Alex y la que se ha llamado “su casi esposa”. Un varón me rompió el corazón de la peor manera, aunque tiene solo tres meses de vida y nunca será mío.
Me siento estafada, defraudada, dolida. ¿Por qué esta mujer puede ser madre solo con desearlo y yo, que busqué durante seis años, por todos los medios humanos y científicos concebir, y después de concebir, retener, no he podido?
Mi recuerdo se llena de detalles que no sé si existieron o imagino: la malicia triunfante de esa mujer (Carolina, creo que dijo) al exhibir al niño, el orgullo apenas disimulado de Alex, teñido de lástima por mí, la inocencia dolorosa de los ojos preciosos de Tomás. Y Tomás... tan igual a Alex, que podría haber sido físicamente igual si fuera nuestro.
Siento que algún dios macabro se burla de mí y se frota las manos. No sé qué mal he hecho en esta vida —o en las pasadas, si es que estas existen—, pero parece como si la vida estuviera empecinada en hacerme tropezar. “Las leyes del karma”, diría Sandra. En alguna vida pasada, debo haber sido una reverenda perra, y me lo están cobrando en esta con intereses, sin ningún tipo de piedad.
Me duelen los ojos de tanto llorar. No sé cuándo fue que me quedé dormida anoche, pero en algún momento antes de dormir sentí que perdería la cordura frente a tanta tristeza.
Y ahora tengo que salir a la vida como si nada pasara, como si yo no estuviera desgarrándome por dentro. Ir a trabajar, devolver los saludos a los conocidos por la calle, mantener la fachada de civilización cuando me siento trizada, rota para siempre de una manera irremediable.
La tentación de encerrarme y dejarme morir de inanición, de dolor, de tristeza, de dejadez, es inmensa.
Debería alegrarme por él. Por Alex, pero no. Eso es lo que más me duele.
Estábamos juntos en esto. Esa búsqueda que nos separó como pareja, pero que nos unió para siempre, era de ambos.
Yo no tendría a mi bebé, pero él tampoco. Y ahora...
Me siento mezquina, pero que él sí haya podido ser padre me duele más que nada. Más que ninguna otra cosa. Y me siento despreciable por eso.
Con Alex tuve tres años hermosos y cinco terribles. Al terminar esos años, yo ya no era yo, sino que era otra cosa. Una obsesión viviente, un dolor constante.
Solo una mujer puede conocer el dolor de una pérdida de este tipo. El terror a esa fecha del mes en el que el sangrado llega y se lleva todas las ilusiones que una, como mujer, se atrevió a acunar. De pronto, me volví amargada y taciturna, casi sin querer. De un plumazo, el no poder ser madre me impidió también ser mujer.
Ser... Como si el mundo de pronto para mí se dividiera en dos grandes grupos: las que pueden y las que no, y yo estuviera entre estas últimas.
«¿Para cuándo los hijos?”, era la pregunta obligada de todos nuestros conocidos.
«Ya vendrán”, respondía él con una sonrisa, y yo me encogía por dentro sintiéndome fallada, como una media mujer. Como una cáscara vacía a la que no le quedaría nada cuando se acabe su belleza.
De pronto veía, en mi mente, a nosotros convertidos en dos viejos amargados a los que nadie visita, a los que nadie ve. La mujer octogenaria que se pelea con los taxistas o con las operadoras, la que discute por centavos con la cajera del supermercado, porque no tienen a nadie en su vida, porque no pueden ocupar en nada trascendente su tiempo, ¡si no lo tienen!
Así acabaría mis días... Vieja y sola, rodeada de gatos y con un perro tan malhumorado como yo.
No era solo la imposibilidad de concebir, sino de poder retenerlo. Endometriosis severa. El problema era mío. Era yo. Yo estaba fallada.
De alguna manera, ponerle un nombre, poder clasificarlo, fue un alivio dentro del dolor. En algún momento de esos años que parecieron eternos por lo duro que fue transitarlos, llegué a pensar que era algo psicológico, que había algo mal en mí que me impedía concebir. Encontrar una causa me aligeró un poco el ánimo y luego me hundió irremediablemente.
Es un dolor descarnado. Como bordear la orilla de la vida sin llegar a aferrarla.
Hay días en que siento que el dolor podría trastornarme, que nadie puede cruzar el infierno y salir bien parado, y otros, los menos, en que creo, al decir de Shakespeare, que atravesar ese fuego forja el acero más resistente. Si sobrevivo a esto, nada podrá quebrarme.
Es como estar sin estar. Atravesar los días como una autómata, un ser sin vida, al que la vida que la animaba le fue arrancada de cuajo. Me siento insensibilizada a todo aquello que alguna vez me hizo feliz. Y no parece algo pasajero. Parece un estado permanente, donde las cosas bellas, las cosas alegres, todo aquello que hace sonreír y cerrar los ojos para poder saborearlo, me roza, choca contra mí y cae. Nunca llega a penetrarme.
Los verdaderos zombis son personas como yo, a los que la vida se les escapó del cuerpo y tienen que seguir viviendo. Se lavan los dientes por las mañanas, se visten, van a trabajar, comen, pagan sus cuentas... y, en realidad, están muertos.