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Martes, 16 de febrero, 17:30 horas

El Departamento 100 era la sala de justicia más grande del Tribunal Penal de Los Ángeles, y estaba reservada para las lecturas de cargos que se celebraban por las mañanas y por las tardes. Eran los puertos de entrada gemelos al sistema judicial de la ciudad.

A todo aquel contra el que pesara algún cargo había que conducirlo a la presencia de un juez en un plazo de veinticuatro horas. En el caso del Tribunal Penal de Los Ángeles, esto hacía necesaria una sala de justicia de gran tamaño con aforo suficiente como para que pudieran tomar asiento los familiares y amigos de los acusados. La sala se empleaba para las primeras audiencias posteriores a las detenciones, cuando los seres queridos aún no eran conscientes de cuánto se iba a prolongar el largo, tortuoso y devastador trayecto en el que acababa de embarcarse el demandado. No era infrecuente que a la lectura de cargos se presentaran mamá, papá, la esposa, la cuñada, el tío, la tía e incluso uno o dos vecinos con el fin de mostrarle su apoyo y dejar patente la indignación que les causaba el hecho de que lo hubieran detenido. Si tenía algo de suerte, al cabo de dieciocho meses, cuando el rodillo del caso se acercara a su final con la lectura de la sentencia, el demandado aún conservaría junto a sí a su vieja y queridísima madre.

Al otro lado de la cancela reinaba un bullicio similar, con letrados de todo tipo. Veteranos que peinaban canas, abogados de oficio sumidos en el aburrimiento, torticeros representantes de miembros de algún cártel, fiscales recelosos y periodistas carroñeros. Todos andaban mezclados. O tal vez se recostaban en el vidrio que los separaba de sus clientes para susurrarles lo que fuera. Presidía aquel hormiguero el juez Malcolm Firestone, quien se sentaba con la cabeza gacha y los hombros puntiagudos cada vez más cerca de las orejas. La toga negra les otorgaba la apariencia de unas alas plegadas. En general, daba la impresión de un buitre impaciente por abalanzarse sobre los sanguinolentos desechos del sistema judicial.

Así pues, Firestone se dispuso a despachar la audiencia vespertina dedicada a la lectura de cargos. Esta arrancó a las tres de la tarde y se prolongó hasta bien entrada la noche: la lista de detenidos era ingente, y había que cumplir con todos ellos. Al juez le preocupaba que los asuntos avanzaran. Si no actuabas con rapidez en aquella sala, corrías el riesgo de que te pasaran por encima y te quedaras atrás. La justicia era una cadena de montaje con una cinta transportadora que no se detenía nunca. Firestone quería irse a casa. Los abogados querían irse a casa. Todo el mundo quería irse a casa.

Entré en la sala acompañado de Maggie. Lo primero que vi fue cómo estaban montando las cámaras en una especie de corral de dos metros que se ubicaba a mano izquierda, al otro extremo del cubículo de cristal donde aguardaban los acusados de seis en seis. Como los focos no me daban en la cara, esta vez pude ver a mi amigo Sticks. Estaba desplegando las patas de su trípode, el instrumento que le había valido su apodo. Cuando me vio me hizo un gesto con la cabeza. Se lo devolví.

Maggie me dio un golpecito en el hombro y me señaló a un hombre que se sentaba a la mesa de la fiscalía junto con otros tres abogados.

—El que hay en el extremo es Rivas.

—De acuerdo. Ve a hablar con él mientras yo le pido al secretario judicial que me registre.

—No tienes que registrarte, Haller. Eres un fiscal, ¿recuerdas?

—Oh, qué guay. Me había olvidado.

Nos dirigimos a la mesa de la fiscalía, y Maggie me presentó a Rivas. El fiscal estaba aún en pañales. Daba la impresión de que acababa de salir de alguna facultad de derecho de primera fila. La intuición me decía que estaba esperando que llegase su oportunidad. Debía de estar inmerso en algún politiqueo para poder ascender en el escalafón y abandonar el agujero infernal que era una sala de lectura de cargos. No le ayudaba el hecho de que yo hubiera cambiado de bando para hacerme con el más preciado de los casos a los que se enfrentaba la fiscalía. Su lenguaje corporal me dejó patente la desconfianza que despertaba en él. Estaba en la mesa equivocada. Era el zorro en el gallinero. Y sabía que, antes de que acabara la audiencia, iba a confirmar sus sospechas.

Tras un desganado apretón de manos me puse a buscar a Clive Royce. Me lo encontré apoyado sobre la barandilla, deliberando junto a una mujer joven que tal vez fuera su ayudante. Estaban inclinados el uno frente al otro, mirando un expediente abierto por el que asomaba un fajo de documentos. Me acerqué a ellos con la mano extendida.

—¡Clive Royce! ¿Cómo le van las cosas a mi viejo amigo inglés?

Alzó la vista y una sonrisa cruzó de inmediato su bien bronceado rostro. Como un perfecto caballero, se incorporó antes de estrechar mi mano.

—¿Qué tal, Mickey? Lamento que esta vez todo apunte a que vamos a ser rivales.

Sabía que lo lamentaba, pero no mucho. Royce se había labrado la carrera gracias a que apostaba siempre por el caballo ganador. No se habría arriesgado a ejercer pro bono y a desfilar en un caso de semejante repercusión mediática si no pensara que iba a cosechar publicidad gratis y una nueva victoria. Estaba allí para ganar, y detrás de esa sonrisa se alineaban unos dientes muy afilados.

—Yo también. Estoy convencido de que harás que me arrepienta del día en que cambié de bando.

—Bueno, supongo que ambos estamos cumpliendo con nuestras obligaciones públicas, ¿verdad? Tú ayudando al fiscal del distrito y yo representando a Jessup.

Pese a que llevaba viviendo en Estados Unidos más de la mitad de sus cincuenta años de existencia, Royce seguía arrastrando un acento inglés. Le otorgaba un aura culta y distinguida que contrastaba con su afición a defender a tipos acusados de crímenes horrendos. Vestía un traje de tres piezas con una línea de tiza apenas perceptible en la gabardina. La coronilla de su calva tenía un aspecto moreno y suave. Hasta el último pelo de la barba teñida de negro había sido acicalado con mimo.

—Es una manera de verlo —le contesté.

—Oh, ¿qué ha sido de mis modales? Mickey, esta es mi adjunta, Denise Graydon. Va a ayudarme con la defensa del señor Jessup.

Graydon se levantó y me estrechó la mano con firmeza.

—Encantado de conocerla —le dije.

Miré a mi alrededor para comprobar si Maggie andaba cerca y poder presentársela, pero se hallaba enfrascada en una conversación con Rivas en la mesa de la fiscalía.

—Bueno —le dije a Royce—. ¿Has conseguido incluir a tu cliente en las audiencias?

—De hecho, sí. Será el primero del próximo grupo. Ya nos hemos reunido, y estamos listos para solicitar una fianza. De todos modos, y dado que aún disponemos de algunos minutos, me preguntaba si te importaría salir un momento al pasillo para hablar de un asunto.

—Por supuesto, Clive. Hagámoslo ahora.

Royce le pidió a su adjunta que lo esperara en la sala y que acudiera a nuestro encuentro cuando condujeran al siguiente grupo de acusados hacia la jaula de vidrio. Seguí a Royce a través de la cancela y del pasillo, a ambos lados del cual se apiñaban los asistentes. Cruzamos las puertas de seguridad y salimos de la sala.

—¿Quieres que nos tomemos una taza de té? —me preguntó Royce.

—No creo que tengamos tiempo. ¿Qué ocurre, Clive?

Royce se cruzó de brazos y se puso serio.

—Tengo que decirte, Mick, que no tengo la menor intención de avergonzarte. Eres un amigo, y un colega en el banquillo de la defensa. Sin embargo, te has metido en una situación de la que no puedes salir victorioso, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer al respecto?

Sonreí y paseé la mirada arriba y abajo por el abarrotado pasillo. Nadie nos estaba prestando atención.

—¿Me estás diciendo que tu cliente quiere un acuerdo para salir libre?

—Todo lo contrario. No va a haber ni la menor negociación al respecto. El fiscal del distrito ha tomado la decisión equivocada, y es evidente la maniobra que está llevando a cabo y el modo en que te está utilizando como un simple peón. Debo advertirte de que, si insistes en llevar a juicio a Jessup, acabarás haciendo el ridículo. Me sentía en la obligación de decírtelo, por cortesía profesional.

Antes de que pudiera responderle, Graydon salió de la sala y se encaminó deprisa hacia nosotros.

—Uno de los miembros del primer grupo no está listo, de modo que han adelantado la comparecencia de Jessup. Lo acaban de traer.

—Enseguida vamos —dijo Royce.

Ella titubeó antes de darse cuenta de que su jefe quería que regresara a la sala. Así lo hizo, y Royce volvió a prestarme atención. Hablé antes de que lo hiciera él.

—Te agradezco la cortesía y la preocupación, Clive, pero si tu cliente desea un juicio, tendrá un juicio. Estaremos preparados, y ya se verá quién hace el ridículo y quién vuelve a la cárcel.

—Genial, entonces. Espero ansioso el combate.

Lo seguí de vuelta al interior. Ya había empezado la sesión y, al avanzar por el pasillo, vi a Lorna Taylor, la gerente de mi despacho y segunda exmujer, sentada al final de una de las concurridas filas. Me incliné para susurrarle al oído.

—Hola, ¿cómo tú por aquí?

—No podía perderme el gran momento.

—¿Cómo te has enterado? Yo lo sé desde hace quince minutos.

—Supongo que a la vez que las radios locales. Me encontraba por la zona buscando oficinas de alquiler cuando escuché por la radio que Jessup iba a presentarse frente al juez. Y aquí me tienes.

—Bueno, gracias por estar aquí, Lorna. ¿Cómo anda la búsqueda? De verdad que necesito abandonar este edificio. Pronto.

—Me quedan tres visitas después de esta. Serán suficientes. Mañana te haré saber lo que he decidido al final, ¿de acuerdo?

—Sí, eso es...

El secretario pronunció el nombre de Jessup.

—Mira, tengo que entrar ahí. Luego hablamos.

—¡A por ellos, Mickey!

Encontré un asiento vacío que me aguardaba al lado de Maggie en la mesa de la fiscalía. Rivas se había movido a la fila de asientos situada justo frente a la cancela. Royce se había situado junto a la jaula de vidrio, donde le murmuraba indicaciones a su cliente. Jessup llevaba puesto un mono naranja —el uniforme carcelario— y ofrecía un aspecto tranquilo y cabizbajo. Asentía a todo cuanto le decía Royce. En cierto modo parecía más joven de lo que me había imaginado. Supongo que contaba con que todos esos años pasados entre rejas se hubieran cobrado un peaje. Sabía que tenía cuarenta y ocho años, pero no aparentaba más de cuarenta. Tenía la piel pálida, aunque irradiaba salud; sobre todo, si se la comparaba con la hiperbronceada de Royce.

—¿Dónde te habías metido? —me susurró Maggie—. Creí que iba a tener que encargarme de esto yo sola.

—Había salido a departir con el abogado defensor. ¿Tienes los cargos a mano? Por si tengo que leerlos para que consten en acta.

—No hará falta. Tu único cometido consistirá en afirmar que crees que, en el caso de Jessup, existe riesgo de fuga y que eso supone un peligro para la comunidad. Él...

—Pero yo no creo que exista riesgo de fuga. Su abogado me acaba de decir que están preparados para la acción y que no les interesa ningún arreglo. Quiere el dinero, y la única forma de conseguirlo es yendo a juicio... y ganándolo.

—¿Entonces?

Parecía asombrada y bajó la vista a los expedientes que se apiñaban frente a sí.

—Mags, tu filosofía consiste en cuestionarlo todo y no dar cuartel. No creo que vaya a funcionar esta vez. Dispongo de una estrategia, y...

Se volvió y se inclinó hacia mí.

—En ese caso, dejaré que tú, tu estrategia y tu colega calvo del equipo de la defensa os encarguéis de ello.

Retiró la silla y se levantó. Recogió el maletín del suelo.

—Maggie...

Atravesó la cancela, furiosa, y se encaminó hacia la puerta trasera de la sala. Mientras la veía marcharse era consciente de que, aunque aquel desenlace no me gustaba, no había tenido más remedio que dejarle claro cuáles serían las líneas maestras de nuestra relación como abogados de la acusación.

Se cantó el nombre de Jessup, y Royce se identificó para que constara en acta. Entonces llegó mi turno de incorporarme y de pronunciar unas palabras que jamás creí que fueran a salir de mis labios.

—Michael Haller, por el Pueblo.

Incluso el juez Firestone alzó la vista desde su asiento. Me escrutó por encima de sus gafas para leer. Tal vez fuera la primera ocasión en varias semanas en que sucedía algo fuera de lo corriente en esa sala. Un abogado defensor de pura cepa pasaba a representar al Pueblo.

—De acuerdo, caballeros. El propósito de esta audiencia es proceder a la lectura de cargos. En la nota que tengo en mis manos se indica que desean discutir la posibilidad de solicitar una fianza.

A Jessup lo habían condenado por secuestro y asesinato hacía veinticuatro años. Pero el Tribunal Supremo no desestimó aquellos cargos cuando revocó la sentencia. Había dejado el asunto en manos de la Fiscalía del Distrito. De modo que, veinticuatro años después, los cargos seguían vigentes y su petición de no culpabilidad seguía en su sitio. Había que asignarles el caso a un tribunal y a un juez para que se procediera con el juicio. Por norma general, cualquier maniobra encaminada a discutir posibles fianzas quedaría aplazada hasta ese momento. Pero Jessup se había valido de Royce para tomar la delantera, y por eso había acudido a Firestone.

—Señoría —comenzó Royce—, mi cliente ya fue procesado hace veinticuatro años. Lo que nos gustaría hacer hoy es debatir la concesión de una fianza y conducir este caso a juicio. El señor Jessup lleva mucho tiempo esperando su libertad y que se haga justicia. No tiene la menor intención de renunciar a su derecho a un juicio rápido.

Sabía que aquel era el paso que Royce iba a dar, porque era el mismo que yo habría dado en su lugar. A toda persona acusada de un crimen se le garantiza un juicio rápido. Lo más frecuente es que los juicios se demoren, o bien a petición de la defensa o bien con su beneplácito, ya que ambas partes quieren contar con más tiempo para prepararlos. Como medida de presión, Royce no planeaba suspender el juicio rápido. Dado que el caso y las pruebas tenían veinticuatro años, y la testigo más relevante estaba en paradero desconocido, obligar a la fiscalía a luchar contrarreloj no solo era prudente sino que además era la opción más elemental. Las agujas de ese reloj habían echado a andar cuando el Tribunal Supremo revocó la sentencia. Desde ese momento, el Pueblo disponía de sesenta días para llevar a juicio a Jessup. Ya habían transcurrido doce.

—Puedo entregarle el caso al secretario para que se lo asigne a quien considere pertinente —dijo Firestone—. Y preferiría que el juez asignado decidiese con respecto a la fianza.

Royce quedó sumido en sus pensamientos antes de contestar. Al hacerlo, giró ligeramente el cuerpo de modo que las cámaras ofrecieran su lado bueno.

—Señoría, mi cliente ha pasado veinticuatro años encarcelado injustamente. Y no solo lo digo yo, sino también el Tribunal Supremo del Estado. Ahora lo han sacado de la prisión y traído hasta aquí para afrontar un nuevo juicio. Todo esto forma parte de una maniobra que no tiene nada que ver con la justicia, y todo con el dinero y los politiqueos. De lo que se trata es de eludir la responsabilidad de haber privado a un hombre de su libertad valiéndose de corruptelas. Aplazar este asunto hasta una nueva audiencia en un día por determinar no hará más que prolongar la parodia de justicia que rodea a Jason Jessup desde hace más de dos décadas.

—Entendido.

Firestone seguía con aspecto de estar molesto y enfadado. La cadena de montaje había sufrido una interrupción. La agenda del juez probablemente había arrancado con una lista de más de setenta y cinco nombres, y el deseo de despacharlos a todos para poder cenar en casa antes de las ocho. Royce se disponía a retrasar las cosas hasta donde pudiera con su petición de debatir a fondo si se debía poner en libertad a Jessup mientras aguardaba al inicio del juicio. Pero Firestone, al igual que Royce, estaba a punto de recibir la sorpresa del día. Si no conseguía llegar a casa a tiempo para cenar, no iba a ser por mi culpa.

Royce le solicitó al juez un BP, lo que significaba que Jessup no debía entregar ningún dinero como fianza y quedaba en libertad bajo palabra. Apenas era el primer acto. No le cabía la menor duda de que, en el mejor de los casos, la liberación de Jessup pasaría por un desembolso económico. A los sospechosos de asesinato no se les concedía un BP. En las escasas excepciones en que se concedía la libertad bajo fianza en casos de asesinato, esta era exorbitante. Si Jessup era capaz de reunir ese dinero, o bien gracias a sus simpatizantes o bien mediante los derechos por libros o películas que supuestamente estaba negociando, aquello era irrelevante de cara a la decisión final.

Royce remató su petición aduciendo que no podía considerarse que Jessup incurriera en riesgo de fuga por el mismo motivo que yo le había apuntado a Maggie. No le interesaba en absoluto salir corriendo. Solo le preocupaba luchar con el fin de lavar su nombre después de haberse pasado veinticuatro años encarcelado de manera injusta.

—El señor Jessup no tiene otro objetivo que permanecer en su sitio para poder demostrar, de una vez por todas, que es inocente y que ha pagado un precio infernal por los errores y la conducta reprensible de la Fiscalía del Distrito.

Mientras Royce hablaba, yo no dejaba de observar a Jessup en la jaula de vidrio. Sabía que las cámaras le estaban enfocando y mantenía una pose de legítima indignación. A pesar de sus esfuerzos, no podía disimular la rabia y el odio que traslucían sus ojos. Había llegado a ese punto después de veinticuatro años de prisión.

Firestone anotó algo y me preguntó cuál era mi parecer. Me incorporé y aguardé a que levantara la vista en mi dirección.

—Proceda, señor Haller —me acució.

—Señoría, el Estado no va a oponerse esta vez a la concesión de la libertad bajo palabra al señor Jessup... siempre y cuando pueda mostrarnos alguna documentación en la que conste su lugar de residencia.

Firestone me lanzó una mirada casi eterna. Estaba procesando mi respuesta. Era justo lo contrario de lo que se esperaba. Los cuchicheos de la sala parecieron bajar de volumen a medida que todos y cada uno de los abogados allí presentes asimilaban el impacto que causaba mi anuncio.

—¿Le he entendido bien, señor Haller? —me preguntó Firestone—. ¿No pone objeción alguna a una libertad de tipo BP para un caso de asesinato?

—Correcto, señoría. No albergamos dudas de que el señor Jessup se presentará al juicio. Si no lo hiciera, se quedaría sin dinero.

—¡Señoría! —exclamó Royce—. Protesto contra el hecho de que el señor Haller contamine esta sesión lanzando estúpidos prejuicios con la sola intención de llamar la atención de los medios de comunicación aquí reunidos. En este momento, mi cliente no tiene más propósito que...

—Le entiendo, señor Royce —le interrumpió Firestone—, pero creo que usted ya ha pasado el tiempo suficiente frente a las cámaras. Dejémoslo aquí. Si la fiscalía no pone ninguna objeción, dejaré en libertad bajo palabra al señor Jessup una vez le haya hecho entrega al secretario judicial de la documentación que acredite su residencia. El señor Jessup no está autorizado a abandonar Los Ángeles sin el permiso del tribunal al que le sea asignado su caso.

A continuación, Firestone le derivó el caso al secretario del tribunal para que se lo reasignara a otro departamento con el fin de llevarlo a juicio. Por fin estábamos fuera de su ámbito de jurisdicción. Podía volver a poner en marcha la cadena de montaje y llegar a casa a la hora de la cena. Recogí los expedientes que Maggie se había dejado y me levanté de la mesa. Royce estaba de regreso en su asiento junto a la barandilla, metiendo expedientes en su maletín de cuero. Su joven ayudante le echaba una mano.

—¿Cómo te has sentido, Mick? —me preguntó.

—¿Quieres decir ejerciendo de fiscal?

—Sí, pasándote al otro bando.

—Para serte sincero, apenas he notado la diferencia. Lo de hoy ha sido un puro trámite.

—Te las van a hacer pasar canutas por haber dejado que mi cliente salga en libertad.

—Que les den por culo si no aceptan una broma. Tú solo preocúpate de que no se meta en líos, Clive. De lo contrario, sí que me van a echar a las fieras. Y a él también.

—Por eso no sufras. Vamos a cuidar de él. Sabes que esa es la menor de tus preocupaciones, ¿no?

—¿Por qué, Clive?

—Apenas tienes pruebas, no puedes localizar a tu principal testigo y el análisis de ADN le dará carpetazo al caso. Eres el capitán del Titanic, Mickey, y fue Gabriel Williams quien te puso a los mandos. No dejo de pensar por dónde te tiene cogido.

De todo cuanto dijo, solo una cosa me hizo reflexionar. ¿Cómo podía saber lo del testigo desaparecido? Por descontado, ni se lo pregunté ni reaccioné a la bofetada que me lanzó con sus sospechas de que el fiscal del distrito me tenía pillado por algún sitio. Actué con la autosuficiencia que había observado en todos y cada uno de los fiscales a quienes me había enfrentado.

—Dile a tu cliente que disfrute mientras anda correteando por ahí fuera, Clive, porque, tan pronto llegue el veredicto, volverá adentro.

Clive sonrió mientras cerraba su maletín. Cambió de tema.

—¿Cuándo podremos discutir la presentación de las pruebas?

—Cuando quieras. Mañana por la mañana empezaré a preparar la solicitud.

—Bien. Hablamos pronto, Mick, ¿de acuerdo?

—De nuevo, cuando tú quieras, Clive.

Se dirigió hacia la mesa del secretario del tribunal, probablemente con la intención de indagar acerca de la liberación de su cliente. Atravesé la cancela y fui en busca de Lorna para abandonar juntos la sala. Afuera me esperaba un pequeño grupo de reporteros y de cámaras. Los primeros me lanzaron preguntas sobre mi decisión de no oponerme a la libertad de Jessup. Les dije que no haría comentarios y proseguí mi camino. Aguardaron en el mismo sitio a que saliera Royce.

—No sé, Mickey —me confió Lorna—. ¿Cómo crees que reaccionará el fiscal del distrito cuando se entere de que Jessup sale con libertad sin fianza?

Mientras formulaba la pregunta empezó a sonarme el móvil que llevaba en el bolsillo. Descubrí que me había olvidado de apagarlo en la sala del tribunal. Aquel error podría haberme costado muy caro, dependiendo de la opinión que le merecieran a Firestone ese tipo de interrupciones con un juicio ya en marcha.

—No tengo ni la menor idea —me sinceré con Lorna mientras miraba a la pantalla—, pero creo que estoy a punto de averiguarlo.

Le acerqué el aparato para que pudiera ver que en el identificador de llamadas ponía FDLA (fiscal del distrito de Los Ángeles).

—Contesta. Me voy pitando. Ándate con cuidado, Mickey.

Me dio un beso en la mejilla y se encaminó hacia el ascensor. Le di al botón de responder. No me había equivocado. Era Gabriel Williams.

—¿Qué demonios estás haciendo, Heller?

—¿A qué te refieres?

—Uno de los míos me ha dicho que has dejado que Jessup saliera en libertad bajo palabra.

—Es verdad.

—Entonces te lo preguntaré de nuevo. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Mira, yo...

—No, mira tú. No sé si es que simplemente le estabas dando a uno de tus colegas de la defensa lo que quería o es que directamente eres estúpido, pero nunca se deja a un asesino en libertad. ¿Me entiendes? Ahora quiero que regreses ahí dentro y solicites una nueva audiencia para el establecimiento de una fianza.

—No voy a hacer eso.

Antes de que Williams volviera a la carga se produjo un denso silencio de por lo menos diez segundos.

—¿Te he oído bien, Haller?

—No sé qué has oído, Williams, pero no pienso regresar a pedir otra audiencia. Debes entender una cosa: me diste una mierda de caso y me las tengo que apañar con él lo mejor que pueda. Las pruebas de que disponemos tienen veinticuatro años. En uno de los extremos del caso hay un inmenso boquete causado por el ADN, y existe una testigo presencial a quien no podemos localizar. Todo ello apunta a que debo hacer cuanto esté en mi mano para que este caso salga adelante.

—¿Y eso qué tiene que ver con sacar a este tipo de la cárcel?

—¿Es que acaso no lo ves? Jessup se ha pasado veinticuatro años entre rejas. No es que haya estado en una escuela de señoritas. Fuera quien fuera la persona que entró ahí, ahora es mucho peor. Si lo dejamos libre, volverá a joderla. Y el que la vuelve a joder nos beneficia.

—En otras palabras, mientras ese individuo pulule por ahí estás poniendo en riesgo la seguridad pública.

—No, porque vas a hablar con el Departamento de Policía de Los Ángeles para que lo vigilen. Así nadie saldrá herido y podrán echarle el lazo en el mismo instante en que mee fuera de tiesto.

Se produjo otro silencio. Esta vez me llegaron murmullos, por lo que supuse que Williams estaba discutiendo el asunto con su asesor, Joe Ridell. Cuando volvió a dirigirse a mí, su voz seguía seria, pero el tono airado se había perdido en el camino.

—De acuerdo. Te voy a decir lo que quiero que hagas. Cuando te dispongas a realizar maniobras de este tipo, comunícamelo antes. ¿Comprendes?

—Ni lo sueñes. Querías un fiscal independiente, y eso es lo que tienes. O lo tomas o lo dejas.

Hubo una pausa, y a continuación colgó sin mediar palabra. Apagué el teléfono, y dediqué un momento a ver cómo Clive Royce salía de la sala y se lanzaba de cabeza a la nube de reporteros y cámaras. Como consumado experto que era en la materia, aguardó unos instantes a que todo el mundo hubiera tomado posiciones y enfocado los objetivos. Acto seguido, procedió con la primera de sus improvisadas, aunque cuidadosamente planificadas, ruedas de prensa.

—Creo que la Fiscalía del Distrito está muerta de miedo —comenzó.

Sabía que esas iban a ser sus primeras palabras. No necesitaba quedarme a oír el resto. Caminé hacia la salida.

La revocación

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