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Miércoles, 17 de febrero, 15:18 horas

Los calabozos situados al lado del Departamento 124, en la planta trece del edificio del Tribunal Penal, estaban vacíos a excepción de mi cliente, Cassius Clay Montgomery. Se sentaba a un extremo del banco con gesto enfurruñado, y no se levantó cuando me vio regresar.

—Siento llegar tarde.

No dijo nada. Ni siquiera reparó en mi presencia.

—Vamos, Cash. Tampoco es que tuvieras otros planes. ¿Qué más te daba esperar aquí o en la prisión del condado?

—En la prisión tienen tele, tío —dijo, y levantó la vista en mi dirección.

—De acuerdo, te has perdido el programa de Oprah. ¿Puedes acercarte? Así no tendríamos que airear nuestros asuntos a grito pelado.

Se incorporó y se acercó a los barrotes. Yo estaba de pie al otro lado, por detrás de la línea roja marcada en el suelo que establecía un umbral de un metro de largo.

—No me importa que airees nuestros asuntos. Aquí ya no queda nadie que pueda oírnos.

—Te he dicho que lo siento. He tenido un día muy ocupado.

—Sí, supongo que yo soy uno de esos negratas que no cuentan para nada, ya que no te van a hacer salir en la tele ni vas a poder entregarlos a la justicia.

—¿De qué demonios me hablas?

—Te he visto en las noticias, colega. ¿Ahora eres fiscal? ¿De qué mierda va eso?

Asentí. Era obvio que a mi cliente le preocupaba más el hecho de que yo fuera un chaquetero que tener que esperarse a la última audiencia del día.

—Mira, todo lo que puedo decirte es que acepté el trabajo a regañadientes. No soy fiscal. Soy abogado defensor. Soy tu abogado defensor. Pero en ocasiones llaman a tu puerta porque necesitan algo. Y resulta difícil negarse.

—Y entonces ¿qué pasa conmigo?

—Nada. Sigo siendo tu abogado, Cash. Y tenemos que tomar una decisión trascendental. La audiencia será corta y sencilla. Solo servirá para fijar el día del juicio. Sin embargo, el señor Hellman, el fiscal, sostiene que la oferta que te hizo solo es válida hasta hoy. Si le decimos a la jueza Champagne que estamos listos para ir a juicio hoy mismo, entonces se revoca el trato y vamos a juicio. ¿Le has dado más vueltas al asunto?

Montgomery apoyó la cabeza entre dos barrotes y no abrió la boca. Pude ver que era incapaz de decidirse. Tenía cuarenta y siete años, de los cuales nueve los había pasado en prisión. Lo habían acusado de robo a mano armada y asalto con violencia, y le esperaba una caída bien dura.

Según la policía, Montgomery se había hecho pasar por un residente de un barrio de viviendas de protección oficial de Rodia Gardens en el que se trapicheaba con drogas. Llegado el momento de pagar, había sacado un arma y exigido al traficante que le diera las drogas y el fajo de dinero que llevaba encima. El traficante se dispuso a sacar su pistola, pero la que se disparó fue la que le apuntaba. Y ese traficante, Darnell Hicks, que además era miembro de una banda, iba a pasarse el resto de la vida en una silla de ruedas.

Como era costumbre en aquel tipo de barrios, nadie cooperó en la investigación. Incluso la víctima afirmó no recordar lo que había ocurrido, confiando en que sus hermanos Crips interpretaran su silencio como una invitación a tomarse la justicia por su mano. Sin embargo, los detectives pusieron en marcha un caso. Las imágenes de vídeo que mostraban a mi cliente a la entrada del barrio les permitieron localizar el vehículo y, a continuación, relacionar las manchas de sangre de la puerta con la víctima.

No era un caso perdido, pero sí lo suficientemente sólido como para tomar en consideración la oferta de la fiscalía. Si Montgomery la aceptaba, se enfrentaría a tres años de prisión, de los cuales seguramente acabaría cumpliendo dos y medio. Si decidía arriesgarse y el juicio terminaba en una condena por asesinato, no se libraría de pasar al menos quince años a la sombra. Los daños físicos severos y el uso de un arma de fuego para perpetrar un delito eran su perdición. Sabía de primera mano que la jueza Judith Champagne no era benevolente en lo relativo a delitos a mano armada.

Le había recomendado que aceptara el trato. Para mí no había discusión posible, pero no iba a ser yo quien cumpliera ninguna pena. Montgomery no podía decidirse. No se trataba tanto del tiempo que iba a tener que pasar entre rejas como del hecho de que la víctima, Hicks, era un Crip, y los tentáculos de la banda se extendían por todas las prisiones del estado. Incluso una sentencia de tres años podía conllevar su condena a muerte. Montgomery no estaba seguro de salir con vida de aquel lance.

—No sé qué decirte —le comenté—. La oferta es muy interesante. El fiscal del distrito no desea ir a juicio por esto. No quiere colocar a una víctima en el estrado contra su voluntad, y ocasionarle a su caso más perjuicios que beneficios. De ahí que te haya concedido la mayor rebaja posible. Pero quien decide eres tú. Has dispuesto de varias semanas para pensártelo, y el plazo se ha agotado. Dentro de unos minutos tenemos que salir de aquí.

Montgomery intentó sacudir la cabeza, pero mantenía la frente presionada contra los dos barrotes.

—¿Y eso qué significa?

—No significa una mierda. ¿No podemos ganar este caso, tío? Quiero decir que, ahora que eres fiscal, ¿no puedes conseguir que me vean de otra manera?

—Una cosa no tiene que ver con la otra, Cash. No puedo hacer lo que me dices. Tienes que tomar una decisión. O aceptas los tres años o vamos a juicio. Y, como ya te he comentado, no cabe duda de que ya se nos ocurriría algo. No disponen de ningún arma y la víctima no está dispuesta a contar su versión. Sin embargo, sí que tienen muestras de sangre en la puerta de tu vehículo, y la filmación en la que se te ve abandonando Rodia justo después del tiroteo. Podemos ceñirnos a tu versión de los hechos. Defensa propia. Estabas ahí para comprar una piedra y él vio tu fajo e intentó robártelo. Quizás el jurado se lo trague, sobre todo si él no testifica. Pero también se lo tragará si lo hace, puesto que le voy a obligar a recurrir a la quinta enmienda tantas veces que, antes de bajarse del estrado, parecerá Al Capone.

—¿Quién es Al Capone?

—Estás de broma, ¿no?

—No, tío. ¿Quién es?

—No importa, Cash. ¿Qué quieres hacer?

—¿Te parece bien que vayamos a juicio?

—Por supuesto. Solo me preocupa ese abismo, ¿sabes?

—¿Qué abismo?

—El que existe entre lo que te ofrecen ahora y lo que te llevarías si pierdes el juicio. Hablamos de una diferencia de por lo menos doce años, Cash. Eso es mucho tiempo como para jugársela.

Montgomery se retiró de los barrotes. Habían dejado sendas hendiduras idénticas a ambos lados de su frente. Ahora los agarraba con las dos manos.

—La cosa es que, tanto si me caen tres años como si son quince, no voy a salir vivo en ningún caso. Tienen sicarios en todas las cárceles. Sin embargo, en la del condado todo el mundo está separado y a salvo en su celda. Ahí estoy bien.

Asentí. El problema era que cualquier sentencia superior a un año debía cumplirse en una cárcel estatal. La del condado estaba pensada exclusivamente para los que aguardaban la celebración de sus juicios o les habían caído condenas cortas.

—De acuerdo. Entonces, supongo que vamos a juicio.

—Creo que sí.

—Espera, que enseguida vendrán a buscarte.

Llamé con suavidad a la puerta de la sala de juicios y me abrió el secretario judicial. Había una sesión en marcha y la jueza Champagne presidía la vista de otro caso. Vi a mi fiscal sentado contra la cancela y me acerqué a deliberar. Aquel era mi primer caso con Philip Hellman y me había parecido un individuo extremadamente razonable. Decidí poner a prueba los límites de esa virtud una última vez.

—Mickey, he oído que ahora somos colegas —me dijo con una sonrisa.

—Temporalmente. No pretendo hacer carrera.

—Bien, no necesito más competencia. ¿Qué vamos a hacer con el caso?

—Creo que seguiremos dándole vueltas.

—Vamos, Mickey, he sido muy generoso. No puedo...

—Tienes toda la razón. Has sido absolutamente generoso, Phil, y te estoy agradecido por ello, igual que mi cliente. Lo único que ocurre es que no puede aceptar un trato porque cualquier cosa que lo lleve a una prisión estatal equivaldrá a su sentencia de muerte. Ambos sabemos que los Crips irán a por él.

—En primer lugar, yo no sé nada de eso. Y en segundo lugar, si de verdad opina eso, tal vez no debería haber intentado robar a los Crips, ni haberle pegado un tiro a uno de los suyos.

Asentí. Tenía razón.

—Ahí estoy contigo, pero mi cliente sostiene que actuó en defensa propia. Tu víctima sacó el arma antes que él. Por lo tanto, supongo que iremos a juicio y tendrás que pedirle a la jueza que se haga justicia con una víctima que no la desea, con alguien que solo testificará si lo obligas a hacerlo, y que luego asegurará que no se acuerda de una mierda.

—Tal vez tengas razón. Al fin y al cabo, le pegaron un tiro.

—Sí, y quizá cuele ante el jurado; sobre todo, cuando saque a relucir su pedigrí. Comenzaré por preguntarle cómo se gana la vida. De acuerdo con lo que ha averiguado Cisco, mi detective, vende droga desde que tenía doce años y su madre lo puso de patitas en la calle.

—Mickey, ya hemos pasado por todo esto. ¿Qué quieres? Estoy a un paso de decir: «Anda y que os den, vamos a juicio».

—¿Que qué es lo que quiero? Quiero asegurarme de que no pones en peligro el arranque de tu prometedora carrera.

—¿Qué?

—Mira, hombre, eres un fiscal muy joven. ¿Te acuerdas de lo que acabas de decir? Eso de que no necesitas más competencia. Bueno, pues otra cosa que no necesitas es arriesgarte a manchar tu expediente. No cuando acabas de empezar a jugar. Lo único que te conviene es quitarte este muerto de encima. Así que esto es lo que quiero: un año en la cárcel del condado y una indemnización. Tú le pones el precio a esta última.

—¿Me estás tomando el pelo?

Lo dijo tan alto que se ganó una mirada de la jueza. A continuación bajó mucho la voz.

—¿Me estás tomando el puto pelo?

—De verdad que no. Si piensas en ello, es una solución muy satisfactoria, Phil. Todo el mundo sale ganando.

—¿Ah, sí? ¿Y qué va a decir la jueza Judy cuando le presente esta propuesta? La víctima se va a pasar toda su vida en una silla de ruedas. La jueza no dará su conformidad nunca.

—Solicitamos verla en su despacho y se la vendemos juntos. Le decimos que Montgomery desea ir a juicio alegando defensa propia, y que el estado alberga serias dudas derivadas de la probada falta de cooperación de la víctima y de su condición de alto mando de una organización criminal. Era fiscal antes de convertirse en jueza. Lo entenderá. Posiblemente muestre más simpatía por Montgomery que por tu víctima traficante de drogas.

Hellman se pasó un buen rato pensando en ello. La vista anterior a la de Champagne llegó a su fin y la jueza le ordenó al secretario judicial que hiciera entrar a Montgomery. Era el último caso del día.

—Ahora o nunca, Phil —lo apremié.

—De acuerdo. Allá vamos —dijo por fin.

Hellman se levantó y se dirigió a la mesa de la fiscalía.

—Señoría —arrancó—, antes de traer al acusado, ¿podrían los abogados discutir el caso en su despacho?

Champagne era una jueza veterana y había visto de todo. Arrugó la frente.

—¿Deberá constar en acto, caballeros?

—Tal vez no sea necesario —indicó Hellman—. Desearíamos discutir los términos de una resolución del caso.

—Entonces, por descontado. Vamos.

La jueza bajó del estrado y se encaminó de regreso a su despacho. Hellman y yo la seguimos. Cuando alcanzamos la puerta situada junto al puesto del alguacil, me incliné para susurrar unas palabras al oído del joven fiscal.

—Montgomery obtendrá una rebaja por el tiempo que ya ha cumplido en la cárcel, ¿verdad?

Hellman se detuvo de golpe y se volvió hacia mí.

—Debes de estar de...

—Que era broma... —me apresuré a contestarle.

Alcé las manos en señal de rendición. Hellman frunció el ceño y se dirigió al despacho de la jueza. Tenía que intentarlo.

La revocación

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