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Martes, 9 de febrero, 13:43 horas

La última vez que almorcé en el Water Grill compartí mesa con un cliente que había asesinado a su esposa y al amante de esta de forma fría y calculadora. Les había pegado sendos tiros en la cara. Había requerido de mis servicios no solo con la intención de que lo defendiera en el juicio, sino también para que lo exonerase de todos los cargos y limpiara su buen nombre de cara a la opinión pública. En esta ocasión me hallaba frente a alguien con quien debía andarme todavía con más cuidado. Comía con Gabriel Williams, el fiscal del distrito del condado de Los Ángeles.

Era un mediodía frío en mitad del invierno. Estaba sentado a la mesa con Williams y su leal jefe de gabinete de confianza —léase asesor político—, Joe Ridell. El almuerzo se había fijado a la una y media, una hora prudente, porque la mayoría de los abogados del tribunal ya estarían de regreso en el Tribunal Penal, y el fiscal del distrito no airearía sus devaneos con un miembro del lado oscuro. Esto es, conmigo, Mickey Haller, defensor de los débiles.

El Water Grill era un lugar agradable para almorzar en el centro de la ciudad. La comida y la atmósfera eran propicias, la separación entre mesas era aceptable si querías conversar con cierta intimidad, y la carta de vinos casi no tenía parangón por aquella zona. Era de ese tipo de sitios en los que uno se deja la americana puesta y el camarero te extiende sobre el regazo una servilleta negra para ahorrarte la molestia. El equipo de la fiscalía pidió martinis a cuenta del contribuyente, y yo me contenté con el agua que el restaurante me iba sirviendo de manera gratuita. Williams tardó un par sorbos de su ginebra y una aceituna en comenzar a explicarme el motivo por el que nos estábamos ocultando a plena luz del día.

—Mickey, tengo algo que proponerte.

Asentí. Ridell ya me había puesto sobre aviso cuando me llamó esa mañana para organizar el almuerzo. Yo había accedido a que nos viéramos y, a continuación, me había puesto a hacer llamadas con el fin de recopilar toda la información interna posible acerca de la oferta que se avecinaba. Ni siquiera mi exmujer, que estaba a sueldo de la Fiscalía del Distrito, tenía la menor pista.

—Soy todo oídos —dije—. No todos los días el fiscal del distrito en persona quiere hacerte una proposición. Me consta que no debe de guardar relación con ninguno de mis clientes, pues ellos no le merecerían mucha atención al mandamás. Y, de todos modos, ahora mismo no llevo muchos casos. La cosa está floja.

—De acuerdo, tienes razón —concedió Williams—. Esto no guarda ninguna relación con tus clientes. Tengo un caso del que me gustaría que te encargaras.

Volví a asentir. Por fin lo entendía. Todo el mundo odia al abogado de la defensa hasta que lo necesita. No sabía si Williams tenía hijos, pero se las habría arreglado para averiguar que yo no llevaba casos de menores. Así pues, supuse que debía de tratarse de su mujer. Probablemente hubiera robado algo de una tienda, o acaso pesaran cargos contra ella por haber conducido bajo los efectos del alcohol, y quería que se mantuviera en secreto.

—¿A quién han detenido? —pregunté.

Williams miró a Ridell y ambos se lanzaron una sonrisa cómplice.

—No se trata de nada de eso —respondió Williams—. Esto es lo que te propongo. Quiero contratar tus servicios, Mickey. Quiero que te vengas a trabajar a la Fiscalía de Distrito.

Ni se me había pasado por la cabeza que el motivo de la llamada de Ridell fuera que me quería contratar como fiscal. Pertenecía al cuerpo de abogados defensores desde hacía más de veinte años. La suspicacia y la desconfianza que despertaban en mí los fiscales y policías tal vez no fueran las que me merecían los pandilleros de Nickerson Gradens, pero sí eran las suficientes como para excluir la posibilidad de unirme a sus filas. En pocas palabras: ni ellos me querían, ni yo los quería a ellos. Me resultaba imposible fiarme de ellos, con las únicas excepciones de la exmujer a la que ya he aludido, y de un hermanastro que trabajaba de detective para el Departamento de Policía de Los Ángeles. Y de quien menos me fiaba era de Williams, quien era antes un político que un fiscal, lo que lo hacía aún más peligroso. Si bien había ejercido como fiscal al principio de su carrera, luego había trabajado dos décadas como abogado pro derechos civiles antes de postularse como fiscal del distrito en calidad de independiente y asumir el cargo durante una oleada de descontento hacia la policía y la fiscalía. Todas mis alarmas estaban encendidas desde el instante en que me había puesto la servilleta en el regazo.

—¿Trabajar para ti? —le pregunté—. ¿Haciendo qué, exactamente?

—De fiscal especial. Solo por esta vez. Quiero que te encargues del caso de Jason Jessup.

Me lo quedé mirando durante un buen rato. Mi primer impulso fue echarme a reír a mandíbula batiente. Debía de tratarse de una broma muy bien urdida. Pero luego entendí que no podía ser eso. Nadie te cita en el Water Grill solo para gastarte una broma.

—¿Quieres que lleve la acusación de Jessup? Por lo que he oído, no hay de qué acusarlo. El caso es un pato sin alas. Lo único que puedes hacer es dispararle y comértelo.

Williams meneó la cabeza, dando a entender que no necesitaba convencerme a mí sino a sí mismo.

—El martes que viene es el aniversario del asesinato —dijo—. Voy a anunciar que hemos pensado en llevar a Jessup a juicio de nuevo. Me gustaría que estuvieras a mi lado durante la rueda de prensa.

Me recliné en la silla y los observé. He dedicado buena parte de mi vida adulta a pasear la mirada por los tribunales, intentando leer las expresiones de jurados, jueces, testigos y fiscales. Creo que se me da bastante bien. Pero sentado a aquella mesa no podía leer nada en Williams ni en su compinche, pese a que los tenía sentados a un par de metros.

Jason Jessup era un asesino convicto de niños, que se había pasado casi veinticuatro años en prisión hasta que, hacía un mes, el Tribunal Supremo de California le había revocado la pena y devuelto el caso al condado de Los Ángeles para que o bien se repitiera el juicio o bien se retiraran los cargos. La revocación había llegado después de una batalla legal de más de dos décadas, dirigida sobre todo por el mismo Jessup desde su celda. Ninguna de las apelaciones, mociones, quejas, protestas u objeciones legales de cualquier otro tipo sobre las que había investigado habían ayudado a aquel abogado hecho a sí mismo a avanzar por los tribunales estatales y federales. Sin embargo, al final había conseguido llamar la atención de una organización de letrados denominada Proyecto de Justicia Genética. Aceptaron su causa y su caso y, al cabo de un tiempo, obtuvieron autorización para realizar un examen genético del semen hallado en el vestido de la niña por cuyo estrangulamiento lo habían condenado.

La sentencia de Jessup se había producido antes de que se generalizara el uso de análisis de ADN en los juicios penales. El análisis, efectuado muchos años después de los hechos, determinó que el semen que se había encontrado en aquel vestido no pertenecía a Jessup, sino a un individuo desconocido. A pesar de que los tribunales habían ratificado la condena de Jessup una y otra vez, aquella nueva información había vuelto las tornas a su favor. El Tribunal Supremo aceptó las pruebas de ADN y otras inconsistencias, tanto en la fase probatoria del procedimiento como en el juicio, para invalidar el caso.

Hasta allí llegaban mis conocimientos sobre el caso Jessup, procedentes en su mayor parte de la prensa y de los chismes que se oyen en los juzgados. No estaba al tanto de los detalles de la orden judicial, tan solo conocía algunos fragmentos que había leído en Los Angeles Times. Sabía que era firme, y que se hacía eco de muchas de las largamente reclamadas peticiones de inocencia de Jessup, así como de las irregularidades que tanto la policía como la fiscalía habían cometido en el transcurso del caso. En mi calidad de abogado defensor, no puedo decir que no me sintiera complacido al ver la manera en que los medios de comunicación se cebaron en la fiscalía después de que se diera a conocer el fallo. Digamos que era la alegría del desfavorecido ante la desgracia ajena. En realidad, no importaba ni el que yo no estuviera implicado en un caso que se remontaba a 1986 ni el que el organigrama de la fiscalía hubiera cambiado de arriba abajo desde aquellos tiempos: las victorias que caen del lado de la defensa son tan pocas que siempre te asalta una sensación de alegría, compartida por tu colectivo, ante el éxito ajeno y la derrota del establishment.

El Tribunal Supremo había anunciado el fallo la semana anterior, con lo que se abría un plazo de sesenta días a lo largo de los cuales la fiscalía tendría que determinar si llevaba a Jessup de nuevo a juicio o lo exoneraba de los cargos. Daba la impresión de que no había pasado ni un solo día desde el fallo sin que Jessup hubiera hecho acto de presencia en los telediarios. Había ofrecido multitud de entrevistas, telefónicas y presenciales, desde San Quintín. En ellas había proclamado su inocencia y había cargado tintas contra los policías y los fiscales que lo habían metido ahí. Las celebridades de Hollywood y los deportistas profesionales le habían mostrado su apoyo. Además, había interpuesto una demanda civil contra la ciudad y el condado, a los que reclamaba varios millones de dólares por los daños ocasionados por haber permanecido tantos años encarcelado por error. La incesante cobertura mediática, signo de los tiempos, le había proporcionado un foro permanente, del que se estaba valiendo para auparse a la categoría de héroe del pueblo. Cuando finalmente abandonara la prisión, él también se habría convertido en una celebridad.

A tenor de los pocos detalles que conocía del caso, me daba la sensación de que se trataba de un hombre inocente a quien habían sometido a un cuarto de siglo de tortura, por lo que bien se merecía cualquier cosa que pudiera obtener a cambio. Sin embargo, era consciente de que las pruebas de ADN le allanaban el camino, por lo que el caso estaba perdido y la idea de volver a llevar a Jessup a juicio se me antojaba un ejercicio de masoquismo político, impropio de unos cerebros tan bien amueblados como los de Williams y Ridell.

A menos que...

—¿Qué sabéis que yo no sepa? —les pregunté—. Ni yo ni Los Angeles Times, me refiero.

Williams esbozó una sonrisa engreída y se echó hacia delante para ofrecerme su respuesta.

—Todo lo que Jessup ha podido demostrar valiéndose del Proyecto de Justicia Genética es que su ADN no se encontraba en el vestido de la víctima. En su calidad de demandante, no era asunto suyo determinar a quién pertenecía.

—De modo que habéis sido vosotros quienes lo habéis analizado a través de los bancos de datos.

Williams asintió.

—Lo hicimos. Y obtuvimos una respuesta.

Y se abstuvo de decir nada más.

—Y bien, ¿a quién pertenecía?

—No voy a revelártelo a menos que te subas a bordo. De lo contrario, tengo la obligación de observar la debida confidencialidad. Lo que sí te diré es que creo que nuestros descubrimientos nos abren la puerta a una táctica jurídica que podría neutralizar el asunto del ADN, y dejar el resto del caso (y de las pruebas) razonablemente intacto. No hizo falta recurrir al ADN para condenarlo la primera vez. Tampoco lo necesitamos ahora. Al igual que en 1986, creemos que Jessup es el culpable del crimen, y estaría faltando a mi deber profesional si no intentara procesarlo, al margen de cuáles sean las probabilidades de verlo condenado, las posibles consecuencias políticas y la manera en que la opinión pública perciba el caso.

Dijo todo eso como si estuviera mirando a la cámaras, en vez de a mí.

—Entonces, ¿qué te impide procesarlo? —le pregunté—. ¿Por qué acudes a mí? Tienes en nómina a trescientos abogados muy capacitados. Me sé de uno que se ha quedado para vestir santos en el despacho de Van Nuys que aceptaría el caso sin pestañear. ¿Por qué yo?

—Porque esta acusación no puede partir de la Fiscalía del Distrito. Estoy seguro de que has leído u oído hablar de las alegaciones. El caso está contaminado, y no importa que ni uno solo de los malditos abogados que trabajan para mí estuviera en activo por aquel entonces. Necesito reclutar a alguien de fuera, que alguien independiente lo lleve a juicio. Alguien...

—Para eso está la Fiscalía General. Si necesitas un abogado independiente, acudes a ella.

Me estaba limitando a meterle el dedo en el ojo, y todos los que estábamos sentados en aquella mesa lo sabíamos. Gabriel Williams no iba a pedirle bajo ningún concepto al Fiscal General del Estado que se personara en el caso. Eso equivaldría a cruzar una línea roja política. El de fiscal general de California era un cargo elegido por votación pública, y todos los especialistas políticos de la ciudad coincidían en considerarlo el siguiente destino de Williams, una escala en su camino a la mansión del gobernador o a otras cumbres políticas. Lo último que se le pasaba por la cabeza a Williams era ofrecerle a un potencial rival político un caso que pudiera volverse en su contra, por viejo que fuera. En la política, en los tribunales y en la vida no le ofreces a tu contrincante un garrote con el que te pueda apalear.

—No vamos a llevar este caso a la Fiscalía General —señaló Williams sin darle mayor importancia—. Y por eso te quiero a ti, Mickey. Eres un conocido y respetado abogado penalista. Creo que el público confiará en tu independencia en este asunto y, por lo tanto, aceptará la condena que consigas cuando ganes el caso.

Mientras miraba fijamente a Williams, se acercó un camarero a tomarnos el pedido. Sin romper en ningún momento el contacto visual conmigo, Williams le dijo que se marchara.

—No le he prestado mucha atención a este asunto —dije—. ¿Quién es el abogado defensor de Jessup? Me resultaría difícil enfrentarme a un compañero a quien conociera bien.

—Por el momento solo cuenta con el del Proyecto de Justicia Genética y el abogado de la causa civil. No ha contratado letrados para su defensa ya que, para serte sincero, confía en que desistamos de la idea.

Asentí. Un obstáculo menos.

—Pero le aguarda una buena sorpresa —prosiguió Williams—. Vamos a arrastrarlo hasta aquí y someterlo de nuevo a juicio. Fue él quien lo hizo, Mickey, y eso es todo cuanto necesitas saber. Hay una niña pequeña que sigue muerta, y eso es todo cuanto cualquier fiscal necesita saber. Acepta el caso. Haz algo por tu comunidad y por ti mismo. Quién sabe, tal vez te guste y te apetezca quedarte. Si así fuera, no hay duda de que consideraríamos esa posibilidad.

Bajé los ojos hacia el mantel de lino y medité sobre lo que acababa de decir. Por un momento, conjuré, de forma involuntaria, la imagen de mi hija sentada en un tribunal, viéndome del lado del Pueblo, y no del de los acusados. Williams siguió hablando, ajeno al hecho de que ya había tomado una decisión.

—Es obvio que no podré pagarte tus honorarios, pero, si aceptas subirte al carro, no creo que, a fin de cuentas, lo vayas a hacer por el dinero. Puedo conseguirte un despacho y una secretaria. Y puedo ofrecerte toda la ayuda científica y forense que necesites. Lo mejorcito de cada casa...

—No quiero ningún despacho en la Fiscalía del Distrito. Necesitaría mantenerme al margen de ella. Debo trabajar de forma completamente autónoma. No más comidas. Realizamos el anuncio y luego me dejas tranquilo. Yo decido cómo proceder con el caso.

—De acuerdo. Utiliza tu propio despacho, siempre que no guardes en él ninguna prueba. Y, por descontado, tú tomas tus propias decisiones.

—Y, si acepto hacer esto, yo elijo a mi abogado ayudante y a mi propio detective dentro del Departamento de Policía de Los Ángeles. Gente de la que me pueda fiar.

—¿Tu abogado ayudante saldría de mi departamento o sería un externo?

—Necesitaría a alguien de dentro.

—En tal caso, supongo que estamos hablando de tu exmujer.

—Exacto, siempre que acepte. Y, si de algún modo conseguimos una sentencia de culpabilidad, la sacarás de Van Nuys y la trasladarás al centro de la ciudad, a la sección de Grandes Crímenes, que es adonde pertenece.

Eso es más fácil decirlo que...

—Este es el trato. O lo tomas o lo dejas.

Williams le lanzó una mirada a Ridell y vio a su supuesto compinche hacer un gesto de asentimiento casi imperceptible.

—De acuerdo —concedió Williams, y se volvió de nuevo hacia mí—. En tal caso, supongo que acepto. Si tú ganas, ella está dentro. Hay trato.

Me tendió la mano por encima del mantel y se la estreché. Él sonrió, pero yo no.

—Mickey Haller, por el Pueblo —comentó—. Suena bien.

Por el Pueblo. Debería haberme hecho sentir bien. Debería haberme hecho sentir que formaba parte de algo noble y correcto. Pero todo cuanto tenía era la incómoda sensación de haber cruzado una suerte de línea roja.

—Fantástico —añadí.

La revocación

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