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ОглавлениеMartes, 16 de febrero, 16:14 horas
Una de las cosas que más me gustaban de haber estado casado con Maggie McPherson era que nunca había tenido que enfrentarme a ella en un tribunal. La separación matrimonial había generado un conflicto de intereses que me había ahorrado diversas derrotas profesionales y humillaciones. No cabía duda de que era la mejor fiscal que había visto jamás en acción, y no la llamaban Maggie «la Fiera» porque sí.
Ahora íbamos a encontrarnos por primera vez en el mismo bando, sentados el uno junto al otro a la mesa del tribunal. Pero lo que en un primer momento se había antojado una gran idea —por no mencionar los posibles beneficios que podría proporcionarle a Maggie— estaba tardando bien poco en parecerme un arma de doble filo. A Maggie no le hacía ninguna gracia ser la segunda fiscal. Y no le faltaban motivos. Ella era una fiscal muy profesional. Había puesto entre rejas a docenas de criminales, desde traficantes de drogas a delincuentes de medio pelo, pasando por violadores y asesinos. Yo también había tomado parte en docenas de juicios, pero nunca lo había hecho en calidad de fiscal. Maggie iba a tener que ejercer de ayudante de un novato, y semejante perspectiva no le hacía ni puñetera gracia.
Nos encontrábamos sentados en la sala de conferencias A con los expedientes del caso diseminados sobre la enorme mesa. Aunque Williams me había asegurado que podría trabajar de manera independiente desde un despacho, lo cierto es que todavía no se estaba dando el caso. No disponía de ningún lugar de trabajo fuera de mi casa. Básicamente utilizaba como tal el asiento trasero de mi coche, un Lincoln Town, pero este no me iba a ser suficiente en el caso del Pueblo contra Jason Jessup. Mi ayudante estaba acondicionándome una oficina temporal en el centro de la ciudad, pero todavía faltaban unos días para que estuviera lista. Mientras tanto, allá estábamos, con la vista baja y la tensión alta.
—Maggie —la interpelé—, admito sin reparos que, en lo tocante a procesar a los malos, no te llego ni a la suela de los zapatos. Ahora bien, si hablamos de intrigas políticas y procesar a los malos, resulta que las autoridades pertinentes me han colocado al frente de este caso. Así son las cosas, y podemos aceptarlas o no. Acepté el encargo y pedí que vinieras conmigo. Si no crees que...
—Simplemente no me hace ni puñetera gracia la idea de pasarme todo el caso llevándote el maletín.
—No lo harás. Mira, una cosa son las ruedas de prensa y la imagen que demos de cara al exterior, pero doy por sentado que vamos a trabajar como un equipo. Serás tan responsable de la investigación como yo, y tal vez más. Lo mismo ocurrirá con el juicio. Perfilaremos una estrategia entre los dos, y la llevaremos a cabo. Pero debes darme algo de cuartelillo. Sé cómo moverme por los pasillos de un tribunal. La única diferencia, en esta ocasión, consistirá en que estaré sentado en la mesa de al lado.
—Ahí es donde te equivocas, Mickey. Cuando actúas como abogado defensor, eres responsable de una sola persona. De tu cliente. Pero cuando actúas como fiscal, representas a la ciudadanía en su conjunto, y eso implica una responsabilidad mucho mayor. Por ese motivo lo llaman «el peso de la prueba».
—Lo que tú digas. Si con esto quieres darme a entender que no debería estar haciendo esto, entonces no es a mí a quien tienes que venir a quejarte. Cruza el pasillo y habla con tu jefe. Pero si me aparta del caso, también te apartará a ti, y volverás a Van Nuys, donde te quedarás durante el resto de tu carrera. ¿Es eso lo que quieres?
No me respondió, lo que ya implicaba una respuesta de por sí.
—De acuerdo, pues. Vamos a intentar sacar esto adelante sin arrancarnos los pelos de la cabeza el uno al otro, ¿te parece? No estoy aquí para apuntarme una condena y darle un empujoncito a mi carrera. Solo lo haré una vez y, después, adiós. De modo que ambos deseamos lo mismo. Y sí, tendrás que ayudarme. No obstante, también estarás ayudando...
Mi teléfono empezó a vibrar. Lo había dejado sobre la mesa. No reconocí el número que aparecía en la pantalla, pero contesté con la sola intención de huir de la conversación con Maggie.
—Haller.
—Hola, Mick, ¿qué tal he estado?
—¿Quién habla?
—Sticks.
Sticks era un cámara de vídeo autónomo que suministraba imágenes a los informativos locales y, en ocasiones, también a los grandes. Lo conocía desde hacía tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba su verdadero nombre.
—¿Qué tal has estado dónde, Sticks? Me coges ocupado.
—En la rueda de prensa. Pero si te lo he puesto en bandeja, hombre.
Entonces caí en la cuenta de que Sticks era el individuo que había detrás de los focos y que me había estado lanzando preguntas.
—Ah, sí. Sí que estuviste bien. Te lo agradezco.
—Ahora me vas a cuidar tú con este caso, ¿verdad? Me avisarás si hay algo que me pueda interesar, ¿no? Alguna exclusiva.
—Sí. Por eso no te preocupes, Sticks. Yo te cubriré las espaldas. Pero ahora tengo que dejarte.
Colgué y volví a dejar el móvil en la mesa. Maggie tecleaba algo en su ordenador personal. Parecía que el descontento se había evaporado, y dudaba si sacar de nuevo el tema a colación.
—Era un tipo que trabaja para los informativos. Podría sernos útil en algún momento.
—No queremos cometer ninguna irregularidad. La fiscalía debe responder a unos parámetros éticos mucho mayores que la defensa.
Sacudí la cabeza. No tenía nada que hacer ante aquel argumento.
—Eso es una estupidez, y no digo que vaya a cometer ninguna irr...
Se abrió la puerta. Harry Bosch entró empujándola con la espalda, ya que tenía las manos ocupadas con dos grandes cajas.
—Siento llegar tarde —se disculpó.
Colocó las cajas encima de la mesa. Pude ver que la grande contenía pruebas extraídas de los archivos del caso. Supuse que en la pequeña estaba el expediente policial de la primera investigación.
—Han necesitado tres días para dar con la caja relativa al crimen. No estaba en el pasillo ochenta y seis, sino en el ochenta y cinco.
Me miró, y luego a Maggie, y volvió a fijar la vista en mí.
—¿Qué me he perdido? ¿Se ha desencadenado alguna crisis en la sala de las crisis?
—Estábamos discutiendo tácticas procesales, y resulta que tenemos puntos de vista contrapuestos.
—¡No me digas!
Se acomodó en una silla en la otra punta de la mesa. Notaba que tenía algo más que decirnos. Sacó tres expedientes en forma de acordeón de la caja donde se almacenaba la documentación relativa al crimen, y los puso sobre la mesa. Luego depositó la caja en el suelo.
—Ya que estamos aireando nuestras diferencias, Mick... Creo que antes de meterme en este culebrón deberías haberme contado algunas cosas.
—¿Como cuáles, Harry?
—Como que todo este maldito asunto no va de ningún asesinato, sino de dinero.
—¿De qué me estás hablando? ¿Qué dinero?
Bosch no me contestó. Se limitó a mirarme fijamente.
—¿Te refieres a la demanda contra Jessup? —le pregunté.
—Exacto. He tenido una conversación de lo más interesante con Jessup mientras conducía. Me ha dado que pensar, y se me ha pasado por la mente la idea de que, si forzamos a este tipo a aceptar un acuerdo, retirará la demanda contra la ciudad y el condado, ya que un individuo que admite ser un asesino no tendrá la capacidad legal para interponer una demanda y sostener que lo coaccionaron. Lo que supongo que quiero que me cuentes es qué se esconde realmente detrás de todo esto. ¿Estamos intentando llevar a juicio a un sospechoso de asesinato, o tan solo queremos ahorrarle a la ciudad y al condado unos cuantos millones de dólares?
Percibí cómo Maggie se envaraba al sopesar esa posibilidad.
—Debes de estar de broma —intervino—. Si eso...
—Alto, alto —la interrumpí—. Mantengamos la calma. No creo que ese sea el caso, ¿de acuerdo? No te creas que no he pensado en ello, pero Williams no dijo ni una palabra acerca de intentar llegar a un acuerdo con Jessup. Me indicó que fuéramos a juicio. De hecho, da por sentado que irá a los tribunales por el mismo motivo que acabas de señalar. Jessup no aceptaría ningún acuerdo basado en el tiempo que ha pasado en la cárcel, ni por ningún otro motivo, ya que en tal caso no tendría ninguna gallina de los huevos de oro. Ni libro, ni película, ni una indemnización procedente de las arcas de la ciudad. Si desea hacerse con el dinero, debe ir a juicio y ganarlo.
Maggie asintió lentamente, como si le pareciera una hipótesis razonable. A Bosch no parecía tranquilizarlo ni por asomo.
—Pero ¿cómo puedes saber lo que pretende Williams? —inquirió—. No eres uno de ellos. Podrían haberte reclutado, dado cuerda, apuntado en la dirección correcta y luego quedarse sentados para ver cómo te ponías en movimiento.
—Razón no le falta —añadió Maggie—. Jessup ni siquiera tiene abogado defensor. En cuanto haya conseguido uno, empezará a negociar.
Levanté las manos en un llamamiento a la calma.
—Recapitulemos acerca de lo que ha sucedido en la rueda de prensa de hoy. Anuncié que íbamos a solicitar la pena de muerte. Solo lo hice para ver cómo reaccionaba Williams. No se lo esperaba y, cuando acabamos, me metió presión en los pasillos. Me dijo que no yo no estaba capacitado para tomar decisiones de ese tipo. Le respondí que era una estrategia premeditada para que Jessup comenzara a pensar en un trato. Eso le hizo reflexionar. No lo veía claro. Si estuviera planeando un trato para echar por tierra la demanda civil, habría sido capaz de detectarlo. Se me da bien leer las intenciones de la gente.
Noté que aún no había convencido a Bosch.
—¿Te acuerdas de aquellos dos tipos de Hong Kong del año pasado, los que querían meterte en el siguiente avión para China? Los calé bien y supe cómo bregar con ellos.
Bosch estaba dando su brazo a torcer. Lo percibí en su mirada. Lo que había sucedido en China era un recordatorio de que me debía una, y ahora yo me estaba cobrando la deuda.
—De acuerdo —cedió—. Así pues, ¿qué hacemos?
—Damos por sentado que Jessup va a ir a juicio. En el preciso instante en que consiga un abogado, lo sabremos. De todas maneras, comenzamos a prepararnos ya mismo porque, si yo fuera su representante, no renunciaría a un juicio rápido. Trataría de ponerle todo tipo de obstáculos a la acusación para que apenas tuviera tiempo de prepararse, y la obligaría a aceptar las condiciones o, en caso contrario, quedarse calladita.
Comprobé la fecha en mi reloj.
—Si no me equivoco, eso nos deja cuarenta y ocho días antes de que comience el juicio. Hasta entonces, nos queda mucho trabajo por delante.
Nos miramos y nos quedamos en silencio durante un momento, hasta que le otorgué el mando a Maggie.
—Maggie se ha pasado buena parte de la última semana trabajando en esta demanda. Harry, me consta que lo que acabas de traer se solapará en gran medida con lo que tiene ella que decir, pero ¿por qué no empezamos por dejar que Maggie exponga el modo en que se desarrolló el juicio de 1986? Creo que eso nos concederá un buen punto de partida para que nos hagamos una idea de cómo debemos proceder en esta ocasión.
Bosch asintió y le indiqué a Maggie que comenzara, cosa que hizo en cuanto hubo sacado el ordenador portátil y lo hubo colocado frente a ella.
—De acuerdo. En primer lugar proporcionaré algunos conceptos básicos. Dado que se trataba de un caso en el que se solicitaba la pena de muerte, la parte más larga del juicio fue la selección del jurado. Duró casi tres semanas. El juicio propiamente dicho se prolongó siete días. Después hubo tres días de deliberaciones en torno a los primeros veredictos, a los que se sumaron las dos semanas que se prolongó la fase de discusión de la pena de muerte. Pero solo se dedicaron siete días a aportar testimonios y argumentos. Me parece muy rápido para tratarse de un caso en el que se solicitaba la pena de muerte. Fue bastante pim pam pum. Y con respecto a la defensa... Bueno, brilló por su ausencia.
Me miró como si yo hubiera sido el responsable de la pobre defensa del acusado. ¡Pero si en 1986 yo ni siquiera había terminado la carrera de derecho!
—¿Quién fue su abogado? —pregunté.
—Charles Barnard. Lo he consultado con el Colegio de Abogados de California y no va a encargarse del nuevo juicio. Consta que falleció en 1996. También hace tiempo que murió el fiscal, Gary Lintz.
—No recuerdo a ninguno de los dos. ¿Quién fue el juez?
—Walter Sackville. Lleva tiempo jubilado, pero me acuerdo de él. Un tipo duro.
—Tuve unos cuantos casos con él —añadió Bosch—. No aceptaba tonterías de ninguna de las partes.
—Continúa —le rogué.
—De acuerdo. La historia de la acusación fue la siguiente. La familia Landy (esto es, la víctima, Melissa, de doce años; su hermana, Sarah, de trece; la madre, Regina, y el padrastro, Kensington) vivían en el Windsor Boulevard de Hancock Park. Su hogar se encontraba a una manzana al norte de Wilshire, en los alrededores de la Iglesia Trinitaria Unida de Dios, cuyos dos servicios dominicales congregaban por aquel entonces a unas seis mil personas. La gente aparcaba los coches por todo Hancock Park para acudir a la iglesia. Hasta que un día, hartos del tráfico y de no tener donde aparcar los domingos, los residentes acudieron al ayuntamiento a protestar. Consiguieron que, durante los fines de semana, el vecindario se convirtiera en una zona de aparcamiento exclusivo para residentes. Debías contar con una pegatina identificativa para poder aparcar en la calle, y eso incluía los alrededores de Windsor. Esto abrió las puertas a la presencia de grúas contratadas por el ayuntamiento. Patrullaban por el vecindario los domingos por la mañana como si de tiburones se tratara. Si un coche no tenía el adhesivo preceptivo en el parabrisas era una presa fácil. Al remolque. Y eso nos conduce por fin hacia Jessup, nuestro sospechoso.
—Conducía una grúa —comenté.
—Exacto. Lo hacía para una subcontrata del ayuntamiento llamada Remolques Aardvark. Un bonito nombre que los colocaba en lo más alto del listín telefónico cuando la gente aún los utilizaba.
Eché un vistazo a Bosch y, a juzgar por su reacción, deduje que era el tipo de persona que prefería recurrir a los listines telefónicos antes que a internet. Maggie no lo advirtió. Prosiguió.
—En la mañana de autos, Jessup formaba parte de la patrulla que recorría Hancock Park. En casa de los Landy, la familia se encontraba instalando una piscina en el patio trasero. Kensington Landy era un músico que componía bandas sonoras. Las cosas no le iban nada mal por aquel entonces. Así pues, estaban ocupados con la piscina. En el jardín trasero había un gran agujero abierto y montones de tierra. Los padres no querían que sus hijas estuvieran jugando por ahí: era peligroso y, además, llevaban puestos sus vestidos para ir a misa. Además, en la casa hay un amplio jardín delantero. El padrastro les dijo a las niñas que jugaran fuera durante unos minutos, mientras el resto de la familia salió de camino a la iglesia. A la mayor, Sarah, se le pidió que vigilara a Melissa.
—¿Iban a la Iglesia Trinitaria? —pregunté.
—No, a la del Sagrado Corazón, que está en Beverly Hills. Sea como fuere, las niñas no llegaron a estar fuera ni quince minutos. La madre estaba arreglándose en el piso de arriba, y el padrastro, que se suponía que debería haber estado vigilándolas, veía la televisión. Un resumen de la jornada deportiva del día anterior en la cadena ESPN, o donde la dieran entonces. Se olvidó de ellas.
Bosch meneó la cabeza, y supe exactamente cómo se sentía. No estaba juzgando al padrastro sino haciéndose una idea de cómo había ocurrido aquello, del terror que experimenta todo padre cuando es consciente del tremendo coste que acarrea un pequeño desliz.
—En un momento dado, escuchó un grito —prosiguió Maggie—. Corrió hasta la puerta principal. Se encontró a la otra niña, Sarah, en el jardín. Estaba gritando: un hombre se había llevado a Melissa. El padrastro corrió calle arriba en su búsqueda, pero no vio ni rastro de ella. Y así, sin más, había desaparecido.
En ese punto, mi exmujer se detuvo para recomponerse. Todos los que estábamos en esa habitación teníamos una hija en la flor de la juventud, y nos hacíamos cargo de cómo se habían partido en dos las vidas de todos los miembros de la familia Landy cuando sucedió aquello.
—Se dio parte a la policía, que no tardó en responder. Al fin y al cabo, estaban en Hancock Park. Apenas se tardó unos minutos en emitir los primeros boletines informativos. Se movilizó a los detectives de inmediato.
—¿Y dices que todo esto ocurrió a plena luz del día? —preguntó Bosch.
Maggie asintió.
—Alrededor de las diez y media de la mañana. Los Landy pensaban acudir a misa de once.
—¿Y nadie más vio nada?
—No te olvides de que aquello era Hancock Park. Muchos setos altos, muchos muros y mucha intimidad. Esa gente se las arregla muy bien para mantenerse alejada del mundo. Nadie vio nada. Nadie oyó nada hasta que Sarah comenzó a gritar; pero ya era demasiado tarde.
—¿La casa de los Landy tenía un seto o un muro?
—Setos de dos metros de alto en las vertientes norte y sur de la finca, pero no en el lado que daba a la calle. Se especuló con que Jessup hubiera pasado por delante con el camión de la grúa, visto a la niña sola en el patio y actuado por impulso.
Nos quedamos sentados en silencio mientras pensábamos en la tremenda arbitrariedad del destino. Un camión de la grúa pasa por delante de una casa. Su conductor ve a una niña, sola y vulnerable. Solo tarda un instante en comprender que puede llevársela y salir impune.
—Entonces —prosiguió Bosch—, ¿cómo lo pillaron?
—Los detectives que estaban prestando servicio no tardaron ni una hora en presentarse en el lugar de los hechos. Al frente estaba Doral Kloster, que acudió con su compañero, Chad Steiner. He hecho averiguaciones al respecto. Steiner ha fallecido, y Kloster está retirado pero padece un alzhéimer muy avanzado, por lo que no puede sernos de utilidad.
—Maldita sea —bramó Bosch.
—Bueno, el caso es que llegaron ahí a toda prisa y actuaron a toda velocidad. Sarah contó que el secuestrador iba vestido como un basurero. A medida que avanzaba el interrogatorio, llegaron a la conclusión de que se refería a que iba vestido con un mono mugriento como el que llevan los empleados de recogida de basuras. Aseguró haber oído el camión de la basura en la calle, si bien no había podido verlo: estaba jugando al escondite con su hermana, y en aquel momento se hallaba detrás de un arbusto. El problema es que era domingo. Ese día no se recoge la basura. Pero el padrastro escuchó el testimonio de la niña y ató cabos. Puntualizó que debía de referirse a las grúas que recorren las calles de arriba abajo los domingos por la mañana. Los detectives consiguieron un listado de las subcontratas del ayuntamiento y comenzaron a visitar los parques móviles.
»En ese tramo de Wilshire trabajaban tres subcontratas. Una de ellas era Aardvark. Allá que acudieron, y comprobaron que había tres grúas asignadas a esa zona. Llamaron a los conductores, entre los que se contaba Jessup. Los otros dos tipos eran Derek Wilbern y William Clinton. ¡Lo digo en serio! Los separaron para interrogarlos y no descubrieron nada sospechoso. Buscaron sus nombres en los registros y resultó que tanto Jessup como Clinton estaban limpios, pero Wilbern tenía antecedentes. En concreto, lo habían detenido por intento de violación hacía dos años, aunque al final no lo condenaron. Esto habría bastado para conducirlo hasta la comisaría central y someterlo a una rueda de reconocimiento, pero la niña seguía sin aparecer y no había tiempo para formalidades.
—Probablemente se lo llevaron de vuelta a la casa —aventuró Bosch—. No tenían elección. Debían hacer que el asunto siguiera avanzando.
—Exacto. Sin embargo, Kloster sabía que pisaba terreno pantanoso. Aunque consiguiese que la niña identificara a Wilbern, se arriesgaba a perder el caso en los tribunales por haberla coaccionado demasiado. Ya me entendéis: «Míralo bien. ¿Es este el sujeto?». De modo que se decantó por la segunda mejor opción. Se llevó consigo a los tres conductores, ataviados con sus monos respectivos, y se presentaron en la casa de los Landy. Todos ellos eran varones blancos veinteañeros. Todos vestían el mono de la empresa. Kloster se saltó el procedimiento para no perder tiempo, movido por la esperanza de hallar a la niña con vida. El dormitorio de Sarah Landy se encontraba en la parte delantera del segundo piso. Kloster condujo a la niña hasta su habitación y le indicó que mirase a la calle por la ventana, a través de las persianas venecianas. Se comunicó por radio con su compañero, el cual sacó a los tres hombres del vehículo policial y los hizo quedarse de pie en la calle. Sin embargo, Sarah no identificó a Wilbern. Señaló a Jessup y dijo que era él.
Antes de proseguir, Maggie repasó los documentos que tenía frente a sí para comprobar la cronología de los hechos que habían realizado los detectives.
—La identificación se produjo a la una en punto. Eso es lo que se dice un trabajo bien veloz. La chica solo llevaba desaparecida poco más de dos horas. Empezaron a poner a Jessup contra las cuerdas, pero no soltaba prenda. Lo negaba todo. Todavía estaban apretándole las clavijas cuando les llegó la llamada. Acababan de encontrar el cadáver de una niña en un contenedor situado detrás del teatro El Rey, en Wilshire. Este se encontraba a diez manzanas de Windsor y del hogar de los Landy. Más adelante se determinó que la causa de la muerte había sido estrangulamiento manual. No la habían violado, ni se habían encontrado rastros de semen en la boca ni en la garganta.
Llegados a ese punto, Maggie detuvo el resumen. Miró a Bosch, y luego a mí, y asintió con solemnidad, como si pidiera un minuto de silencio por los muertos.