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Martes, 16 de febrero, 14:43 horas

Por lo general era el mejor momento de un caso. El trayecto hacia el centro con un detenido esposado en el asiento trasero. No había nada mejor. Por descontado que en el horizonte se vislumbraba la recompensa de una condena. Estar presente en un tribunal en el momento en que se hacía público un veredicto. Observar en directo la impresión y, acto seguido, el modo en que se apagaban los ojos del acusado. Pero el trayecto siempre lo superaba. Era algo más cercano y personal. Un momento que Bosch saboreaba siempre. La persecución había llegado a su fin, y el caso estaba a punto de metamorfosearse del enérgico impulso de la investigación al calmado ritmo del juicio.

Sin embargo, en aquella ocasión era diferente. Habían transcurrido dos largos días, y Bosch no estaba saboreando nada. Él y su compañero, David Chu, habían conducido hasta Corta Madera el día anterior, y se habían registrado en un motel de la 101 para pasar la noche. Por la mañana se dirigieron a San Quintín, donde presentaron una orden judicial por la que se les transfería la custodia de Jason Jessup. Acto seguido, recogieron a su prisionero para emprender el camino de regreso a Los Ángeles. Siete horas de ida y vuelta con un compañero que hablaba demasiado. Siete horas de vuelta con un sospechoso que no hablaba lo suficiente.

Ahora se encontraban en la cumbre del valle de San Fernando, a una hora de la penitenciaría municipal ubicada en el centro de Los Ángeles. A Bosch le dolía la espalda de llevar tantas horas al volante. Tenía agarrotado el músculo de la pantorrilla derecha de tanto apretar el acelerador. El vehículo municipal no disponía de regulador de velocidad.

Chu se había ofrecido a conducir, pero Bosch le había dicho que no. Chu cumplía religiosamente con los límites de velocidad, incluso en la autopista. Eso significaba que Bosch tendría que soportar sus dolores de espalda (y la angustia subsiguiente) durante una hora más.

Si se dejaba eso de lado, Bosch conducía en medio de un silencio incómodo, dándole vueltas a un caso que parecía proceder en sentido inverso. Solo llevaba unos días con él. Ni siquiera había tenido tiempo de familiarizarse con todos los hechos, y ahora se encontraba en compañía del sospechoso, que yacía en el asiento trasero. A Bosch le daba la sensación de que lo prioritario era detenerlo, y la investigación propiamente dicha no arrancaría hasta que hubieran puesto a Jessup bajo custodia.

Comprobó la hora. La rueda de prensa que habían convocado debía de haberse acabado. El plan consistía en que Haller, McPherson y él se reunieran a las cuatro para seguir trabajando en el caso. Pero para el momento en que hubiera entregado a Jessup, ya se le habría hecho tarde. Además, necesitaba acercarse al Departamento de Archivos de la Policía de Los Ángeles a recoger dos cajas.

—¿Qué te ocurre, Harry?

Bosch le lanzó una mirada a Chu.

—Nada.

No estaba dispuesto a hablar delante del sospechoso. A ello cabía añadir que Chu y él no llevaban ni un año siendo compañeros. Era demasiado pronto para que Chu empezara a extraer conclusiones a partir de su actitud. Harry no quería que supiera que había tenido la agudeza suficiente como para deducir que se sentía incómodo.

Jessup habló desde la parte de atrás. Eran las primeras palabras que salían de su boca desde que solicitara permiso para ir al baño a las afueras de Stockton.

—Lo que le ocurre es que no tiene un caso. Lo que ocurre es que sabe que todo este asunto es una estupidez y no quiere formar parte de ello.

Bosch miró a Jessup por el espejo retrovisor. Estaba ligeramente inclinado hacia delante porque llevaba las manos esposadas y unidas a una cadena que desembocaba en unos grilletes que le rodeaban los tobillos. Se había afeitado la cabeza, una práctica muy común entre aquellos prisioneros deseosos de intimidar a los otros internos. Bosch pensó que, en su caso, seguramente había funcionado.

—Creía que no querías hablar, Jessup. Has invocado tu derecho a permanecer en silencio.

—Sí, tienes razón. Voy a mantener la jodida boca cerrada y esperar a mi abogado.

—Se encuentra en San Francisco. Yo de ti no aguantaría la respiración.

—Está haciendo algunas llamadas. El Proyecto de Justicia Genética tiene gente por todo el país. Ya estábamos preparados para esto.

—¿De verdad? ¿Estabais preparados? ¿Quieres decir que recogiste tu celda porque pensabas que te iban a transferir? ¿O fue porque pensabas que te ibas a casa?

Jessup no supo qué responder.

Bosch se incorporó a la 101, que los conduciría hasta Hollywood a través del Chuenga Pass, antes de llegar al centro de la ciudad.

—¿Cómo acabaste metido en el Proyecto de Justicia Genética, Jessup? —preguntó, intentando animar de nuevo la conversación.

—Por su página web, tío. Les mandé una petición y vieron las gilipolleces que se estaban cometiendo con mi caso. La aceptaron y aquí estoy. Estáis completamente jodidos si pensáis que tenéis la menor oportunidad de ganar. Ya me dejé liar una vez por vosotros, cabrones. Primera y última vez. En dos meses todo esto se habrá acabado. He pasado veinticuatro años en prisión. ¿Qué suponen dos meses más? Solo conseguirán que se disparen los derechos por mi libro. Supongo que os lo tendría que agradecer, y también al fiscal general.

Bosch volvió a lanzar una mirada al retrovisor. En circunstancias normales le habría encantado que el sospechoso a quien llevaba fuera un parlanchín. La mayoría de las veces su verborrea los transportaba de cabeza a la prisión. Pero Jessup era demasiado perspicaz y cauteloso. Escogía con cuidado sus palabras, evitaba hacer referencia alguna al crimen, y no iba a cometer ningún error del que Bosch pudiera sacar partido.

A través del espejo, podía verlo mirando por la ventanilla. Nada hacía suponer qué le pasaba por la cabeza. Sus ojos parecían muertos. Bosch reparó en el final de un tatuaje que apenas asomaba por el cuello. Daba la impresión de que formaba parte de una palabra, aunque no podía asegurarlo.

—Bienvenido a Los Ángeles, Jessup —dijo Chu sin darse la vuelta—. Supongo que ha pasado bastante tiempo desde la última vez, ¿no?

—Anda y que te den, gilipollas amarillo —le replicó Jessup—. Esto terminará pronto, y entonces seré libre para irme a la playa. Me agenciaré una buena tabla de surf y cabalgaré sobre algunas olas apetitosas.

—No cuentes con ello, asesino —lo rebatió Chu—. Estás en caída libre. Te tenemos cogido de las pelotas.

Bosch era consciente de que Chu intentaba provocar una respuesta, un desliz. Sin embargo, le estaba saliendo el tiro por la culata. Jessup era demasiado astuto para él.

Harry se cansó del tira y afloja, incluso después de haber estado seis horas en el más absoluto de los silencios. Encendió la radio del coche y pilló los últimos coletazos de una crónica sobre la rueda de prensa del fiscal general. Subió el volumen para que Jessup pudiera oírlo y Chu cerrara la boca.

—Williams y Haller han declinado realizar comentarios sobre las pruebas, pero señalaron que no estaban tan impresionados con los análisis de ADN como el Tribunal Supremo del Estado. Halle reconoció que el ADN encontrado en el vestido de la víctima no pertenecía a Jessup. Sin embargo, aclaró que el resultado no lo eximía de su participación en el crimen. Haller es un reconocido abogado penalista, y será la primera vez que se enfrente, como fiscal, a un caso de asesinato. Esta mañana no dio muestra alguna de albergar dudas al respecto: «Una vez más, reclamaremos la pena de muerte para este caso».

Bosch bajó el volumen y dirigió los ojos al retrovisor. Jessup seguía mirando por la ventana.

—¿Qué te ha parecido eso, Jessup? El tipo va a por la inyección letal.

Jessup respondió con tono fatigado.

—Una pose de capullo. Además, en este estado ya no ejecutan a nadie. ¿Sabes lo que significa el corredor de la muerte? Significa que te dan una celda y un mando para que controles los canales de la televisión. Significa más facilidades para llamar por teléfono y recibir visitas, y mejores comidas. Anda y que les den. Espero que de verdad vaya a por todas, tío. Aunque no importará lo más mínimo. Esto es una gilipollez. Todo este asunto es una gilipollez. No se trata más que de dinero.

La última frase estuvo revoloteando durante un buen rato hasta que Bosch acabó por morder el anzuelo.

—¿Qué dinero?

—Mi dinero. Tío, ya verás como me vendrán con un trato. Me lo ha asegurado mi abogado. Querrán que acepte un trato alegando el tiempo que he pasado en prisión, de modo que no tengan que pagarme mi dinero. No hay ninguna otra cosa detrás de este jodido asunto, y tú no eres más que el chico de los recados. Un jodido empleado de FedEx.

Bosch permaneció en silencio. Pensaba en la posible veracidad de aquello. Jessup había demandado a la ciudad y al condado, y les exigía unos cuantos millones. ¿Resultaba verosímil pensar que el nuevo juicio no fuera más que una maniobra política encaminada a ahorrarse aquel importe? Tanto el gobierno como las entidades estaban asegurados. A los jurados les encantaba machacar a las corporaciones carentes de rostro y a las organizaciones burocráticas con sentencias obscenamente caras. Un jurado que creyera que los fiscales y la policía habían actuado de forma corrupta para tener a un hombre inocente en prisión durante veinticuatro años iba a ser más que generoso con la víctima. Una sentencia de ocho ceros podría resultar devastadora tanto para las arcas del estado como para las del condado, por mucho que se repartieran la factura.

En cambio, si maniobraban para que Jessup pasara por el aro de un acuerdo en virtud del cual este reconocía su culpabilidad con el fin de obtener la libertad, entonces el litigio se volatizaría. Y, con él, lo haría todo el dinero que pudieran generar el libro y la película con los que ya contaba.

—¿A que tiene sentido, eh? —dijo Jessup.

Bosch lo miró por el retrovisor y se encontró con que ahora Jessup lo escrutaba. Devolvió la vista a la carretera. Notó que el móvil le vibraba y lo sacó de la chaqueta.

—¿Quieres que responda yo, Harry? —preguntó Chu.

Era su forma de recordarle que estaba prohibido hablar por teléfono mientras se conduce. Bosch le hizo caso omiso y respondió a la llamada. Era el teniente Gandle.

—¿Andas cerca, Harry?

—A punto de salir de la 101.

—Bien. Solo quería ponerte al día. Están apiñados a la entrada. Péinate un poco.

—Entendido. Quizá le dé a mi compañero la posibilidad de entrar en directo.

Bosch le echó una mirada a Chu, pero no le dio más explicaciones.

—Sea como fuere, ¿qué viene a continuación? —preguntó Gandle.

—Alegó su derecho a guardar silencio, por lo que nos limitaremos a ponerlo a disposición judicial. Luego tengo que regresar al cuartel de mando a reunirme con los fiscales. Me quedan algunas preguntas pendientes.

—Dime, Harry, ¿tienen pillado a este tipo o no?

Bosch contempló a Jessup por el retrovisor. Volvía a tener la mirada fija tras la ventanilla.

—No lo sé, teniente. Cuando yo lo sepa, usted también lo sabrá.

Escasos minutos después aparcaron en la parte trasera de la prisión. Varias cámaras de televisión aguardaban en la rampa que conducía a la puerta de ingresos. Chu se enderezó en el asiento.

—El desfile de la vergüenza.

—Sí. Llévatelo tú adentro.

—Hagámoslo ambos.

—No. Yo me quedaré aquí.

—¿Estás seguro?

—Sí. No te olvides de mis esposas.

—De acuerdo, Harry.

El recinto estaba abarrotado de furgonetas de los medios de comunicación con las antenas desplegadas al máximo. Sin embargo, el espacio que quedaba justo delante de la rampa estaba despejado. Bosch se acercó hasta él y aparcó.

—De acuerdo. ¿Estamos listos allá atrás, Jessup? —preguntó Chu—. Que empiece la función.

Jessup no contestó. Chu abrió la puerta y salió. Acto seguido abrió la de Jessup para que este hiciera lo propio.

Bosch observó el espectáculo subsiguiente sin abandonar el vehículo.

La revocación

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