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ОглавлениеMartes, 16 de febrero, 13 horas
La Fiscalía General tenía una sala de prensa que permanecía intacta desde los tiempos en que se había utilizado para informar acerca del caso Charles Manson. Sus descoloridos paneles de madera y sus marchitas banderitas en un rincón habían servido de escenario para miles de ruedas de prensa. Ello les había conferido a todos los actos celebrados allí un aire andrajoso que se contradecía con el poder y la fuerza de la institución. El fiscal general del estado no era la comparsa de ningún litigio, pero transmitía la idea de que en su sede no había dinero ni para echar una mano fresca de pintura.
Sin embargo, semejante escenario resultó adecuado para anunciar lo que se había decidido con respecto a Jessup. Quizá por primera vez en la historia de aquellos sagrados salones de la justicia, el fiscal iba a ser, en efecto, una comparsa. La decisión de volver a juzgar a Jessup entrañaba riesgos se mirase por donde se mirase, y la posibilidad, bastante fundada, de que acabase en fracaso. Mientras aguardaba a la entrada de la sala junto a Gabriel Williams, delante de un escuadrón de cámaras de vídeo, focos y periodistas, fui consciente al fin del terrible error que había cometido. Mi decisión de aceptar el caso con la esperanza de ganarme la aprobación de mi hija, de mi exmujer y de mí mismo iba a toparse con unas consecuencias desastrosas. Iba directo al matadero.
Era una ocasión excepcional para quienes la iban a vivir en persona. Los medios de comunicación habían acudido para informar del fin de la historia. No cabía duda de que la Fiscalía General se disponía a hacer público que no se iba a volver a juzgar a Jason Jessup. Probablemente el fiscal general no se disculparía con él, pero, por lo menos, iba a admitir que carecía de pruebas, que no podía seguir adelante con el caso del individuo que había pasado tantos años encarcelado. El caso iba a cerrarse y, a los ojos de la ley y de la opinión pública, Jason Jessup se convertiría por fin en un hombre libre e inocente.
Por lo general, a los medios de comunicación no se los puede engañar por completo. Cuando se da el caso, no suelen reaccionar bien. Pero no cabía duda de que Williams los había enredado a todos. Nos habíamos pasado toda la semana haciendo avances de manera furtiva, reuniendo al equipo y repasando las pruebas a las que todavía se tenía acceso. No se había filtrado ni una sola palabra, lo que resultaba del todo inaudito por aquellos pasillos. Si bien pude atisbar las primeras señales de sospecha en las cejas de los periodistas a medida que me reconocían al entrar en la sala, Williams fue quien se encargó de soltar el gancho noqueador tan pronto como se hubo colocado frente a un atril infestado de micrófonos y de grabadoras digitales.
—En una mañana de domingo de la que hoy se cumplen veinticuatro años, Melissa Landy, de doce años, fue raptada del jardín de su casa en Hansock Park y brutalmente asesinada. La investigación no tardó en apuntar hacia un sospechoso llamado Jason Jessup. Lo detuvieron, lo declararon culpable en un juicio y lo sentenciaron a cadena perpetua sin posibilidad de acceder a la libertad condicional. Hace dos semanas, el Tribunal Supremo del Estado revocó la condena y la redirigió a mi departamento. Estoy aquí para anunciar que la Fiscalía General del condado de Los Ángeles se dispone a volver a llevar a juicio a Jason Jessup por la muerte de Melissa Landy. Los cargos de rapto y asesinato siguen en pie. Este departamento tiene la intención de someter de nuevo al señor Jessup al escrutinio de la ley hasta sus últimas consecuencias.
Llegados a ese punto, hizo una pausa con el fin de añadirle solemnidad a su anuncio.
—Como ya saben, el Tribunal Supremo dictaminó que se habían cometido irregularidades durante el primer juicio. Por supuesto, estas se produjeron más de veinte años antes de que el actual gobierno llegara al poder. Para evitar conflictos políticos y cualquier futura sospecha de conducta inadecuada por parte de este departamento, le he asignado este caso a un fiscal especial de carácter independiente. Muchos de vosotros ya conocéis al hombre que tengo a mi derecha. Michael Haller ha destacado como abogado penalista durante las dos últimas décadas. Es un miembro imparcial y respetado dentro de la profesión. Ha aceptado el encargo y, desde el día de hoy, pasa a asumir su responsabilidad. La política de este departamento ha sido siempre la de no discutir los casos con los medios de comunicación. Sin embargo, tanto Haller como yo estamos dispuestos a contestar algunas preguntas, siempre que no interfieran ni con aspectos concretos del caso ni relacionados con las pruebas.
Se produjo un clamor de voces que nos lanzaban preguntas. Williams alzó la mano pidiendo calma.
—De uno en uno. Empecemos por usted.
Señaló a una mujer que se sentaba en la primera fila. No recordaba su nombre, pero sabía que trabajaba para el Times. Williams sabía cuáles eran sus prioridades.
—Kate Salters, del Times —se presentó, en tono amable—. ¿Podría explicarnos qué lo llevó a tomar la decisión de volver a juzgar a Jessup si las pruebas del ADN lo han exonerado del crimen?
Antes de entrar en la habitación, Williams me había comentado que él se encargaría de realizar el anuncio y de gestionar las preguntas, a menos que estas se dirigieran a mí. Había dejado bien claro que aquel iba a ser su espectáculo. Yo decidí dejar bien claro, desde el principio, que aquel iba a ser mi caso.
—Déjeme que le responda yo —dije, al tiempo que me encaramaba sobre el atril y los micrófonos—. Las pruebas de ADN efectuadas por el Proyecto de Justicia Genética han determinado que los fluidos hallados en la prenda de la víctima no pertenecían a Jason Jessup. Pero esto no lo eximía de su participación en el crimen. Hay una diferencia. La prueba de ADN se limita a facilitar información adicional para que el jurado la valore.
Me retiré y vi que Williams me dedicaba una mirada en plan «Ni se te ocurra tocarme las pelotas».
—Entonces, ¿a quién pertenecía el ADN? —gritó alguien.
Williams se apresuró a acercarse para contestar.
—De momento no vamos a responder a ninguna pregunta relacionada con las pruebas relativas al caso.
—¿Por qué has aceptado el caso, Mickey?
La pregunta provenía del fondo de la sala. Los focos me impedían ver quién la había formulado. Me situé de nuevo frente a los micrófonos. Maniobré de tal forma que Williams tuvo que apartarse.
—Buena pregunta —empecé—. La verdad es que es inhabitual verme al otro lado de la barrera, por expresarlo de alguna manera. Pero creo que por casos como este merece la pena cruzar al otro lado. Soy un empleado de la justicia, y un miembro orgulloso de su rama californiana. Prestamos un juramento que nos compromete a buscar la legitimidad y la justicia de acuerdo a la Constitución y las leyes de este país y de este estado. Uno de los deberes de todo abogado consiste en asumir una causa justa sin tomar en consideración sus intereses personales. Esta es una de esas causas. Alguien debe hablar en nombre de Melissa Landy. He analizado las pruebas del caso, y creo estar en el bando correcto. El baremo debe marcarlo el contar con pruebas más allá de toda duda razonable. Creo que aquí disponemos de esas pruebas.
Williams dio un paso adelante y colocó una mano sobre mi brazo para apartarme con delicadeza de los micrófonos.
—No podemos ser más específicos en lo relativo a las pruebas —se apresuró a añadir.
—Jessup ya lleva veinticuatro años en la cárcel —comentó Salters—. A menos que lo condenen por asesinato en primer grado, lo más probable es que salga libre debido a que se computará todo el tiempo que ya ha pasado entre rejas. Señor Williams, ¿de verdad cree que volver a juzgar a este hombre merece el esfuerzo y el gasto que acarreará?
Antes de que hubiera acabado de formular su pregunta, supe que la periodista y Williams habían hecho un trato. Ella le lanzaba pelotas flojas que él bateaba fuera de la pista, con lo que transmitiría una beneficiosa imagen de honradez en las noticias de las once y en los periódicos del día siguiente. A cambio, ella recibiría exclusivas sobre las pruebas y la estrategia que se iba a seguir en el juicio. En ese momento decidí que aquellos eran mi caso, mi juicio y mi trato.
—Nada de eso importa —dije bien alto desde mi posición esquinada.
Todas las miradas se centraron en mí. Incluso Williams se dio la vuelta.
—¿Puedes hablar en dirección a los micrófonos, Mickey?
Era la misma voz a cuyo dueño no podía distinguir. Me llamaba Mickey. Una vez más me planté frente a los micrófonos. Aparté a Williams a codazo limpio, como si fuera un pívot de baloncesto que luchara por atrapar un rebote.
—El asesinato de un menor es un crimen que debe perseguirse por todos los medios de que disponga la ley. No importan los riesgos que pueda implicar. No tenemos la menor garantía de que vayamos a salir victoriosos, pero esto no influyó en mi decisión. El baremo es la duda razonable, y en este sentido creo que lo superamos. Pensamos que las pruebas en su conjunto demuestran que este hombre cometió el crimen y no importa cuánto tiempo haya transcurrido ni cuánto tiempo lleve en la cárcel. Hay que llevarlo a juicio. Tengo una hija que es apenas un poco mayor de lo que era Melissa cuando murió... ¿Saben?, la gente parece haberse olvidado de que, en el primer juicio, el Estado solicitó la pena de muerte. El jurado recomendó que no se tomara esa medida, y eso condujo a que el juez le impusiera la cadena perpetua. Pero todo eso pertenece al pasado, y nosotros hablamos del presente. Volveremos a reclamar la pena de muerte para este caso.
Williams colocó una mano sobre mi hombro y me apartó de los micrófonos.
—Eeeh... No adelantemos acontecimientos —se apresuró a decir—. Mi departamento aún no ha decidido si solicitará o no la pena de muerte. Eso llegará a su debido tiempo. Pero el señor Haller ha esgrimido un argumento tan válido como triste. No existe peor crimen en nuestra sociedad que el asesinato de un niño. Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para que Melissa Landy obtenga la justicia que se merece. Gracias por habernos acompañado hoy.
—Esperen un momento —gritó un periodista que se sentaba en las filas intermedias—. ¿Qué me dicen de Jessup? ¿Cuándo van a traerlo aquí para someterlo a juicio?
Williams se agarró al atril con ambas manos. Aquel movimiento parecía espontáneo, pero estaba pensado para mantenerme apartado de los micrófonos.
—La policía de Los Ángeles ha detenido al señor Jessup a primera hora de la mañana. En estos momentos viene hacia aquí desde la prisión de San Quintín. Se le asignará una celda en una comisaría del centro de la ciudad y el caso echará a andar. Su condena fue revertida, pero los cargos contra él siguen vigentes. A estas alturas no tenemos nada más sobre lo que informar.
Williams se retiró y me hizo un gesto en dirección a la puerta. Esperó a que comenzara a moverme y dejara atrás los micrófonos. Me siguió a pocos pasos y, mientras salíamos por la puerta, me susurró al oído.
—Si lo vuelves a hacer, te despido ipso facto.
Sin dejar de caminar, me volví para replicarle:
—¿Hacer qué? ¿Responder a alguna de tus preguntas ensayadas?
Nos adentramos en los pasillos. Ridell nos estaba esperando en compañía del responsable de comunicación del departamento, un tipo llamado Fernández. No obstante, Williams me guio en la dirección opuesta. Seguía susurrándome.
—Te has salido del guion. Como lo hagas una vez más, habremos acabado.
Me detuve en seco, me volví y Williams casi me pasa por encima.
—Escucha, no soy tu marioneta. Soy un trabajador independiente, ¿recuerdas? Si me tratas de otra manera, te vas a encontrar sacando las castañas del fuego sin guantes.
Williams se limitó a mirarme. Era obvio que no me estaba saliendo con la mía.
—¿Y qué demonios ha sido esa estupidez sobre la pena de muerte? —me preguntó—. Todavía no estamos ni remotamente cerca de ese punto, y no estabas autorizado para sacarlo a colación.
Era más robusto y más alto que yo. Había empleado su cuerpo para limitar mis movimientos y arrinconarme contra la pared.
—Llegará a oídos de Jessup y le hará pensar —le respondí—. Con algo de suerte, aceptará un trato y todo esto se acabará, incluida la causa civil. Te ahorrarás el dinero. Porque de eso se trata, ¿verdad? Del dinero. Conseguimos una condena y él se libra del juicio civil. Y, de este modo, la ciudad y tú os ahorráis unos cuantos millones de dólares.
—No tiene nada que ver con eso. Estamos hablando de justicia. De todos modos, deberías haberme advertido acerca de cuáles eran tus intenciones. No puedes utilizar a tu jefe como si fuera un saco terrero.
La intimidación física apenas duró. Coloqué la palma de la mano sobre su pecho y lo aparté.
—Sí, bueno, es que resulta que no eres mi jefe. Yo no tengo jefes.
—¿En serio? Como ya te he dicho, podría ponerte de patitas en la calle en este mismo instante.
Señalé hacia la puerta de acceso a la sala de prensa que estaba al final del pasillo.
—Sí, eso daría buena imagen. Despedir al fiscal independiente a quien acabas de contratar. ¿No fue esto mismo lo que hizo Nixon durante la chapuza del Watergate? A él le funcionó de maravilla. ¿Por qué no regresamos ahí dentro a comunicarlo? Estoy convencido de que aún quedará alguna cámara encendida.
Williams dudó. De repente era consciente del dilema al que se enfrentaba. Lo había arrinconado contra la pared sin hacer un solo movimiento. Si me despedía quedaría como un completo imbécil y sin posibilidad alguna de ser elegido. Él lo sabía. Se inclinó hacia mí y sus susurros descendieron unas cuantas notas para lanzarme la amenaza más vieja del manual del uno contra uno. Yo estaba preparado.
—Ni se te ocurra joderme, Harry.
—Pues entonces no me jodas el caso. Esto no es un acto de tu campaña ni tiene nada que ver con el dinero. Hablamos de un asesinato, jefe. Si quieres que obtenga una condena, apártate de mi camino.
Le lancé el hueso de llamarlo jefe. Williams apretó los labios y me miró fijamente durante un buen rato.
—Es la única manera de que consigamos entendernos —dijo finalmente.
Asentí.
—Sí. Eso creo.
—Antes de hablar con los medios de comunicación, pedirás autorización a mi departamento. ¿De acuerdo?
—Hecho.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia el final del pasillo. Su séquito le siguió. Me quedé mirando cómo se marchaban. Lo cierto era que no había ningún aspecto legal al que ponerle más objeciones que la pena de muerte. No era porque hubieran ejecutado a alguno de mis clientes, ni por haber llevado algún caso en el que la solicitaran. Tan solo respondía a mi creencia en la idea de que una sociedad cultivada no mataba a los suyos.
Sin embargo, esto no evitó que, de algún modo, en este caso en particular no usara a mi favor la amenaza de la pena de muerte. Mientras permanecía de pie en aquel pasillo vacío, pensé que aquello tal vez me convirtiera en mejor fiscal de lo que había imaginado.